"La niñez genera vaho en las miradas"
Zapatero (Alcaracejos, 1960). Gentileza de GOVAL |
Eufemio era un buen zapatero, de
esos que hacían zapatos artesanales y echaban medias suelas sacadas de la rueda
de un coche. Cuando las ruedas estaban fabricadas con caucho y capas de textil
se podían adaptar y ser cosidas. ¡Eso era reciclar! Ahora, en los nuevos
neumáticos hay hilos de metal que impiden su costura. Las abarcas – o albarcas
- que al parecer nacieron en Menorca, tuvieron su reflejo en los Pedroches,
pero se interpretaron como una media bota que cubría todo el pie. Bastas y
protectoras, muy propias para tareas del campo, sobre todo en invierno. Aparte
de reparar cualquier tipo de bota, zapatito de niño o poner unas tapas en botín
de mujer, Eufemio hacía unas abarcas estupendas, a conciencia. Estaba
ocupadísimo y no podía atender sus muchas peticiones. ¡¡Era un profesional!!
Como tal siempre tardaba más de lo que decía, mientras ponía algún nombre en la
suela a arreglar para saber el dueño. Emparejaba suelas con propietarios.
Su casa era una más de las
tradicionales de Alcaracejos. Los cuatro lados de la puerta de entrada eran las
jambas, el dintel y el umbral. Todo granito. A modo de columna vertebral de la
casa, el pasillo central empedrado, por si los animales pasaban a las cuadras
del patio. Aún recuerdo los golpes, a modo de música rural, que las herraduras causaban
contra el suelo. Eufemio colocó su taller entrando a la derecha, primera
habitación. La acrisolada bóveda de arista, típica en Los Pedroches, convertía
el habitáculo en un templo civil. Las paredes, blanquísimas. En la izquierda, una
estantería, por exceso de peso, edad, o mala fijación luchaba impotente contra
la gravedad y se inclinaba visiblemente a la derecha. El zapatero se sentaba en
frente de la puerta. Aunque una lámpara colgaba del centro de la bóveda, la luz
que entraba desde el exterior, por la ventana cómplice en su lado derecho, le
permitía trabajar sin gasto de electricidad, al mismo tiempo que, de reojo, exploraba
la calle: veía y no era visto. ¡Qué sería de nosotros sin las ventanas!, universales
ojos en cualquier edificio. La reja era sencilla: seis hierros verticales sujetos
por dos en perpendicular.
La mesa, elemento central
imprescindible, era una pieza artesanal y basta: maderas gruesas, poco
pulimentadas, oscura de color y patas inclinadas hacia dentro, al reforzar su
sujeción unas tablas, a modo de escuadra, en las esquinas superiores. Tenía un
cajón que miraba al zapatero y del que los clientes solo pudimos ver su parte posterior.
El tablero demasiado pequeño, nunca supe por qué, estaba dividido en corralitos
llenos de todo lo que un zapatero pueda necesitar con más urgencia.
La silla de Eufemio era de madera
con culo de enea, bajita, a juego con la mesa, prima hermana de aquellas que se
usaban para sentarse al calor de la lumbre. Esa proximidad al suelo facilitaba
que las rodillas del artesano, tapadas por el mandil, sobresalieran en el
horizonte de la mesa. Dada la pequeñez del tablero y lo invadido que estaba, las
rodillas eran una continuación, una segunda mesa de trabajo. Casi todo lo hacía
sobre ellas.
El suelo, en aquella habitación
de “tresporcuatro”, estaba lleno de
zapatos arreglados y por arreglar, herramientas variadas, retales de cuero,
hormas de madera que daban cierto yuyu, sandalias, botas, cajas de cartón, ….todo
ello envuelto en una atmósfera de olor a pegamento, tintes, cuero, metal… Al
entrar en ese taller mágico, la mezcolanza de aquellos seductores aromas te
transportaba a otro mundo, a un impalpable escenario al que tú pertenecías por
elevarte de un suelo de color verde aceituna con losas de vino tinto, comparable
a un tablero de ajedrez, pero en colores.
En mi niñez, pasaba las horas
muertas viendo trabajar a Eufemio. De su pequeña habitación me gustaba todo: el
olor, las herramientas, su mesa, los caprichosos recortes de cuero y la variada
colección de cachivaches allí acumulados. Me entusiasmaba verlo cuando daba
cerote[1] a los hilos de algodón, o
de cáñamo, para protegerlos de la humedad y de los hongos. “El hilo encerado
es mucho más resistente, da fortaleza a los nudos y las puntadas las hace más firmes”,
decía. La imagen de Eufemio era la de un personaje escapado de un cuento: gafas con montura de alambre, cristales ovalados muy pequeños – quizás fueran de cerca
pues miraba por encima de ellos – rostro a medio afeitar, pelo escaso, corto y
gris, camisa clara arremangada y un delantal de cuero, estampado por la mancha de los tintes, que colgaba de su cuello y
se amarraba detrás, por la cintura. De carácter bondadoso y entrañable, hablaba
muy poco. Nunca te echaba de allí, te permitía mirar y observar su intimidad
profesional. A lo más te decía: “Tus padres pueden estar esperándote…” Tenía
los ojos claros, mirada limpia, sus manos eran ágiles y su espalda encorvada por
el tanto mirar las prendas que arreglaba. Aquel cuarto era la pura estampa del
desorden…pero Eufemio siempre terminaba por encontrar aquel zapato suelto o, en
su caso, la pareja completa que a veces amarraba si llevaban cordones…..”Que me
ha dicho mi madre que le ponga a estas botas medias suelas de rueda”, “Que si
están arreglados los zapatos que traje…. Estaban descosidos solo por las
punteras”, “Que tinte estos zapatos de color negro… es que ha muerto mi abuela”
“Que si puede usted hacer dos agujeros más en este cinturón” “Que si puede
meter la horma en estos zapatos que le aprietan un poco”…. En apariencia, Eufemio
nunca tenía prisa, era un hombre calmado. Ahora, con las gafas del tiempo de
los setenta años, recuerdo a una persona limada por la vida, adivino en su cara
cierta resignación. Sus pasos cortos y ligeros – algo titubeantes – susurraban
quizás un apoyo, una ayuda, que nunca requirió y yo no supe darle, sin duda por
mi edad. Hoy después de tanto tiempo, bañado en mi nostalgia, llego a la
conclusión, con cierta incertidumbre, que Eufemio era un hombre triste relleno de secretos y que, por aquí y ahora, nunca conoceremos porque un muerto solo
puede ser escuchado por otro muerto.
[1] Mezcla
de pez y cera que usan los zapateros para encerar los hilos con los que cosen
el calzado.