23 agosto 2023

Lo que no se ve

Atardecer en Alcaracejos, abril 2022
 

Hace bastantes años, cuando empecé a indagar la ciencia que encierran los periódicos, me dijo un periodista en Barcelona que me fijara bien, que lo esclarecedor para entender la línea de un diario es lo que no se cobija entre sus páginas. Con el tiempo añadí que lo evidente importa y que el cómo se redacta una opinión, un título o noticia, unido con el cuándo y con el dónde sale, más la foto alusiva, son algo más que pistas que definen la línea del rotativo, que no es otra que la de sus dueños.

               El caso es que este mundo de ausencias – de lo que no se informa ni se detalla – no es algo peculiar de los diarios, sino que, aunque invisible, está presente en multitud de situaciones. Prácticamente todos los escenarios de la vida incluyen personas olvidadas, realidades escondidas, detalles camuflados - que solamente algunos sobreentienden - o referencias implícitas que en exclusiva se manifestarán ante una atenta observación, un estudio profundo del asunto o la confesión cómplice de la persona o gentes implicadas.

               Si “ver” es percibir, advertir o captar todo lo que de alguna forma interaccione con los sentidos y nuestra mente acuse, lo que no se ve se hace visible por medio de la intuición, el olfato, la imaginación, la sensibilidad, el estudio y el discernimiento. Lo que no se ve es parte esencial para comprender lo que tienes delante. Así, no vemos pero intuimos – a veces comprobamos - que todos los Estados tienen alcantarillas por las que circula material sensible – siempre privilegiado - que saldrá con el tiempo, o quizás no. A veces los políticos no citan algún nombre y no dan entrevistas. Un árbol podrá no tener hojas, muchas o pocas ramas, tronco grueso o delgado pero siempre tendrá raíces, partes que no se ven pero fundamentales para su subsistencia pues forman una red umbilical imprescindible que lo mantiene unido con su madre: la Tierra.

               Una bellota germina fácilmente, pero la encina progresa muy despacio. Somos muchos los que vemos encinas, pero son pocos los que toman conciencia de que los ocho o diez metros de su copa necesitaron entre ochenta y cien años para tocar el cielo. Lo invisible existe porque el tiempo lo amplía y si miramos bien, se deja ver: las horas que un pintor utilizó para manchar un óleo, si estuvo enfermo cuando lo barnizaba, las ropas y manías de los reyes de turno,… todo eso forma parte de la historia pintada pero está más oculto y solo se abrirá a las mentes inquietas que se preguntan cosas. Cada pintura, cada obra literaria, cada descubrimiento que la ciencia realiza, cada iglesia construida, cada piedra tallada, cada comida hecha que el chef ha imaginado, cada hora de programa de radio o televisión, cada cinco minutos de una pieza de baile, cada tubería puesta, cada motor que arranque, cada vestido hecho, cada amistad sumada, cada flor de arriate, cada vida vivida … tiene algo que decir sobre su mundo oculto. El Universo es una enorme caja de sutiles oscuridades, invisibles para la mayoría, pero que están presentes: como aperitivo la Luna nos oculta una de sus caras, los agujeros negros no se ven porque la luz cautiva es la notable ausente y la materia oscura, que se aproxima al 80 % de la materia del Universo y es indetectable para la radiación electromagnética, se hace visible por sus efectos gravitacionales al estudiar el movimiento de estrellas y galaxias.

               Lo que no se ve manda, condiciona, dirige y afecta tanto o más que lo visible porque nos dificulta la defensa. Lo que no se ve lo imagino como un enorme almacén de tiempo y de personas, de reflexiones y vacilaciones, de incertidumbres, decisiones, de sentimientos, de penas, alegrías, de soledad y compañía, de maltrato machista, de música, canciones, de sueños perseguidos, de pequeños detalles cotidianos que dan sentido a la vida, de cómplices … El mundo de lo que no se ve funciona como un manantial de sensibilidad, de amor y desamor, como una fuente posible de agua que da sed y que completa lo visible. Para terminar, creo que lo invisible forma parte esencial de las fuerzas que han transformado y transforman al mundo porque lo que no se ve cuenta y determina. Por cierto que el virus coronado no se ve pero sigue por ahí. Tengan mucho cuidado. Salud.

08 agosto 2023

Era una flor que buscaba la luz

 En memoria de todas las mujeres, víctimas de la violencia machista.

Era una flor que, presa en su maceta, tras la ventana, buscaba algo de luz.

               Cada día que pasaba se inclinaba algo más, hacia delante. Debido al movimiento de la Tierra, los rayos del rey Sol penetraban más hondo y la persiana se tenía que bajar unos milímetros.

               Al ver la inclinación de aquella hortensia, algunos pensarían que su motor era la curiosidad y se volcaba un poco cada día con la intención de ver la calle, un escenario, lejano para ella, difícil de atisbar desde allí arriba.

               Pero se equivocaban. La luz era su vida, un mecanismo de brújula vital para el aguante de aquel vegetal níveo y delicado, con trazos casi rectos del eterno color de las violetas.

               La peculiaridad de establecerse como planta la condenaba a fijar sus fundamentos en la tierra. En su lugar, un limitado movimiento de aquel tronco le hacía doblar la espalda con la única intención de beber luz. A pesar de ser joven y prolija su belleza, la excesiva joroba de su tallo recordaba la chepa de una anciana. La necesidad obliga, le comentó un geranio muy cercano.

               La Tierra siguió su curso y la persiana descendió demasiado. Bajó tanto, que el ramal más frondoso de la hortensia terminó por sembrarse en la tierra vecina del geranio gitano que la rondaba cerca.

               Ya ves, manifestó un clavel: Iba buscando luz y encontró un compañero. El tiesto compartido era su nueva casa. Echadas las raíces emergió en vertical, empujando con fuerza. Y volvió a sus orígenes buscando al astro rey.

               A las personas nos ocurre lo mismo: nos inclinamos para buscar la luz tratando de evitar la oscuridad de lo tóxico. Demandamos el comentario fresco y espontáneo, la oxigenación del humor y la positividad de un buen paisaje. Perseguimos la energía necesaria para seguir planeando aún con el viento en contra y aterrizamos en la calidez de una mirada o en el aliento de un buen consejo cómplice. El caso es encontrar una tierra amiga donde seguir creciendo.


02 agosto 2023

Un reloj: el reloj

 


Los padres de Romualdo guardaban como oro en paño el reloj con correa negra y esfera con pátina. Era un Longines de hombre, de cuerda, hecho con acero inoxidable. Perteneció al abuelo Francisco, el padre de su madre. 1951 era la fecha impresa de su fabricación.

               En el dial, circular, sus delgadas agujas parecían las antenas de una extraña mariposa tropical. Los números de las horas estaban perfectamente distribuidos y entre ellos se distinguían las cinco divisiones de los minutos. En su parte inferior, el segundero era dueño de un círculo más pequeño que mostraba los segundos de diez en diez.

               El Longines, depositado en una pequeña caja fuerte, muy pesada, esperaba que Romualdo hiciera la primera comunión para pasar de aquella cárcel, sólida y sin luz, a la tibia muñeca de un niño que aguardaba con zozobra el momento de ajustárselo.

               Aquel resistente cofre era también el lugar donde la mamá de Romualdo custodiaba el dinero del mes, los ahorros de años y las cuatro joyitas de oro que se reservaban para las ocasiones especiales: bodas, bautizos y también para el Corpus, la Feria y el día de la Patrona.

               Romualdo, con sus casi seis años, resultó ser un niño muy curioso y con buena memoria. Le encantaba registrar los cajones de la cómoda, las dependencias del aparador -convertidas en refugio de todo tipo de objetos- y los compartimientos que disponía el buró de su padre, una especie de despacho portátil que ocupaba uno de los rincones de la salita. Un cajón o una puerta cerrada era una tentación. Si además tenía llave la tentación se convertía en reto a superar. Así que se sabía de memoria el contenido de los cajones y de los armarios. Con paciencia y observación supo perfectamente donde su madre ocultaba el manojo de llaves que daban acceso a todos los espacios cerrados de la casa.

               El armario de las galletas –su madre las compraba por cajas de cinco kilos para abaratar el precio- era uno de los más frecuentados gracias a una llave que se encontró en la calle y que –milagrosamente- abría aquella puerta generosa en tabletas de chocolate y galettes, galletas en francés. A veces, en una lata metálica de cola cao de un kilo, su madre guardaba perrunas, pestiños o roscos fritos, todos elaborados por su abuela María, enorme cocinera. Con la malicia inocente propia de un niño, se dio cuenta de que no podía hartarse de galletas o su progenitora se daría cuenta. Por otra parte, le atraía más el placer de lo prohibido que la cantidad de galletas que tomaba. Sabía buscar la espalda de su madre a la perfección y con su doble llave atracaba aquella inmensa caja de cartón, indefensa, repleta de crujientes golosinas. En aquellos años escaseaban los lujos y un alimento como las galletas eran algo especial.

               El reto de la pequeña caja fuerte rondaba por su mente. Era un salto cualitativo importante y abrir aquella caja-joyero se convirtió en obsesión. A pesar de su corta edad tenía muy desarrollada la sensación de dominio. Los cajones eran su reino, los objetos sus tesoros, las llaves, los juegos de dobles llaves, sus aliados. Su astucia, la mejor arma.

               Un día fingió estar enfermo. Les comentó a sus padres que le dolía la barriga. Aquello le costó un par de manzanillas con limón y no desayunar, pero se quedó en cama al cuidado de la señora que limpiaba la casa y preparaba la comida.

-        Algo te habrá sentado mal. ¿Tienes diarrea? ¿Ganas de vomitar?, le preguntó la madre antes de irse.

-        Solo me duele la barriga, respondió Romualdo.

-        Las manzanillas te sentarán bien. Son un remedio milagroso. Yo me tengo que ir a trabajar. Si te sientes mal llama a Dolores. Ella te atenderá.

               La casa de Romualdo tenía dos cotas. Su habitación estaba en la primera planta, junto a la de sus padres. Dolores trajinaba en la planta inferior. Apenas oyó que su madre salía se levantó. Andando de puntillas se dirigió al dormitorio de sus padres. Abrió la puerta central doble del gran armario ropero. La caja de caudales estaba allí debajo de unas sábanas. La llave no podía andar muy lejos. Ropa de cama, ropa interior, trajes colgados de las perchas, camisas, jerséis de lana, … el armario era un bosque de atuendos con olor a naftalina. En una esquina divisó los pañuelos de su padre perfectamente doblados. Los levantó uno a uno. De uno de ellos se resbaló la llave. El choque contra el suelo lo puso en modo alerta.

-        Dolores, desde abajo, preguntó: ¿Estás bien?

-        Sí, estoy bien. Se me ha caído una canica al suelo. Estoy jugando.

               Tomó la dentada llave y con sumo cuidado la encajó en la cerradura de la pequeña caja fuerte. Clon, clon, clon….. tres golpes de cerradura. La caja no se abría. Estaba impaciente. Media vuelta más. Tiró del asa y la caja se abrió. Allí estaban el dinero, las joyas y el reloj. Sus pupilas se dilataron. Aquella visión había actuado como una gota de atropina. Su corazón era un caballo al trote a punto de comenzar el galope.

               Sacó el reloj. Lo tuvo unos minutos puesto en la muñeca. Con sumo cuidado volvió a dejarlo en la misma posición, debajo de unos billetes. Al resto de contenido de la caja no le dio la menor importancia.

               La operación de abrir la caja y ponerse el reloj la repitió en varias ocasiones y nunca lo pillaron. Su sensación era no poder esperar a la primera comunión. Se sentía mayor e importante con aquella “joya” en su muñeca. Como papá, decía para su interior. Hablaba mentalmente, sin pronunciar palabra.

               Aquello de mover las agujas y darle cuerda le fascinaba, sobre todo girar las manecillas con la corona. Jugaba con el tiempo y ponía la hora que le daba la gana. El reloj era un enorme invento. Desconocía Romualdo que el tiempo no se puede detener porque depende de la velocidad a la que nos movemos y es imposible suspender el movimiento de todos los sistemas físicos. El reposo absoluto no existe. Pero eso lo aprendería después. Ahora, con un despertador fosforescente, Dolores, la mujer que ayudaba en la casa, le había enseñado a saber qué hora era, así que movía las agujas a su antojo, ponía una hora cualquiera e intentaba decirla. Dolores afirmaba o negaba. Romualdo se dio cuenta de que una aguja iba más rápida que la otra pero no llegó a percatarse de que la pequeña recorría una hora mientras que la grande daba una vuelta completa. Era demasiado niño para comprender esa relación.

Religiosamente, después de tomar el Longines en un préstamo efímero, volvía a dejarlo en su sitio. Cerraba la caja fuerte y devolvía la llave al escondrijo que su madre suponía secreto. A veces, antes de retornarla, acercaba la llave de perfil hasta sus ojos e imaginaba que la silueta de las cortas era una cadena de montañas.

Fascinado por el funcionamiento del reloj se preguntaba que habría debajo de aquellas agujas, cómo podían andar solas. Su madre le explicó que era lo mismo que un cochecito de juguete que tenía.

-        Ves, le das cuerda, lo sueltas y el coche corre, se mueve. La cuerda de un reloj o un cochecito es como la gasolina de los camiones y de los coches. Su curiosidad iba en aumento y sus preguntas también.

-        Pero, y la aguja chiquitita ¿por qué tiene un reloj para ella sola? Las grandes tienen un reloj grande y la pequeña tiene un “reloj” chico. ¿Por qué hay dos grandes y una sola pequeña?

               Su madre le explicó que el tiempo se mide en horas, minutos y segundos. Tres tiempos, tres agujas. El segundo es el tiempo más pequeño. 60 segundos suman un minuto y 60 minutos completan una hora. Cada día tiene 24 horas y 30 días hacen un mes. 12 meses forman un año. Para los días, meses y años usamos el calendario. Cada mes o cada día que pasa, arrancamos una hoja. Poco a poco lo comprenderás. Es fácil.

-        Yo veo que las agujas grandes pueden ser los padres y la pequeña, sola, es como si fuera la hija, expresó Romualdo.

-        Bueno, es una forma de verlo, pero las agujas, los objetos, no tienen hijos, le explicó la madre. Los hay grandes y pequeños.

-        ¿Y las agujas no se cansan?

-        A veces se paran porque les falta cuerda, pero no, los objetos no se cansan. Tampoco se cansa la pelota, ni una mesa. Los animales si se cansan.

-        Yo si me canso. Cuando corro mucho me canso….

-        Bueno vale ya, que tienes que cenar.

*****

Una tarde sus padres se fueron de compras. La muchacha no estaba. Romualdo se dirigió a la caja fuerte y cogió el reloj. Llevaba unas tijeras y una navajita. También cogió un pequeño destornillador que estaba en el cajón de la máquina de coser.

               En el taller del relojero del pueblo, un día había visto que al reloj se le levantaba una especie de tapadera por su parte inferior. Cogió la navaja, le costó, pero al final logró levantar la tapa y ver las entrañas de aquella maravilla. El tic–tac sonaba con más fuerza. Varias ruedas dentadas se movían como si estuvieran vivas. Unos minúsculos tornillos le llamaron la atención. El mecanismo era incomprensible para él. Alucinado Tomó el destornillador y lo introdujo en un hueco. La rueda grande se paró. Lo sacó y la rueda volvió a ir un poquito hacia delante y otro poquito hacia atrás. Era como si estuviese atascada. Siempre hacía lo mismo. Quería avanzar pero no podía. Volvió a introducir el destornillador. Reloj parado. Lo sacó, movimiento.

               Quiso seguir hurgando en las entrañas así que fue a buscar su tablero del parchís. Tenía cristal. Entre tijeras, destornillador y navaja destripó el Longines hasta dejar la caja casi hueca: sacó todas las ruedas, todos los muelles, todos los tornillos que pudo. El cristal del parchís se llenó de piececitas muy brillantes. Ya no se oía el tic–tac, pero si oyó que llegaban sus padres.

               Apresuradamente intentó meter todas las piececitas del reloj dentro de su cajita. No cabían. Sabía que había hecho algo mal y empezó a agobiarse. Buscó su cuaderno, arrancó una hoja y envolvió en ella todas las ruedecitas y demás pedacitos del mecanismo que no logró meter en su primitiva caja. Consiguió poner la tapadera y advirtió que había convertido el reloj en un sonajero. Las agujas habían perdido su centro. Los números de la esfera se habían quedado huérfanos. El tic-tac solo estaba en su memoria.

Días previos a la Primera Comunión su madre fue a buscar el reloj. En medio de una profunda decepción llamó a Romualdo y mostrándole el estropicio, le preguntó:

-        Pero hijo, Romualdo, ¿Qué has hecho?

-        Solo quería ver las tripas del reloj, respondió Romualdo con seguridad.

-        Pero lo has roto por completo. Ya no te servirá. Si lo viera tu abuelo se volvería a la tumba.

-        Aunque esté roto, a mí me gusta y no me importa ponérmelo. Es un recuerdo de mi abuelo.

               Ester no pudo remediar que un par de lágrimas le recorrieran las mejillas, una de cada ojo. Yo se lo explicaré a tu padre, dijo y luego lo abrazó.

Llegado el día de recibir a Cristo por vez primera, Romualdo, vestido de marinero, según costumbre de la época, lucía orgulloso en la muñeca el reloj-sonajero, recuerdo de su abuelo. Desde ese día fue el reloj más querido del mundo. El Longines envejeció con Romualdo hasta el final de sus días. Nunca se separó de él. Cuando murió se lo llevó a la tumba. La actitud de su madre ante su travesura y aquel ingenio que un día marcó las horas de un abuelo que nunca conoció, lo marcó para toda su vida. Raíces y ternura, un saludable cóctel.