Para Cristina Sabariego
El
autobús salió de su estación. Eran las seis de la tarde en la ciudad Amapola
cuando el chófer inició la marcha atrás para salir del parking. Tras la falsa
óptica del cristal de las ventanillas aparecían los rostros desfigurados de los
viajeros. Rostros de indiferencia ante el imperativo del viaje, como
conformándose, rostros de resignación. En el interior, adolescentes fijos en la
pantalla del móvil. Algunas manos se agitan en el aire hacia izquierda y
derecha en modo de saludo que despide. Medio lleno de gente, el bus avanza
hacia la puerta de salida. Desde el andén, familiares y amigos, salen de la
estación. Buscan el resto de la ciudad. El ambiente es frío y húmedo. Una ligera
brisa fresca se cuela por los enormes huecos que son las puertas de entrada y
salida de esas enormes habitaciones rodantes que son los autobuses. Los
guardias de seguridad, con aparente despreocupación, observan al personal que
la estación cobija. Da igual viajero que familiar o amiga: para ellos todos los
transeúntes son posibles sospechosos de algo. Por supuesto de robos. Han visto
de todo y no se fían. Aún recuerdan el incidente del hombre trajeado robando la
maleta de una abuela. A no ser por su nieto, que dio la voz de alarma, nunca
más la hubiera vuelto a ver. Al detenerlo, el hombre encorbatado dejó muy claro
que sólo pretendía ayudar a la anciana: solamente intentaba colocar la maleta
en los bajos del saure. Tuvieron que soltarlo.
El
bus dobló la esquina buscando la avenida. Era una tarde gris, de otoño, propia
de un noviembre nublado que amenazaba lluvia. Las nubes en el cielo pugnaban
por tapar el débil sol y empezaba a llover. El conductor, con un gesto
mecánico, accionó la palanca y puso a trabajar los limpiaparabrisas para barrer
la lluvia. María iba sentada en la primera fila y tuvo la impresión de que un
telón de agua se descorría ante ella. El vasto ventanal delantero del bus era
como una gran pantalla de cine de verano, un enorme escenario que mutaba al
instante: un gran edificio azul, el parque, un bar de tapas, la entrada de un
hotel, los letreros del super,… todas vistas normales que la altura del bus
transformaba en insólitas. Al fin y al cabo la elevación modificaba la vista y
la curiosidad.
El
conductor apagó las luces del interior y puso una película española pulsando en
el teclado del CD. Los vídeos ya brillaban por su ausencia. La luz del semáforo
tiñó de rojo las caras de la gente a medida que el bus menguaba su velocidad. Pasaban
sobre el viejo puente cuando María tocó el botón del whatsapp del grupo de
compañeras del Colegio Mayor. En dos
horas nos vemos, les dijo después de enviarles unas fotos del paseo que
había dado por la sierra.
Las
luces de la ciudad quedaron atrás. La autovía presentaba poca circulación. El
ambiente dentro del bus era relajado y silencioso. Sólo alguna curva o algún
adelantamiento alteraban la normalidad de la marcha. Algunos dormían. Nadie se
fijaba en nadie.
Después
de media hora de viaje el autobús abandonó la autovía. María se percató de la
maniobra pero no dijo nada. Le habían asegurado que el viaje era directo entre
Amapola y Rosagrande. Alguna razón habría para que el conductor tomara esa
desviación. Algún imprevisto quizás. El autobús estaba entrando en Las Viñas
del Puerto sin tener que entrar. Su conductor callejeó algo más de la cuenta,
todo resultaba un poco extraño. Parecía no conocer muy bien a dónde iba y
tampoco lo que estaba buscando. Se metió por una calle con poca luz. No era muy
ancha. Tuvo que tener conciencia de haberse confundido porque intentó dar la
vuelta, pero la longitud del bus no se lo permitió. Asumió seguir hacia
delante, pasó un cruce, siguió recto y la calle de repente se empinó. Estaba
perdido. María estaba inquieta porque no comprendía lo que estaba pasando y todo
aquello retrasaba la hora de llegada. Le puso un whatsapp a su madre para
contarle que estaban perdidos en un pueblo en el que no tenían que estar. Su
madre la tranquilizó comentándole que, a veces, los autobuses pasan a recoger a
alguien, algún compromiso del chofer, algún familiar, algún imprevisto. Total
por cinco minutos…..más o menos, comentó.
Algo
aturdido, el chófer paró el bus. Se bajó y preguntó a una despeinada niña que
pasaba por allí cómo podría salir a la autovía, dirección a Rosagrande. Súbitamente,
el gigantesco autobús comenzó a moverse calle abajo. Sin marcha metida y sin freno
de mano se sintió libre y lentamente, pero cada vez más deprisa iba devolviendo
el camino ganado con su ascenso. La gente empezó a gritar, ….¡el chófer, ¿dónde
está el chófer?; el autobús se mueve sólo…..¡ nos vamos a estrellar! ….Pero
¿Qué está pasando?.....un niño comenzó a llorar.
María,
por la enorme luna delantera, veía como los números de las casas iban
disminuyendo ….21, 19, 17, 15, 13,…Se quedó pegada al sillón y vio que tenía puesto
el cinturón de seguridad. Se agarró fuerte al asiento de delante y pegó su
espalda al suyo esperando el impacto.
Se
sintieron pasos por el pasillo y la chica vio como un joven corría por el
pasillo con gesto decidido…su cara contraída denotaba preocupación, susto,
ansiedad … Sus manos se apoyaban en el aire para ir más deprisa....María lo vio
venir e instintivamente se apartó hacia un lado sin estar en medio. ¡Intentaba
dejarle más sitio! El joven pegó un tirón de la palanca del freno manual….el
autobús crujió, se quejó algo, pero se paró.
Estupefacta,
con pulso acelerado, María…miró al chico…esbozó su mejor sonrisa y le dijo
¡¡¡Graciaaaasssss!!! El salvador le guiñó un ojo en modo emoticono y levantó el
pulgar de su mano derecha. Los viajeros le dedicaron un sonoro aplauso que el
joven correspondió con espontáneas reverencias.
El
chófer llegó corriendo con gesto de inminente congestión. Se llevaba las manos
a la cabeza y sus ojos estaban desencajados, como queriendo salirse de sus
órbitas. Alguien abrió las puertas. El conductor subió y preguntó con cara de
inocente: Pero… ¿Qué ha pasado? María con una sonrisa de oreja a oreja le
respondió por todos:¡¡ Afortunadamente nada!! El cochero volvió a su volante y con
signos de cierta desorientación, puso en marcha el Ton – Ton. Con torpes
palabras pidió disculpas a los acongojados viajeros: “Disculpen….no sé lo que
ha podido pasar. Este ordenador nos llevará a casa”.
Eran
las diez de la noche cuando María, recién llegada, habló con su madre. Todo
bien por Rosagrande. Buenas noches.
Al
día siguiente María presentó una denuncia en las oficinas de la empresa de
autobuses. Solicitaba una investigación de lo ocurrido. Por su cabeza pasaron
imágenes del autobús cuesta abajo, el chico que corrió por el pasillo y la
sonrisa del satisfecho joven guiñándole un ojo. Hasta se le ocurrió pensar que
el chofer había sido abducido por algún extraterrestre o por un transitorio
trastorno mental. En cualquier caso asumió que la vida es un suspiro ligero, un
aleteo de cristal, un puente de nieve al sol, un capricho de la eternidad.
Firmó el papel de la declaración y salió disparada para clase porque se le
hacía tarde.