11 diciembre 2021

Manuela y Miguel

 

Este relato recoge la realidad de unos personajes con nombres ficticios. Los hechos ocurrieron en un pequeño pueblo de Andalucía que pudiera situarse en Huelva, Sevilla o Córdoba. Lo mismo da. Ni los nombres de los protagonistas ni tampoco el del pueblo importan demasiado.

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Manuela y Miguel se casaron en 1920. Ella contaba con 23 y él acababa de cumplir los 27.

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Manuela había nacido en el seno de una familia venida a más gracias al enorme trabajo e inteligencia de su padre. Su madre, ama de casa, experta en el ahorro, en el coser y en la cocina la enseñó desde chica. También a sus dos hermanas. Su hermano, el más pequeño, era el ojo derecho de su padre y se le permitió estudiar. Eran tiempos en los que las mujeres – y más en un medio rural - tenían muy complicado romper los moldes que el modelo social les imponía, a pesar de manifestar brillantez, soltura y eficacia.

          El padre de Manuela, Santiago, desde muy joven se dedicó al comercio. Negociaba con cerdos que vendía a carniceros, hasta que se dio cuenta que los márgenes de esta profesión eran muy superiores a los tratos de comprar y vender los animales vivos. Comprar al por mayor, un cerdo entero y vivo, y vender al por menor, un cerdo troceado y los productos derivados de su matanza, multiplicaba los beneficios. Así que, emprendedor empedernido, estableció su propia carnicería y se buscó personas expertas en la elaboración casera de chorizo, morcillas, curación de jamones, echar lomo en aceite, salazón de tocino, etc. Manuela y sus hermanas se hicieron mañosas chacineras. El trabajo era duro y madrugón, pero con las ganancias y la atinada administración de sus padres, pudieron adquirir una huerta. Sin perderla de vista, pusieron a su cargo a un hortelano que con oficio y trabajo mantenía a su familia y les entregaba cierto dinero al año, un pequeño alquiler. Además Santiago, con su recua de burros, daba salida a todos los productos que elaboraban: vendía por pueblos próximos, visitaba cortijos, ventorros, poblados de mineros,…. Su género era bueno y los precios ecuánimes. Vendió mucho y sus morcillas tuvieron buena fama. De esta forma el ciclo productivo era perfecto: criar cerdos, matanzas casi diarias, producción de embutidos, venta de carnes y de lo elaborado, ahorro de varios años, compra de algún terreno (un solar, una cerca, un pequeño olivar,….). Y vuelta a empezar.

Todo lo anterior para explicar que gracias al trabajo de su padre, Manuela, óptima observadora, conoció bastante bien sus negocios y fue experta en tratar con la gente, aparte de ser una gran cocinera. Santiago, sabio él, le preguntaba algunos pormenores a su hija. Le gustaba escucharla. Se podría decir, sin tapujos, que había dejado atrás a su madre a pesar de su juventud. Era una familia que había vivido mucho en la calle, entre la gente. Algunos les estaban muy agradecidos por lo bien que comían al trabajar con ellos, por pagar algo más y, sobre todo, por el trato esmerado que recibían.

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          Miguel era el séptimo de once hermanos. En su casa nunca faltó de nada pero tampoco sobró. Sus padres, Rafael y Eloisa, eran conservadores, muy clásicos. Rafael siempre tuvo una tienda. Le venía de familia. Sabía leer, escribir y las cuatro reglas. Su establecimiento, propio del ámbito rural, era lo que conocemos por un colmado, un comercio mixto en el que se vendían todo tipo de mercaderías, desde alimentos y bebidas a zapatillas y herramientas. Era un hombre establecido, tranquilo, honrado y trabajador. Esa posición le permitió conseguir ser el delegado local de un conocido banco y concejal en el ayuntamiento. Se podría decir que su posición social sería la de una clase media acomodada.

Eloisa llegó al pueblo como hija del recién destinado médico. Como tal fue sujeta de una esmerada educación, algo rígida y desde luego dentro de la Iglesia Católica, apostólica y romana. Le gustaba vestir bien. Había ido a la escuela y había tenido la oportunidad de aprender algo de música y francés con una institutriz. Sus modales eran refinados y la prudencia su norma. En la calle llamaba la atención por cierta distinción y unos ojazos negros y profundos que no pasaron desapercibidos para Rafael.

          En una casa con once hijos y en aquellos tiempos, Miguel había nacido en 1893, el ambiente era el de un semicuartel con horario fijo para todo y todos. Su padre se pasaba el día entero trabajando y siempre estaba fuera: no era fácil mantener a una familia tan numerosa. Eloisa, su madre, siempre dentro, se ocupaba de comidas, educación, escuela, limpieza, compras, médicos y ropas. Necesitó, a diario, la ayuda de dos mujeres, aunque a veces resultaban insuficientes. Los hijos mayores se fueron haciendo cargo de los pequeños y de atender algunos recados. Un orden muy estricto en la casa, en los comportamientos y en las responsabilidades de cada cual, marcó a Miguel y a sus hermanos. Para algunos, como el caso de Miguel, fue norma de vida; otros optaron por el camino contrario y se desarrollaron como auténticos ácratas.

    Miguel y Manuela se casaron y desde el primer momento fueron independientes de sus padres. Miguel regentaba un buen comercio y un bar que daba comidas. Manuela, era el alma de la casa y desde luego de la cocina. Miguel rígido de pensamiento y de obras, a veces tenía dificultades con algunos clientes, pero allí estaba Manuela con su sonrisa y sus frases cortas para limar asperezas. A veces bastaba su silencio o su mirada. Su inteligencia emocional y su empatía, desbordantes, solucionaban la situación. Era un soplo de aire fresco en medio de incómodos debates. Sus palabras parecían finas gotas de lluvia que aliviaban el secarral que marcan las empecinadas diferencias. Miguel autoritario, Manuela tolerante. Miguel creía en un Dios castigador, Manuela en un Dios lleno de misericordia. Miguel más hablador, Manuela estaba más por la escucha. Miguel muy vehemente, Manuela sosegada. Manuela supo desde el principio que tendría que trabajar a un abrupto Miguel, pero se enamoró de él porque era un hombre honrado, amigo de la justicia, del orden en libertad y que albergaba un tierno corazón. Juntos se equilibrarían. Su instinto le decía que marcharían bien.

          Tuvieron cuatro hijos y lucharon a tope por darles de comer y algo más: siempre fueron conscientes de la importancia de su educación, entendiendo por ello formación en la escuela y respeto a la gente, a las cosas y a Dios. Se esforzaron muchísimo por sembrar en su interior unos valores cristianos y una cultura social sensible con los débiles, con aquellos que no habían tenido sus mismas oportunidades. Miguel les repetía a sus hijos, hasta la saciedad, el privilegio que tenían al poder disponer de botas en invierno, mientras que otros niños iban con alpargatas y con los pies mojados. Incluso otros descalzos. Había mucha necesidad. A los casos más críticos de estas pobres familias les fiaba en su tienda y a otros, en ocasiones, no les cobraba.

          Las cosas iban bien para Manuela y Miguel con las complicaciones propias de una familia en un pueblo andaluz, de ámbito rural y minero, con cuatro hijos y una tienda con bar.

La cuestión religiosa surgida en la Segunda República vino a enturbiar la tranquilidad de la familia. Para una persona como Miguel, educado en la ortodoxia católica y ambiente conservador, fue muy difícil de asimilar, por no decir imposible, la separación radical entre la Iglesia Católica y el Estado, tal como recogió la Constitución de 1931. España no tenía religión oficial (Art 3) y se prohibieron los colegios de las órdenes religiosas (Art 26), que luego se desarrollaría, en 1933, por la Ley de Congregaciones Religiosas. Pocas semanas después de haberse proclamado la Segunda República, se produjo la quema de conventos – entre el 10 y el 13 de mayo – primer conflicto grave de orden público que tuvo que enfrentar el recién nacido régimen. Decenas de edificios religiosos ardieron en parte o por completo, se destruyó patrimonio eclesial, cementerios de conventos fueron profanados, murieron varias personas y otras resultaron heridas. A Miguel todo esto le produjo una enorme desazón. Lo entendió como un mal presagio. ¿Qué estaba pasando? Para una persona de orden como él le costaba entender ese brote de violencia.

Lo anterior fue definitivo para la progresiva radicalización de Miguel, militante de Acción Católica. Esta institución, fundada en 1922, fue consolidada por Pio XI en 1931 para evitar la aniquilación del apostolado seglar por el régimen fascista de Mussolini. Fue la respuesta del Papa por haber decretado "Il Duce” la disolución de cualquier asociación juvenil distinta de las ligadas al partido único. Acción Católica agrupaba a los fieles bajo la jerarquía episcopal para recristianizar la vida pública y combatir la influencia del laicismo. Miguel se reafirmó en sus convicciones: se agarró a ellas porque estaba convencido de su validez.

En abril de 1931 se funda Acción Popular, partido español confesional católico. En su pueblo Miguel frecuentaba sus mítines y no ocultó nunca su devoción por estas siglas. La fundación de Falange Española en octubre de 1933 fue otra de sus referencias pues simpatizó con este movimiento desde sus inicios y le sirvió para identificarse con un grupo de personas del pueblo, todas de derechas y católicas en mayor o menor grado. Miguel tiene 40 años. La ideología de Falange era un fascismo a la italiana, pero con un rasgo propio: su catolicismo.

          Miguel tenía bastante claro lo que significaba ser católico en la España de 1930: su madre le había enseñado a rezar, a bendecir la mesa. Hizo, por supuesto, la Primera Comunión. Se casó por la Iglesia, iba a misa los domingos y fiestas de guardar, todos sus hermanos fueron bautizados lo mismo que sus hijos y el cura era una autoridad local. Había apuntado a todos sus hijos a la catequesis de los sábados y había recogido firmas en el pueblo para protestar contra los apedreos de que eran objeto por asistir a un acto pro-religión. Era amigo de procesiones, de la Semana Santa y de la Navidad y disfrutaba colocando juguetes en el balcón de su casa el día de los Reyes Magos. Por las noches daba gracias a Dios y rezaba un Padre Nuestro antes de ir a dormir, como cuando era niño. Por medio de la tienda practicó actos de caridad anotando, en ocasiones, la mitad de lo comprado por familias muy pobres. Su mujer, Manuela, era el alma mater de la casa. La respetaba y la quería. Se quejaba de que le reñía más de la cuenta, según él, sin motivo.

          La palabra fascismo no sabía bien lo que significaba porque Miguel no tenía estudios, pero su origen familiar entre conservadores, sus opiniones en blanco y negro, su posición social (industrial) y su círculo de amistades le hicieron caer en las proximidades de ese territorio, aunque su verdadera y fundamental ancla fue siempre su religión, la religión de sus padres y de sus abuelos.

          Como expresión de su ideología de derechas bastante conservadora fueron sus manifestaciones en favor de la dictadura de Primo de Rivera (1923 -1930) y su disgusto cuando este cansado, abandonado y enfermo dimitió en enero de 1930. Para colmo su casa estaba cerca del cuartel de la Guardia Civil. Conocía a todos los guardias porque eran clientes del bar. A veces fue su confidente de necesidades y problemas y a alguno, incluso, llegó a prestarle dinero, por supuesto sin interés.

          Analizando el cúmulo de circunstancias que rodearon la vida de Miguel se llega a la conclusión de que estaba predestinado a ser una persona muy amante del orden, conservadora, defensor acérrimo de la Iglesia Católica y con cierta sensibilidad social. Nunca perteneció a los ricos del pueblo ni al círculo de caciques, aunque la vida y los esfuerzos familiares lo incluyeron en una clase media acomodada.

          Su tienda era frecuentada por familias de obreros, mineros, trabajadores agrícolas y gente de clase media. Miguel tenía una libreta donde anotaba las deudas. Muchos debían cuentas atrasadas que iban pagando, poco a poco, por semanas. Al bar iba algún maestro de escuela, los guardias, representantes, viajantes, camioneros, etc…Los platos que preparaba Manuela eran excelentes, abundantes y a muy buen precio. Varias veces a la semana en la puerta de su casa le dejaban pescado fresco venido desde Barbate. El negocio tenía buenos pilares, entre otros las doce o catorce horas diarias que él y su esposa le dedicaban.

          Miguel nunca fue de clase alta, era un trabajador por cuenta propia, un autónomo que nunca los obreros tomaron por uno de los suyos … un padre de familia católico, apostólico y romano. Nunca hizo daño a nadie, nunca explotó a ningún trabajador …. pero le gustaba definirse, prefería las cosas muy claras, por eso el 18 de julio de 1936 tomó partido por la sublevación, seguramente pensando en un golpe parecido al que dio Primo de Rivera, pero se equivocaba: ni el escenario político de 1923 era el de 1936 ni Franco era Primo de Rivera….. meses antes  había sido detenido por dar vivas a la patrona de su pueblo en mitad de la calle. Estaba prohibido. La religión sólo podía manifestarse en los templos o en las casas.

Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Durante años Miguel había ido dando pasos hacia un destino fatal y trágico, hacia un precipicio mortal. En agosto de 1936 Miguel, tras unos días en la cárcel del pueblo, fue cobardemente asesinado junto a otros vecinos después de darle el famoso paseo. A España la esperaban tres horrorosos años de Guerra Civil.

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          Es aquí donde empieza la historia que permite calificar estas líneas como un relato para la esperanza, porque cuando Manuela se queda sin marido es la parte que más nos interesa. Las líneas anteriores conforman el escenario que nos permitirá comprender lo que sigue:

Tenemos una Manuela destrozada por dentro, viuda con 39 años, tres hijos menores de edad y otro movilizado en bando nacional. Imposibilidad total para seguir con el negocio y viven en zona roja. Tampoco es verosimil la recuperación del cuerpo de su marido ni de ninguno de los asesinados. Y es ahí donde aparece la grandeza del espíritu humano y la tremenda fortaleza de Manuela. La noticia de los fusilamientos ha recorrido el pueblo. Personas de derechas y de izquierdas no dan crédito a lo sucedido. Al parecer han tenido mucho que ver mineros llegados de otras latitudes. La gente habla de algunos de Linares puestos de acuerdo con algunos del pueblo. Muchas personas acuden a casa de Manuela y a todos les dice lo mismo: “Mi Miguel llevaba muchas papeletas y le ha tocado la lotería. Todo esto es una lotería. Había comprado muchas papeletas y le tocó el mayor premio de la rifa. No queda otra salida que perdonar y olvidar”. No hacía ni veinticuatro horas…. El personal se queda estupefacto. No saben qué decir. Esperaban una Manuela rabiosa, encabritada, …. Una Manuela que gritara asesinos, hijos de la g….p…., salvajes, cobardes, manada de lobos hambrientos de sangre inocente, malditos… Manuela con sus tres hijos alrededor solo llega a decir…"Ha sido una lotería. Llevaba muchos números….Perdonar y olvidar”. Desde el minuto uno su pecho no albergó ni un segundo de odio. Seguramente no tenía muchas fuerzas y las pocas que retenía las usó para intentar animar a sus hijos y explicarles tranquila la ausencia de su padre.

          Vecinos y clientes de derechas e izquierdas fueron a darle el pésame. Unos le llevaron comida, otros liquidaron las deudas que estaban apuntadas en la libreta azul de tamaño octavilla con letra y lápiz de Miguel. Fueron muchos los que lloraron la pérdida de Miguel y lágrimas de izquierdas y derechas se juntaron en los mismos pañuelos. Pero ¿Cómo? ¿Por qué?... Si Miguel no perjudicó a nadie, tenía sus cosas como todo el mundo pero ¿qué hizo para que lo mataran? Manuela, compungida y llorosa replicaba: “Son cosas de la guerra”. “Perdonar y olvidar”. En esto un familiar, creyendo consolarla, le susurró al oído: “Ya llegarán los nuestros y tendremos venganza”. Manuela abrió los ojos, la miró con coraje y apretando los dientes le respondió inflexible: “Eso nunca. ¿Me entiendes?, nunca”. Pero….algo habrá que hacer, le respondió la otra. “Perdonar y olvidar es la única salida” le dijo dándole un par de suavecitos toques en la mano.

          A Manuela, vecinos y familiares, la ayudaron durante varios meses. Muchos querían mostrarle su cariño y solidaridad. Personas de la izquierda, avergonzadas por lo ocurrido iban a verla anochecido. Familiares y gente de derechas lo hacían a cualquier hora del día, pero sin señalarse mucho. Manuela les rogaba que no fueran a verla porque eso suponía un riesgo para sus propias familias. Manuela estuvo agradecida, especialmente, a una familia socialista que por la parte posterior de la casa, por el patio, le hacía llegar alguna cosa de comida. También a un carnicero que controlaba el racionamiento de carne: siempre guardó un trozo para su hijo que, empujado en la cola por hijo de fascista, lo relegaban al último lugar tras varias horas de espera.

          Con el apoyo y ayuda de los vecinos y amistades y – fundamentalmente – de su padre, Santiago, ya viudo, Manuela pasó unos meses hasta que pudieron pasarse a zona nacional donde recibieron todo tipo de auxilio como viuda de guerra con tres hijos menores. Tuvo noticias de que al dejar su casa, esta fue saqueada. Se lo llevaron todo, todo, todo. Además de los muebles y su cuidado ajuar reunido con los años, arrancaron puertas y ventanas: cuentan que hasta los azulejos de la cocina. Al parecer las paredes no tenían ni las alcayatas en las que un día se colgaron sus cuadros. Manuela ante estas noticias de execrables desmanes callaba y repetía: “Son cosas de la guerra. Las guerras vuelven locas a las personas”.

          El tiempo pasó y Manuela luchó por sus hijos lo indecible. Trató con sus escasos medios económicos, pero con gran sabiduría en sus palabras, de que sus hijos salieran adelante. Sobre todo entendió que la guerra pasó y que la envidia, el odio, el rencor y el resentimiento no debían de ser moneda de cambio en la postguerra. Lo que pasó, pasó. Su radio de acción no superaba a su familia, pero en su presencia nuca se habló de la guerra civil. Sus hijos se emanciparon. Manuela guardó silencio hasta su muerte. Con su padre, su hermana, cuñado y sobrinas vivió tranquila. Al menos aparentemente, a pesar de que el cuerpo de Miguel quedó en las profundidades.

          Un vecino allegado comentó que con motivo de la designación de su hijo mayor como alcalde del pueblo Manuela lo llamó y le hizo la siguiente recomendación: “Como yo me entere de que te vales de tu puesto de alcalde para tomar represalias contra aquellos que tuvieron que ver algo con la muerte de tu padre, me harás la mujer más desgraciada de la Tierra”. Habían pasado casi treinta años desde la finalización de la guerra incivil española, pero Manuela seguía manteniendo lo mismo que dijo al siguiente día del despiadado crimen. Su espíritu fue un terreno infértil para todos aquellos que intentaron sembrarle odio y resentimiento. 

    Por todo lo contado el ejemplo de Manuela forma parte de estos Relatos para la Esperanza. A mi entender es una vacuna contra la intolerancia, la envidia, los odios y el resentimiento. Es una vacuna contra la división, los enfrentamientos y contra la posesión de la verdad. Hay actitudes humanas que marcan el camino del encuentro hacia los otros, los diferentes, los que no piensan como nosotros y Manuela, sin estridencias, sin ruido y en silencio, marcó el suyo. Estamos seguros que otras madres y esposas de muertos en la izquierda y en la derecha marcaron el mismo rumbo que Manuela: Perdonar y olvidar porque fueron cosas de una guerra incivil entre hermanos.

 


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