Ayer eché una carta. Era una carta comercial, con dirección impresa y en el lugar del sello podía leer “a franquear en destino”. Pero era una carta con la dignidad íntegra: encerraba palabras, un mensaje, una respuesta que alguien esperaba recibir. Tener que echarla era mi obligación. ¡Era lo correcto! Una experiencia inusual en los tiempos de la digitalización googleliana.
En principio, aquello de
la carta, retomo el hilo, me resultó algo raro, pero como de joven escribí y envié
bastantes cartas, solo tenía que recordarlo. Aparte del papel, bolígrafo,
comprobar el franqueo, lengüetear el sobre con cuidado y, finalmente, encontrar
un buzón, escribir necesita una actitud de esfuerzo, de cierta entrega y una
concentración, aunque sea mínima, para justificar los motivos que explican el
envío.
Con tanto correo
electrónico, tanto whatsapps y tanto móvil había casi olvidado la ubicación de
los buzones en la ciudad. Entre mi desmemoria y la falta de costumbre me
resultó difícil localizar donde podría haber uno. Se me ocurrió poner en Google:
buzones de correos en Pradolandia. Me salió un buscador de oficinas de idem, pero nada sobre la ubicación de los buzones. Entonces me afirmé en que nadie es perfecto
¡Ni siquiera don Google! Definitivamente, la perfección no existe por mucho que se
diga en las redes sociales para mostrar acuerdo o contar un viaje.
Vuelvo a retomarme. Cogí la
carta. Me aseguré de que estaba bien cerrada y dirigí mis pasos a la oficina de
correos más próxima. Al ser por la tarde estaba cerrada. La existencia de una
potente mensajería privada, ante una debilucha red pública de correos, ha
ganado la partida: ha provocado el cierre de oficinas y la reducción drástica del
servicio. Pienso que la crisis –siempre hay una, sea social, económica o
sanitaria- también habrá tenido algo que ver. Recuerdo que un funcionario me
explicó -hace ya algunos años- que las oficinas pueden recoger cartas en la
mano, pero que los buzones se quitaron de allí: Resulta que hay gente desquiciada
que dedica su tiempo a depositar en ellos materiales ardiendo, con el peligro
que esto supone para toda la dependencia. Y es que hay gente “pa tó”. En
la calle, si arde un buzón, sólo será el buzón y el contenido, que tampoco obrará
graves daños, dado el uso extendido de los nuevos sistemas de comunicación.
Rebuscando caminos en la tarde, y en mi cerebro, orienté mis pasos y mi memoria. Recordé que junto a la imprenta-librería del Pozo Viejo, en la calle Cumbre, habitaba un silencioso buzón a la sombra de un árbol. Seguía allí, redondo y amarillo, con su ranura horizontal. Su altura, no más de metro y medio, no había crecido y con su tejadillo parecía la casita de un cuento. Esa ranura, protegida por una especie de visera giratoria, era determinante: Similar a una ventana al mundo, aquella boca metálica actuaba como un cordón umbilical: su conexión al exterior, su relación con el gran público. Un buzón sin ranura perdería su naturaleza y toda su utilidad. Sería otra cosa: quizás un monumento, un adorno urbano, un enser viejo sin interés. Realmente lo que da personalidad al buzón es su ranura.
Su verticalidad me hizo
imaginar un buzón sembrado que buscaba la luz. Sus frutos podrían ser las
cartas custodiadas que, una vez recogidas, recorrerán kilómetros dispersándose
por el mundo buscando sus destinos. Los buzones también tienen sus sentimientos
y hoy están algo más tristes que hace unos años. Las nuevas tecnologías los han
hecho sentirse casi inútiles. Los carteros, a modo de parteros, sacan de sus
entrañas todo tipo de sobres con aires de rutina vestida de indiferencia. Al
desconocer la información que encierran no parecen valorar sus variopintas confidencias. Los buzones tratan de soportar su devenida soledad y su aislamiento con ánimo
y esperanza, aunque todo parece indicar que su futuro estará en un rincón de
algún museo etnológico o en un viejo almacén.
Llegué al buzón y su
ranura parecía sonreírme como un emoticono gigantesco. Es como si me
reconociera. Como si descubriera a un viejo y conocido amigo. Me deja levantar
su chirriante tapa y lentamente deposito mi carta. Entro en su interior. Mis
manos detectan una rampa. Rastreo la posibilidad de que la carta se haya
quedado ella. Siento que el buzón recrimina mi desconfianza y mi poca fe en sus
diseñadores. La verdad es que temo que mi carta, permanezca atascada en ese
pequeño túnel inclinado y caiga en manos diferentes a sus destinatarios.
Me alejo. El buzón sigue
allí, a media luz bajo los grandes árboles. Comienza a lloviznar, fenómeno que
afronta con firme indiferencia. Me siento bien tras confiarle mi carta y saber
que, por ahora, mañana y pasado él seguirá por allí. El buzón de todos, mi
buzón. Depósito metálico acogedor de sueños, custodiador vital de vastas
esperanzas, recipiente amarillo de duelos y quebrantos ¡Gracias! ¿Qué me dirías
si pudieras hablar?