13 diciembre 2022

Vicente y Luisa: la escalera

 


               Vicente y Luisa fueron una pareja feliz durante toda su vida, si exceptuamos momentos de desavenencias propias de toda etapa en común. Solo pueden rozar los que están juntos, decían. Eso sucedía ocasionalmente, solo de vez en cuando, por menudencias que pronto se olvidaban. Nada importante que dejase marcas en sus corazones o que determinaran ese futuro compartido. Sus cuatro hijos, dos varones y dos hembras crecieron en un ambiente familiar cálido y sereno.

               Vicente ejercía como maestro de primaria. Al terminar las horas oficiales prolongaba su jornada con clases particulares, sobre todo de Lengua. Siempre hubo padres preocupados porque sus hijos aprendieran un poco más. Vicente empleaba estas horas extras en repasar los deberes del día, aclarar dudas, trabajar alguna técnica de estudio y continuar con la buena costumbre que practicó, como alumno, en la enseñanza pública. No podía dominar la tentación de dedicar unos cuantos minutos más a la lectura colectiva en voz alta. Todos los días solicitaba a los alumnos su colaboración. Uno leía. Mientras, los demás escuchaban.

- A ver, fulanito, cógete el libro verde, aquel de los piratas del Caribe y léenos algo. Abre el libro al azar. Todos los demás ….¡Atentos!

               Tras los cinco minutos de rigor Vicente requería un comentario de lo leído. Otras veces pedía la idea principal y en ocasiones un cortito resumen. Tanto disfrutaba haciendo de maestro de Lengua que muchos días los alumnos tenían que avisarle: “¡¡don Vicente que nos hemos colado media hora…..!!. ¡¡Ea…. Pues vámonos. Mañana será otro día!!, pero si alguien quiere que le explique alguna cosa me quedo otros diez minutos. Los chavales salían disparados hacia la calle como estrellas fugaces buscando el horizonte.

               La Lengua siempre fue para él lugar de encuentro entre diferentes. Nunca debe ser elemento de discriminación ni de rechazo y menos un arma arrojadiza entre culturas. Así aleccionaba a sus alumnos. La capacidad de expresar pensamientos y sentimientos, afirmaba, es la máxima cota del ser humano. No existen lenguas superiores. Solo las pseudodemocracias y las dictaduras intentan imponer aquella que creen suya. El dueño de la lengua es la ciudadanía y son los ciudadanos los que deciden el idioma que usan. Rechazar a un individuo por su lengua materna es propio de ignorantes o de malas personas. La garantía de un idioma es su utilidad y el número de personas que, libremente, se comunican con él.

               Vicente estaba convencido del mensaje integrador de los idiomas y se lo recordaba a sus alumnos todos los días. Las Lenguas están para hermanar, jamás para separar o dividir, por eso hay que conocerlas muy bien, trabajarlas y que sirvan de nexo. Convertir un idioma en una muralla o en una obligación es propio de cerebros planos. Además, la Lengua es la llave de la puerta de entrada a todo el conocimiento, a todas las demás asignaturas, es por eso que debéis esforzaros en leer y escribir lo mejor que podáis. Aprended todos los idiomas del mundo y así os convertiréis en sus ciudadanos. En realidad, las consideraciones de Vicente sobre el idioma expresaban una manera de entender la vida, una forma de relacionarse con los demás. El vehículo era extraordinariamente potente: La Lengua, los Idiomas.

               Luisa, su mujer, la mayor de tres hermanas, se educó desde pequeña en las labores domésticas. Fue un rol que tuvo que asimilar en su niñez: intuyó, más bien supo, que sería ama de casa. Desde chica destacó como organizadora. Era algo que le encantaba. En su grupo de clase la maestra le encargaba hacer la lista de las excursiones, anotar los pagos, ordenar los exámenes por orden alfabético o recoger los libros de lectura. Todo lo hacía de modo natural y nunca nadie la acusó de enchufada ni de ojito derecho del maestro. Simplemente le gustaba, se ofrecía y empleaba sus cinco sentidos. En su casa ordenaba la ropa de sus hermanas, los libros de las estanterías, los platos de la alacena y hasta la fruta del frutero. Su cuarto era un escaparate del orden impecable: ni un lápiz fuera de su sitio, ni un pañuelo fuera de su caja, ni una caja fuera de su cajón. Jamás un cajón desaparejado de su mueble ni unos zapatos por el suelo.

               Entre sus hobbies estaban la jardinería y el huerto. Su capacidad para comunicarse con los vegetales desbordaba cualquier expectativa. El abuelo y su madre eran las fuentes de tanto conocimiento. Además, sus padres la apuntaron a un taller municipal donde un par de buenos aficionados dieron clases a los niños del pueblo. Los geranios del patio eran alucinantes pero no menos lo fueron los tomates que recogía del huerto. Nunca dejó de cuidar su mundo vegetal y de organizar, mucho menos. Tenía a bien cantarle a las plantas con dificultades. Era un tratamiento individualizado, especial para el rosal o la buganvilia. Aparte, tanto en su patio como en el huerto, tenía una terminal de un altavoz a través del cual se podía escuchar música clásica que curaba las enfermedades a los vegetales. También guardaba una selección musical para fomentar el crecimiento o cuando, por necesidades de tamaño, tenía que trasplantar. Para algunas criticonas del pueblo era como una bruja. Siempre aseguró que las plantas sentían dolor y tenían alma.

               Tras varios años de casados, Luisa y Vicente tuvieron que cambiar de vivienda: la que tenían les resultaba demasiado pequeña para alojar a tanta prole. Sus necesidades de espacio habían aumentado considerablemente. Pensaron que lo mejor era hacerse una casita a medida en las afueras del pueblo. Cada tarde se daban un paseo. Intentaban localizar una parcela que les viniera bien. Recorrieron la circunvalación decenas de veces. Miraron a derecha y a izquierda, alguna casa vieja que pudieran tirar, patios de casas abandonadas por familias emigradas, se interesaron por algunas herencias, etc…. al final compraron una huerta con vivienda en las inmediaciones del pueblo.

               Luisa, bastante cabezota, tenía una visión espacial prodigiosa. Vicente, muy entregado en la marcha de sus clases y sus alumnos, la dejaba hacer. La mujer tenía la mente muy clara en cuanto a situar muros, tabiques y ventanas. Tal era su visión espacial que el encargado de las obras de su casa le propuso trabajar para él.

- Nunca vi una mujer así, comentó en la oficina. Tiene una visión rápida y mágica sobre cómo distribuir habitaciones y para qué usar cada una de ellas. Cualquier problema lo convierte en solución y la ocurrencia encaja perfectamente.

               Luisa quería una casa de dos plantas: arriba dormitorios y abajo para estar. La inevitable escalera la dispuso de un tramo para aliviar espacios, lo cual supuso que el desnivel salvado fuera considerable. El salón ganó unos metros a costa de menos escalones. El encargado, con varios años de experiencia a sus espaldas, le aconsejó dos tramos de escalera, aumentar los peldaños y bajar la pendiente, pero Luisa, muy dura de mollera, decidió que un ramal era la solución perfecta. ¡Perfecta, pero muy inclinada! insistió el albañil.

               La escalera, con el tiempo, sirvió como escenario de fotos familiares, tendedero de ropa en las tardes de lluvia y puente de madera entre arriba y abajo. En su triangular hueco, se guardaron las bicis y triciclos de los niños durante muchos años.

               El tiempo pasó y ante las vastas dificultades que la vida fue acumulando, Luisa y Vicente estuvieron pensando en adaptar la planta baja a sus necesidades. Espacio había de sobra. Solo era cuestión de maestros albañiles y un poco de dinero. Subir y descender se había convertido en un suplicio para los dos y juntos, con sus hijos, decidieron que abandonarían el dormitorio de la primera planta. Entre tabiques tirados, levantar unos nuevos, manitas de pintura y reubicar muebles pasaron treinta días. Ahora, la famosa oquedad, bajo los peldaños, servía de aparcamiento de la silla de ruedas y del nuevo andador. La edad de la pareja los había convertido en socios necesarios y colegas recíprocos, imprescindibles: Vicente con su silla, ella con su andador. Todo quedó perfecto. La novedad más fuerte eran las dos camitas.

               Fue la primera noche del cambio cuando Luisa montó el número a la hora de acostarse. Que no, que no y que no. Que ella había dormido más de sesenta años en el piso de arriba y que ahora no se iba a trasladar a un dormitorio bastante más pequeño y mucho más incómodo. Vicente, anonadado, durmió abajo y Luisa con paciencia y dolores subió al piso de arriba. Fue la primera vez que durmieron separados desde que se casaron. El genio y terquedad de la mujer, la costumbre de años, la añoranza de su madurez vivida en la primera planta, el álbum de recuerdos mentales y alguna excusa más fueron determinantes.

               Por la mañana Luisa se levantó temprano. Había dormido poco. Demasiados cambios para sus tradicionales hábitos. De todas formas se vistió como siempre, se aseó y, con mucho cuidado, se dispuso a bajar. El primer escalón perfecto, lo mismo que el segundo pero en el tercero se le quedó la pierna atrás y perdió el equilibrio. Sin serlo, rodó como una piedra. Una cámara oculta hubiera visto piernas, luego cabeza, luego las piernas otra vez, cabeza ensangrentada, manchas en la pared y en la madera de los escalones,…. Fue una caída eterna, criminal y asesina. Cuando Luisa llegó abajo estaba muerta.

               Vicente, ya despierto, había escuchado ruidos y a duras penas, cojeando y encorvado, con su bastón de ébano, abandonó la cama y preguntó en voz alta:

-        Luisita, ¿eres tú?

Nadie le respondió.

-        Luisa, ¿Qué ha sido ese ruido? ¿Estás bien? Dijo elevando la voz.

El silencio era total. Solo quedó quebrado por el quejido del bastón y el roce de las zapatillas al arrastrar sus pasos contra el suelo.

Luisa, Luisa, Luisa,……..

               Por fin la vio. Luisa era la muerta estampa de un maniquí descoyuntado, de trapo. Se paró y ,sin poder remediarlo, se quedó sin voz.

               Sonó el timbre en la puerta.