28 noviembre 2021

Un prodigioso zapatero

 "La niñez genera vaho en las miradas"

Zapatero (Alcaracejos, 1960). Gentileza de  GOVAL

               Eufemio era un buen zapatero, de esos que hacían zapatos artesanales y echaban medias suelas sacadas de la rueda de un coche. Cuando las ruedas estaban fabricadas con caucho y capas de textil se podían adaptar y ser cosidas. ¡Eso era reciclar! Ahora, en los nuevos neumáticos hay hilos de metal que impiden su costura. Las abarcas – o albarcas - que al parecer nacieron en Menorca, tuvieron su reflejo en los Pedroches, pero se interpretaron como una media bota que cubría todo el pie. Bastas y protectoras, muy propias para tareas del campo, sobre todo en invierno. Aparte de reparar cualquier tipo de bota, zapatito de niño o poner unas tapas en botín de mujer, Eufemio hacía unas abarcas estupendas, a conciencia. Estaba ocupadísimo y no podía atender sus muchas peticiones. ¡¡Era un profesional!! Como tal siempre tardaba más de lo que decía, mientras ponía algún nombre en la suela a arreglar para saber el dueño. Emparejaba suelas con propietarios.

               Su casa era una más de las tradicionales de Alcaracejos. Los cuatro lados de la puerta de entrada eran las jambas, el dintel y el umbral. Todo granito. A modo de columna vertebral de la casa, el pasillo central empedrado, por si los animales pasaban a las cuadras del patio. Aún recuerdo los golpes, a modo de música rural, que las herraduras causaban contra el suelo. Eufemio colocó su taller entrando a la derecha, primera habitación. La acrisolada bóveda de arista, típica en Los Pedroches, convertía el habitáculo en un templo civil. Las paredes, blanquísimas. En la izquierda, una estantería, por exceso de peso, edad, o mala fijación luchaba impotente contra la gravedad y se inclinaba visiblemente a la derecha. El zapatero se sentaba en frente de la puerta. Aunque una lámpara colgaba del centro de la bóveda, la luz que entraba desde el exterior, por la ventana cómplice en su lado derecho, le permitía trabajar sin gasto de electricidad, al mismo tiempo que, de reojo, exploraba la calle: veía y no era visto. ¡Qué sería de nosotros sin las ventanas!, universales ojos en cualquier edificio. La reja era sencilla: seis hierros verticales sujetos por dos en perpendicular.

               La mesa, elemento central imprescindible, era una pieza artesanal y basta: maderas gruesas, poco pulimentadas, oscura de color y patas inclinadas hacia dentro, al reforzar su sujeción unas tablas, a modo de escuadra, en las esquinas superiores. Tenía un cajón que miraba al zapatero y del que los clientes solo pudimos ver su parte posterior. El tablero demasiado pequeño, nunca supe por qué, estaba dividido en corralitos llenos de todo lo que un zapatero pueda necesitar con más urgencia.

               La silla de Eufemio era de madera con culo de enea, bajita, a juego con la mesa, prima hermana de aquellas que se usaban para sentarse al calor de la lumbre. Esa proximidad al suelo facilitaba que las rodillas del artesano, tapadas por el mandil, sobresalieran en el horizonte de la mesa. Dada la pequeñez del tablero y lo invadido que estaba, las rodillas eran una continuación, una segunda mesa de trabajo. Casi todo lo hacía sobre ellas.

               El suelo, en aquella habitación de “tresporcuatro”, estaba lleno de zapatos arreglados y por arreglar, herramientas variadas, retales de cuero, hormas de madera que daban cierto yuyu, sandalias, botas, cajas de cartón, ….todo ello envuelto en una atmósfera de olor a pegamento, tintes, cuero, metal… Al entrar en ese taller mágico, la mezcolanza de aquellos seductores aromas te transportaba a otro mundo, a un impalpable escenario al que tú pertenecías por elevarte de un suelo de color verde aceituna con losas de vino tinto, comparable a un tablero de ajedrez, pero en colores.

               En mi niñez, pasaba las horas muertas viendo trabajar a Eufemio. De su pequeña habitación me gustaba todo: el olor, las herramientas, su mesa, los caprichosos recortes de cuero y la variada colección de cachivaches allí acumulados. Me entusiasmaba verlo cuando daba cerote[1] a los hilos de algodón, o de cáñamo, para protegerlos de la humedad y de los hongos. “El hilo encerado es mucho más resistente, da fortaleza a los nudos y las puntadas las hace más firmes”, decía. La imagen de Eufemio era la de un personaje escapado de un cuento: gafas con montura de alambre, cristales ovalados muy pequeños – quizás fueran de cerca pues miraba por encima de ellos – rostro a medio afeitar, pelo escaso, corto y gris, camisa clara arremangada y un delantal de cuero, estampado por la mancha de los tintes, que colgaba de su cuello y se amarraba detrás, por la cintura. De carácter bondadoso y entrañable, hablaba muy poco. Nunca te echaba de allí, te permitía mirar y observar su intimidad profesional. A lo más te decía: “Tus padres pueden estar esperándote…” Tenía los ojos claros, mirada limpia, sus manos eran ágiles y su espalda encorvada por el tanto mirar las prendas que arreglaba. Aquel cuarto era la pura estampa del desorden…pero Eufemio siempre terminaba por encontrar aquel zapato suelto o, en su caso, la pareja completa que a veces amarraba si llevaban cordones…..”Que me ha dicho mi madre que le ponga a estas botas medias suelas de rueda”, “Que si están arreglados los zapatos que traje…. Estaban descosidos solo por las punteras”, “Que tinte estos zapatos de color negro… es que ha muerto mi abuela” “Que si puede usted hacer dos agujeros más en este cinturón” “Que si puede meter la horma en estos zapatos que le aprietan un poco”…. En apariencia, Eufemio nunca tenía prisa, era un hombre calmado. Ahora, con las gafas del tiempo de los setenta años, recuerdo a una persona limada por la vida, adivino en su cara cierta resignación. Sus pasos cortos y ligeros – algo titubeantes – susurraban quizás un apoyo, una ayuda, que nunca requirió y yo no supe darle, sin duda por mi edad. Hoy después de tanto tiempo, bañado en mi nostalgia, llego a la conclusión, con cierta incertidumbre, que Eufemio era un hombre triste relleno de secretos y que, por aquí y ahora, nunca conoceremos porque un muerto solo puede ser escuchado por otro muerto.



[1] Mezcla de pez y cera que usan los zapateros para encerar los hilos con los que cosen el calzado.

Papel de calco

 

Cuando éramos niños, los malos en dibujo, calcábamos todo tipo de hojas, animales, caras o dedos de la mano y el pie. Tenías que hacerlo con mucha rapidez mientras el maestro ocupaba su tiempo y su atención en otros compañeros. Colocabas el original sobre el cristal de una ventana, encima la libreta de rayas y con el lápiz perfilabas, al menos, la forma, el exterior. La sombra era otra cosa. Bajo una intensa sensación de fraude parecía que, al limitar el continente, el contenido no era tan importante. Copiar en vertical era bastante incómodo y hacerlo en horas de clase, a la vista de todos, podía ser peligroso. Entre el chivato de turno, llamador de atenciones, y la experiencia del maestro, cualquiera de los dos, podían arruinarte la nota y parte de la tarde. Aparte del suspenso y la mala conciencia estaba la sanción de repetir sin truco el dibujo de marras y emplear horas extras que salían de tus ratos de juego.

               En casa, el copieteo era más natural y en general más fácil: con el flexo, el cristal de la mesa y la tranquilidad que daba la ausencia de testigos, el pulso no bailaba y crecía la atención. Cometías los errores intencionadamente para que tu obra pareciera realmente tuya. Recuerdo que mi técnica gravitaba en trazar contornos paralelos, más pequeños o más grandes que el del original. Así, al superponerlos, las coincidencias brillaban por su ausencia. Ese trabajo a escala unido a deslices forzados escondía la triste realidad de no saber pintar, pero salí del paso.

               Con el tiempo mi padre se empeñó en que aprendiera a escribir con la máquina. Mira que lo intentó, pero mi espíritu caótico y mi escasa dedicación frustraron el intento para desdicha mía: aún hoy necesito mirar el teclado[1] y escribo con cuatro dedos, lo que me hace perder una enormidad de tiempo y cometer excesivos errores. Tengo que reconocer que mi contacto con la máquina de escribir fue una relación de odio más que de amor pues me quitaba tiempo para jugar y mis fallos, por falta de atención, desinterés o prisa, quedaban señalados hasta la eternidad: entonces no había tipex ni de cinta ni líquido y para corregir remarcabas encima del error la letra verdadera y quedaba una mancha bastante indescifrable. Mi padre silueteó mis manos en un papel en blanco y escribió dentro de cada dedo las letras a golpear, pero sirvió de poco. Aprendí algunas palabras como tabulador, carro, bloqueamayúsculas, marginador, barra espaciadora, tecla de retroceso,…. pero no conseguí mecanizar ni mis manos ni mi mente. Aquel método, aunque eficaz, resultó ser para mí como un bozal mental. Me llamó mucho la atención lo del papel de calco, contenedor de infinitos escritos superpuestos. Ese sencillo efecto multiplicador que te permite el papel de calcar me dejó tan fascinado que, después de más de cincuenta años, le ha dado nombre al blog donde pretendo ejercer de aprendiz de las letras. De alguna forma entiendo que, al escribir, calco lo que refleja mi cerebro, aunque no sea un duplicado exacto ni la pantalla esté compuesta de papel, pero me agrada la metáfora. Al final, este sistema digital, permitirá difundir copias ilimitadas como si fuera un mágico papel para calcar.

El papel de calcar, como las hojas tiene su haz y envés; como la vida, tiene su cara y cruz, encierra -silencioso - multitud de palabras que su tinta fusiona y permite la replica de páginas idénticas enteras. Es lo que más me llama la atención: fue una sencilla hoja de papel ahorradora de tiempo, pero su hora pasó y es pieza de museo.

Hacer literatura me parece difícil: es pura creación reservada a los dioses, pero desde mi vida y mi experiencia, con mis fallos y aciertos, es lo que modestamente intento.




[1] El teclado QWERTY es la distribución de teclado más común. Fue diseñado y patentado por Christopher Sholes y vendido a Remington en 1873.