Este relato recoge la realidad de unos personajes con nombres ficticios.
Los hechos ocurrieron en un pequeño pueblo de Andalucía que pudiera situarse en
Huelva, Sevilla o Córdoba. Lo mismo da. Ni los nombres de los protagonistas ni
tampoco el del pueblo importan demasiado.
***
Manuela y Miguel se casaron en 1920. Ella
contaba con 23 y él acababa de cumplir los 27.
***
Manuela había nacido en el seno de una
familia venida a más gracias al enorme trabajo e inteligencia de su padre. Su
madre, ama de casa, experta en el ahorro, en el coser y en la cocina la enseñó
desde chica. También a sus dos hermanas. Su hermano, el más pequeño, era el ojo
derecho de su padre y se le permitió estudiar. Eran tiempos en los que las
mujeres – y más en un medio rural - tenían muy complicado romper los moldes que
el modelo social les imponía, a pesar de manifestar brillantez, soltura y eficacia.
El
padre de Manuela, Santiago, desde muy joven se dedicó al comercio. Negociaba
con cerdos que vendía a carniceros, hasta que se dio cuenta que los márgenes de
esta profesión eran muy superiores a los tratos de comprar y vender los animales
vivos. Comprar al por mayor, un cerdo entero y vivo, y vender al por menor, un
cerdo troceado y los productos derivados de su matanza, multiplicaba los
beneficios. Así que, emprendedor empedernido, estableció su propia carnicería y se buscó
personas expertas en la elaboración casera de chorizo, morcillas, curación de
jamones, echar lomo en aceite, salazón de tocino, etc. Manuela y sus
hermanas se hicieron mañosas chacineras. El trabajo era duro y madrugón, pero
con las ganancias y la atinada administración de sus padres, pudieron adquirir
una huerta. Sin perderla de vista, pusieron a su cargo a un hortelano que con oficio y trabajo mantenía a su familia y les entregaba cierto dinero al año,
un pequeño alquiler. Además Santiago, con su recua de burros, daba salida a
todos los productos que elaboraban: vendía por pueblos próximos, visitaba
cortijos, ventorros, poblados de mineros,…. Su género era bueno y los precios
ecuánimes. Vendió mucho y sus morcillas tuvieron buena fama. De esta forma el ciclo productivo
era perfecto: criar cerdos, matanzas casi diarias, producción de embutidos,
venta de carnes y de lo elaborado, ahorro de varios años, compra de algún
terreno (un solar, una cerca, un pequeño olivar,….). Y vuelta a empezar.
Todo lo anterior para explicar que gracias
al trabajo de su padre, Manuela, óptima observadora, conoció bastante bien sus negocios y fue experta en tratar con la gente, aparte de ser una
gran cocinera. Santiago, sabio él, le preguntaba algunos pormenores a su hija. Le gustaba
escucharla. Se podría decir, sin tapujos, que había dejado atrás a su madre a
pesar de su juventud. Era una familia que había vivido mucho en la calle, entre
la gente. Algunos les estaban muy agradecidos por lo bien que comían al
trabajar con ellos, por pagar algo más y, sobre todo, por el trato esmerado que recibían.
***
Miguel
era el séptimo de once hermanos. En su casa nunca faltó de nada pero tampoco
sobró. Sus padres, Rafael y Eloisa, eran conservadores, muy clásicos. Rafael
siempre tuvo una tienda. Le venía de familia. Sabía leer, escribir y las cuatro
reglas. Su establecimiento, propio del ámbito rural, era lo que conocemos por
un colmado, un comercio mixto en el que se vendían todo tipo de mercaderías,
desde alimentos y bebidas a zapatillas y herramientas. Era un hombre
establecido, tranquilo, honrado y trabajador. Esa posición le permitió
conseguir ser el delegado local de un conocido banco y concejal en el
ayuntamiento. Se podría decir que su posición social sería la de una clase
media acomodada.
Eloisa llegó al pueblo como hija del
recién destinado médico. Como tal fue sujeta de una esmerada educación, algo
rígida y desde luego dentro de la Iglesia Católica, apostólica y romana. Le
gustaba vestir bien. Había ido a la escuela y había tenido la oportunidad de
aprender algo de música y francés con una institutriz. Sus modales eran
refinados y la prudencia su norma. En la calle llamaba la atención por cierta
distinción y unos ojazos negros y profundos que no pasaron desapercibidos para
Rafael.
En una casa con once hijos y
en aquellos tiempos, Miguel había nacido en 1893, el ambiente era el de un
semicuartel con horario fijo para todo y todos. Su padre se pasaba el día entero trabajando y siempre estaba fuera: no era fácil mantener a una familia tan
numerosa. Eloisa, su madre, siempre dentro, se ocupaba de comidas, educación, escuela, limpieza, compras, médicos y ropas. Necesitó, a diario, la
ayuda de dos mujeres, aunque a veces resultaban insuficientes. Los hijos mayores se fueron haciendo cargo de los pequeños y de atender algunos recados. Un orden muy estricto en la casa, en los comportamientos y en las responsabilidades de cada cual,
marcó a Miguel y a sus hermanos. Para algunos, como el caso de Miguel, fue
norma de vida; otros optaron por el camino contrario y se desarrollaron como
auténticos ácratas.
Miguel
y Manuela se casaron y desde el primer momento fueron independientes de sus padres.
Miguel regentaba un buen comercio y un bar que daba comidas. Manuela, era el
alma de la casa y desde luego de la cocina. Miguel rígido de pensamiento y de
obras, a veces tenía dificultades con algunos clientes, pero allí estaba
Manuela con su sonrisa y sus frases cortas para limar asperezas. A veces
bastaba su silencio o su mirada. Su inteligencia emocional y su empatía,
desbordantes, solucionaban la situación. Era un soplo de aire fresco en medio
de incómodos debates. Sus palabras parecían finas gotas de lluvia que aliviaban el secarral
que marcan las empecinadas diferencias. Miguel autoritario, Manuela tolerante.
Miguel creía en un Dios castigador, Manuela en un Dios lleno de misericordia.
Miguel más hablador, Manuela estaba más por la escucha. Miguel muy vehemente,
Manuela sosegada. Manuela supo desde el principio que tendría que trabajar a un
abrupto Miguel, pero se enamoró de él porque era un hombre honrado, amigo de la
justicia, del orden en libertad y que albergaba un tierno corazón. Juntos se
equilibrarían. Su instinto le decía que marcharían bien.
Tuvieron
cuatro hijos y lucharon a tope por darles de comer y algo más: siempre fueron
conscientes de la importancia de su educación, entendiendo por ello formación
en la escuela y respeto a la gente, a las cosas y a Dios. Se esforzaron muchísimo por
sembrar en su interior unos valores cristianos y una cultura social sensible
con los débiles, con aquellos que no habían tenido sus mismas oportunidades.
Miguel les repetía a sus hijos, hasta la saciedad, el privilegio que tenían al
poder disponer de botas en invierno, mientras que otros niños iban con
alpargatas y con los pies mojados. Incluso otros descalzos. Había mucha necesidad.
A los casos más críticos de estas pobres familias les fiaba en su tienda y a
otros, en ocasiones, no les cobraba.
Las
cosas iban bien para Manuela y Miguel con las complicaciones propias de una
familia en un pueblo andaluz, de ámbito rural y minero, con cuatro hijos y una
tienda con bar.
La cuestión religiosa surgida en la
Segunda República vino a enturbiar la tranquilidad de la familia. Para una
persona como Miguel, educado en la ortodoxia católica y ambiente conservador,
fue muy difícil de asimilar, por no decir imposible, la separación radical
entre la Iglesia Católica y el Estado, tal como recogió la Constitución de
1931. España no tenía religión oficial (Art 3) y se prohibieron los colegios de
las órdenes religiosas (Art 26), que luego se desarrollaría, en 1933, por la
Ley de Congregaciones Religiosas. Pocas semanas después de haberse proclamado
la Segunda República, se produjo la quema de conventos – entre el 10 y el 13 de
mayo – primer conflicto grave de orden público que tuvo que enfrentar el recién
nacido régimen. Decenas de edificios religiosos ardieron en parte o por
completo, se destruyó patrimonio eclesial, cementerios de conventos fueron
profanados, murieron varias personas y otras resultaron heridas. A Miguel todo
esto le produjo una enorme desazón. Lo entendió como un mal presagio. ¿Qué
estaba pasando? Para una persona de orden como él le costaba entender ese
brote de violencia.
Lo anterior fue definitivo para la
progresiva radicalización de Miguel, militante de Acción Católica. Esta
institución, fundada en 1922, fue consolidada por Pio XI en 1931 para evitar la
aniquilación del apostolado seglar por el régimen fascista de Mussolini. Fue la
respuesta del Papa por haber decretado "Il Duce” la disolución de cualquier
asociación juvenil distinta de las ligadas al partido único. Acción Católica
agrupaba a los fieles bajo la jerarquía episcopal para recristianizar la vida
pública y combatir la influencia del laicismo. Miguel se reafirmó en sus
convicciones: se agarró a ellas porque estaba convencido de su validez.
En abril de 1931 se funda Acción Popular,
partido español confesional católico. En su pueblo Miguel frecuentaba sus
mítines y no ocultó nunca su devoción por estas siglas. La fundación de Falange
Española en octubre de 1933 fue otra de sus referencias pues simpatizó con este
movimiento desde sus inicios y le sirvió para identificarse con un grupo de
personas del pueblo, todas de derechas y católicas en mayor o menor grado.
Miguel tiene 40 años. La ideología de Falange era un fascismo a la italiana,
pero con un rasgo propio: su catolicismo.
Miguel
tenía bastante claro lo que significaba ser católico en la España de 1930: su
madre le había enseñado a rezar, a bendecir la mesa. Hizo, por supuesto, la
Primera Comunión. Se casó por la Iglesia, iba a misa los domingos y fiestas de
guardar, todos sus hermanos fueron bautizados lo mismo que sus hijos y el cura
era una autoridad local. Había apuntado a todos sus hijos a la catequesis de
los sábados y había recogido firmas en el pueblo para protestar contra los
apedreos de que eran objeto por asistir a un acto pro-religión. Era amigo de
procesiones, de la Semana Santa y de la Navidad y disfrutaba colocando juguetes
en el balcón de su casa el día de los Reyes Magos. Por las noches daba gracias
a Dios y rezaba un Padre Nuestro antes de ir a dormir, como cuando era niño.
Por medio de la tienda practicó actos de caridad anotando, en ocasiones, la
mitad de lo comprado por familias muy pobres. Su mujer, Manuela, era el alma mater
de la casa. La respetaba y la quería. Se quejaba de que le reñía más de la
cuenta, según él, sin motivo.
La
palabra fascismo no sabía bien lo que significaba porque Miguel no tenía
estudios, pero su origen familiar entre conservadores, sus opiniones en blanco
y negro, su posición social (industrial) y su círculo de amistades le hicieron
caer en las proximidades de ese territorio, aunque su verdadera y fundamental
ancla fue siempre su religión, la religión de sus padres y de sus abuelos.
Como
expresión de su ideología de derechas bastante conservadora fueron sus
manifestaciones en favor de la dictadura de Primo de Rivera (1923 -1930) y su
disgusto cuando este cansado, abandonado y enfermo dimitió en enero de 1930.
Para colmo su casa estaba cerca del cuartel de la Guardia Civil. Conocía a
todos los guardias porque eran clientes del bar. A veces fue su confidente de
necesidades y problemas y a alguno, incluso, llegó a prestarle dinero, por
supuesto sin interés.
Analizando
el cúmulo de circunstancias que rodearon la vida de Miguel se llega a la
conclusión de que estaba predestinado a ser una persona muy amante del orden,
conservadora, defensor acérrimo de la Iglesia Católica y con cierta
sensibilidad social. Nunca perteneció a los ricos del pueblo ni al círculo de
caciques, aunque la vida y los esfuerzos familiares lo incluyeron en una clase media acomodada.
Su
tienda era frecuentada por familias de obreros, mineros, trabajadores agrícolas
y gente de clase media. Miguel tenía una libreta donde anotaba las deudas. Muchos debían cuentas atrasadas que iban pagando, poco a poco, por semanas. Al bar iba
algún maestro de escuela, los guardias, representantes, viajantes, camioneros,
etc…Los platos que preparaba Manuela eran excelentes, abundantes y a muy buen
precio. Varias veces a la semana en la puerta de su casa le dejaban pescado
fresco venido desde Barbate. El negocio tenía buenos pilares, entre otros las
doce o catorce horas diarias que él y su esposa le dedicaban.
Miguel
nunca fue de clase alta, era un trabajador por cuenta propia, un autónomo que
nunca los obreros tomaron por uno de los suyos … un padre de familia católico,
apostólico y romano. Nunca hizo daño a nadie, nunca explotó a ningún trabajador
…. pero le gustaba definirse, prefería las cosas muy claras, por eso el 18 de
julio de 1936 tomó partido por la sublevación, seguramente pensando en un golpe
parecido al que dio Primo de Rivera, pero se equivocaba: ni el escenario
político de 1923 era el de 1936 ni Franco era Primo de Rivera….. meses antes había sido detenido por dar vivas a la patrona de su pueblo en mitad de la
calle. Estaba prohibido. La religión sólo podía manifestarse en los templos o
en las casas.
Y ocurrió lo que tenía que ocurrir.
Durante años Miguel había ido dando pasos hacia un destino fatal y trágico, hacia un
precipicio mortal. En agosto de 1936 Miguel, tras unos días en la cárcel del
pueblo, fue cobardemente asesinado junto a otros vecinos después de darle el
famoso paseo. A España la esperaban tres horrorosos años de Guerra Civil.
***
Es
aquí donde empieza la historia que permite calificar estas líneas como un relato para la esperanza, porque cuando Manuela se queda sin marido es la
parte que más nos interesa. Las líneas anteriores conforman el escenario que
nos permitirá comprender lo que sigue:
Tenemos una Manuela destrozada por dentro,
viuda con 39 años, tres hijos menores de edad y otro movilizado en bando
nacional. Imposibilidad total para seguir con el negocio y viven en zona
roja. Tampoco es verosimil la recuperación del cuerpo de su marido ni de ninguno de los
asesinados. Y es ahí donde aparece la grandeza del espíritu humano y la
tremenda fortaleza de Manuela. La noticia de los fusilamientos ha recorrido el
pueblo. Personas de derechas y de izquierdas no dan crédito a lo sucedido. Al
parecer han tenido mucho que ver mineros llegados de otras latitudes. La gente
habla de algunos de Linares puestos de acuerdo con algunos del pueblo. Muchas
personas acuden a casa de Manuela y a todos les dice lo mismo: “Mi Miguel
llevaba muchas papeletas y le ha tocado la lotería. Todo esto es una lotería.
Había comprado muchas papeletas y le tocó el mayor premio de la rifa. No queda
otra salida que perdonar y olvidar”. No hacía ni veinticuatro horas…. El
personal se queda estupefacto. No saben qué decir. Esperaban una Manuela
rabiosa, encabritada, …. Una Manuela que gritara asesinos, hijos de la g….p….,
salvajes, cobardes, manada de lobos hambrientos de sangre inocente, malditos…
Manuela con sus tres hijos alrededor solo llega a decir…"Ha sido una lotería.
Llevaba muchos números….Perdonar y olvidar”. Desde el minuto uno su pecho no
albergó ni un segundo de odio. Seguramente no tenía muchas fuerzas y las pocas
que retenía las usó para intentar animar a sus hijos y explicarles tranquila la
ausencia de su padre.
Vecinos
y clientes de derechas e izquierdas fueron a darle el pésame. Unos le llevaron
comida, otros liquidaron las deudas que estaban apuntadas en la libreta azul de
tamaño octavilla con letra y lápiz de Miguel. Fueron muchos los que lloraron la
pérdida de Miguel y lágrimas de izquierdas y derechas se juntaron en los mismos
pañuelos. Pero ¿Cómo? ¿Por qué?... Si Miguel no perjudicó a nadie, tenía sus
cosas como todo el mundo pero ¿qué hizo para que lo mataran? Manuela,
compungida y llorosa replicaba: “Son cosas de la guerra”. “Perdonar y olvidar”.
En esto un familiar, creyendo consolarla, le susurró al oído: “Ya llegarán los
nuestros y tendremos venganza”. Manuela abrió los ojos, la miró con coraje y
apretando los dientes le respondió inflexible: “Eso nunca. ¿Me entiendes?,
nunca”. Pero….algo habrá que hacer, le respondió la otra. “Perdonar y olvidar
es la única salida” le dijo dándole un par de suavecitos toques en la mano.
A
Manuela, vecinos y familiares, la ayudaron durante varios meses. Muchos querían
mostrarle su cariño y solidaridad. Personas de la izquierda, avergonzadas por
lo ocurrido iban a verla anochecido. Familiares y gente de derechas lo hacían a
cualquier hora del día, pero sin señalarse mucho. Manuela les rogaba que no
fueran a verla porque eso suponía un riesgo para sus propias familias. Manuela
estuvo agradecida, especialmente, a una familia socialista que por la parte
posterior de la casa, por el patio, le hacía llegar alguna cosa de comida.
También a un carnicero que controlaba el racionamiento de carne: siempre guardó
un trozo para su hijo que, empujado en la cola por hijo de fascista, lo
relegaban al último lugar tras varias horas de espera.
Con
el apoyo y ayuda de los vecinos y amistades y – fundamentalmente – de su padre, Santiago, ya viudo, Manuela pasó unos meses hasta que pudieron pasarse a zona nacional
donde recibieron todo tipo de auxilio como viuda de guerra con tres hijos
menores. Tuvo noticias de que al dejar su casa, esta fue saqueada. Se lo llevaron
todo, todo, todo. Además de los muebles y su cuidado ajuar reunido con los años, arrancaron puertas y
ventanas: cuentan que hasta los azulejos de la cocina. Al parecer las paredes
no tenían ni las alcayatas en las que un día se colgaron sus cuadros. Manuela ante
estas noticias de execrables desmanes callaba y repetía: “Son cosas de la guerra. Las guerras vuelven
locas a las personas”.
El
tiempo pasó y Manuela luchó por sus hijos lo indecible. Trató con sus escasos
medios económicos, pero con gran sabiduría en sus palabras, de que sus hijos
salieran adelante. Sobre todo entendió que la guerra pasó y que la envidia, el
odio, el rencor y el resentimiento no debían de ser moneda de cambio en la
postguerra. Lo que pasó, pasó. Su radio de acción no superaba a su familia,
pero en su presencia nuca se habló de la guerra civil. Sus hijos se emanciparon. Manuela guardó silencio hasta su muerte. Con su padre, su hermana, cuñado y sobrinas vivió tranquila. Al
menos aparentemente, a pesar de que el cuerpo de Miguel quedó en las
profundidades.
Un vecino allegado comentó
que con motivo de la designación de su hijo mayor como alcalde del pueblo
Manuela lo llamó y le hizo la siguiente recomendación: “Como yo me entere de
que te vales de tu puesto de alcalde para tomar represalias contra aquellos que
tuvieron que ver algo con la muerte de tu padre, me harás la mujer más
desgraciada de la Tierra”. Habían pasado casi treinta años desde la finalización
de la guerra incivil española, pero Manuela seguía manteniendo lo mismo que
dijo al siguiente día del despiadado crimen. Su espíritu fue un terreno
infértil para todos aquellos que intentaron sembrarle odio y resentimiento.
Por todo lo contado el
ejemplo de Manuela forma parte de estos Relatos para la Esperanza. A mi
entender es una vacuna contra la intolerancia, la envidia, los odios y el
resentimiento. Es una vacuna contra la división, los enfrentamientos y contra
la posesión de la verdad. Hay actitudes humanas que marcan el camino del
encuentro hacia los otros, los diferentes, los que no piensan como nosotros y
Manuela, sin estridencias, sin ruido y en silencio, marcó el suyo. Estamos
seguros que otras madres y esposas de muertos en la izquierda y en la derecha
marcaron el mismo rumbo que Manuela: Perdonar y olvidar porque fueron cosas de
una guerra incivil entre hermanos.