Exteriores del Harpa (Reikiavik, junio 2023)
Pequeña introducción
Reconozco que me gusta pelearme
con el diccionario y le hecho pulsos a la gramática. Después de más de veinte
horas, esto es lo que ha salido de una pequeña estancia –con el paseo incluido-
en Reikiavik. Podría haber puesto fotos de todo el recorrido pues fueron los
ladrillos de mi reconstruido paseo por una ciudad que te acoge y te abraza, que
te hace sentir bien. Pero creo que eso ya es demasiado. El lector, la lectora,
si quiere ver imágenes debe esforzarse un poco. Pistas, las tiene todas.
Reikiavik merece ese pequeño esfuerzo.
Cuatro horas, incompletas, viendo Reikiavik
Eran las ocho y media cuando se
presentó en el hotel el bus de las ballenas. El grupo, preparado, esperaba
impaciente. Jesús, mentalmente, estaba ubicado en su bifurcación. Por un lado
había oído que el barco se movía mucho y con esa enorme facilidad para el
mareo, dudaba sobre su incorporación al evento. Por otro, el avistamiento de
ballenas era algo extraordinario y así lo vendía, a lo largo del bus una pintura
marketing con sonriente ballena incluida y su correspondiente columna de aire
húmedo. Una experiencia única. La idea de quedarse en tierra y solo, en Reikjavik,
le atraía. No tenía ganas de ponerse malo en un barco que danza con el vals que
las olas le marcan. Además, una semana de actividades colectivas dirigidas y
miles de kilómetros sentados en el bus, necesitaba un contrapeso: pasear a su
aire. El plan de ver ballenas zambullirse a distancia era muy tutelado.
Demasiada pasividad. Quedarse en tierra firme le sonaba a pequeña aventura, le
conquistaba. ¿Qué hacer? ¿A dónde iría? ¿Sabría desenvolverse en una ciudad
desconocida por completo tras décadas de hacerlo acompañado? La noche anterior,
el grupo había dado un pequeño paseo con el bus alrededor del puerto y poco
más. Luego, camino del hotel, la sensación de estar perdido resultó colosal.
Una avenida, un giro hacia la izquierda, doscientos metros recto, iglesia a la
derecha, otra calle a la izquierda, semáforo, glorieta, zona universitaria,
cuesta, un parque enorme y verde, otro giro y, por fin, la llegada al hotel en
un barrio con pinta de terreno industrial. En recepción pudo encontrar un plano
y el you are here le situó, pero siguió
perdido.
El microbús llegó a la zona del
puerto. El Andrea, barco de cierto tonelaje, blanco y azul, con su “whale
watching” los esperaba ya con mucha gente dentro. Jesús asumía que avistar
consistía en alcanzar con la vista un objeto lejano. Esa separación, la bastante
cantidad de gente, recordar que la gran mayoría de fotos de ballenas eran solo
su cola y la posibilidad de marearse, le hicieron desistir. Una chica, a golpe
de contador, saludaba al personal que descendía hacía el barco por la rampa con
el logo de una detallada rosa de los vientos. Jesús se quedó el último y le
dijo que no subiría. La chica lo agradeció. Sin saber bien porqué, Jesús le preguntó
por una librería. La mujer le sugirió visitar el Museo Marítimo, señalando
hacia el final del puerto, por la izquierda. Jesús se alejó de la rampa. El
grupo se había ido y de repente tuvo la sensación de ser un visitante
paracaidista. Allí estaba él solo, como caído de un avión. Se conectó a san Google
sin tener ni la más remota idea de hacia dónde encaminar sus pasos. Ante unos
nombres impronunciables, ilegibles y con significados desconocidos le iría
mejor el arrugado plano de papel. Enfrente del barco había un restaurante, el
Höfnin. Le hizo una fotografía. Su nombre, ese característico color azul
turquesa y sus tres ventanales mirando al mar le servirían de pistas para
volver a encontrarse con los suyos una vez terminada la observación cetácea.
Recordó que Pulgarcito fue dejando caer pequeñas piedras blancas para marcar el
camino de regreso a su casa. En este caso, las fotos sustituirían a las
piedras.
La chica del embarcadero, una
típica nórdica, había señalado hacia la izquierda. Él pensó que era al noroeste
y hacia allí dirigió sus pasos buscando el Museo Marítimo. Salió del puerto,
justo por Tommi’s Burger Joint. Estaba en la calle Geirsgata. Siguió andando
hacia el oeste. A su izquierda
dejó The House of Icelandic (Design-Food-Art&Music). Todas las
pistas le resultaban pocas. A su derecha seguía el puerto, con algunos barcos
en dique seco para ser reparados. Poco más adelante cambió el nombre de la
calle. Ahora era Mýrargata. Llegado un punto, según su instinto, giró a la
derecha por una calle que se abría perpendicular a la que llevaba. Al par de
minutos descubrió el centro de Auroras Boreales; lo superó por la derecha y se
dirigió hacia el edificio que creyó podría ser el Museo Marítimo. Ciertamente
no se había equivocado. Miró el reloj. Eran las nueve menos veinte y no
abrirían hasta las diez. Decidió regresar sobre sus pasos y conocer el centro
de la ciudad. Por fortuna el planito de papel lo delimitaba en un rectángulo no
demasiado grande. City Center, decía. Tenía poco más de hora y media para recorrer
parte de él, así que apretó sus pasos. El aire en Reikiavic era fresco.
Casi al finalizar la calle
Mýrargata, intuyó que tenía que desviarse. A la derecha se iniciaba la calle
Triggvagata con el Exeter Hotel. Recordó que el hijo de un amigo había
colaborado con la Universidad de Exeter, centro público del Reino Unido situado
en la antigua ciudad, en Devon, en el sur-oeste de Inglaterra. Cualquier
conexión le serviría. Siguió hasta tropezarse con la parte trasera del Museo de
Arte, edificio de moderna construcción. En su media fachada inferior observó
una composición geométrica de letras en diferentes posiciones, “LISTASAFN ART
MUSEUM”. No entró. Quería ver la ciudad, edificios, jardines, esculturas, etc.
Le llamó la atención y plasmó en una foto la marquesina del museo –muy
inclinada- que parecía nacer de la pared, encima de la puerta. Una pequeña
penetración a la derecha, por la calle Naustin, le permitió ver una serie de
típicas casas islandesas de madera, de colores muy vivos, totalmente
rehabilitadas y dedicadas a negocios, sobre todo bares, pubs y restaurantes. En
un cristal, como reclamo publicitario, pudo leer: “Two beers or not two beers. That is the question”. Sonrió. Por la
tarde se percató de que esa zona era centro, centro. Jesús volvió sobre sus
pasos y siguió recto por la calle Triggvagata. Su ávida mirada se desvió hacia unos
murales grandes alargados de vivos colores. Estaban situados en la parte
inferior del edificio, mientras que la parte de arriba eran dos filas largas de
cristales. Se trataba del Tollhúsid, un edificio destinado a la administración
pública terminado en 1971. Los murales aludían al puerto mediante una original
combinación de rayas horizontales y verticales, barcos, y un sol enorme en el
segundo tramo.
En la misma esquina del
Tollhúsid, Jesús giró a su derecha, tenía que alejarse del puerto. Comprobó que
estaba en
la calle Pósthússtrꬱti, avanzó y vio a su izquierda un edificio rojo
ferruginoso, el Hitt Húsid. La impresión de un Reikiavk moderno, pero con
señales del pasado y edificios adecuados al clima era la que predominaba en aquella
ciudad. Anduvo un poco más y desembocó en la gran plaza de Austurvöllur, donde
descubrió etapas de la historia de la ciudad y del país. Según una placa, esta
plaza fue el mejor campo de hierbas de la zona y ocupaba una extensión mucho
mayor, pero eso fue cuando Reikjavik era una simple granja. En el centro de la
plaza está la estatua de Jón
Sigurðsson,
líder independentista islandés. Jesús, sensible a la gravedad de unas voces,
vibró al comprobar que junto a la estatua, un coro de veinticinco hombres, tres
filas de ocho más el director, encorbatados y con traje negro, ensayaban
canciones que sonaban a folk del lugar. Atando cabos supuso que con motivo de
la fiesta nacional habría algún evento en esta histórica plaza. Por cierto que
esta amplia explanada es el lugar tradicional de las grandes protestas islandesas.
Aquí se reunieron miles de personas en 1905 para denunciar la
ubicación prevista de torres de radio en todo el país. Lo mismo ocurrió en 1949
ante
la entrada de Islandia en la OTAN y en el 2008-09, debido a la enorme crisis
financiera que machacó al país. Singular repercusión tuvo esta última protesta
que consiguió las renuncias del gobierno, el Banco Central
de Islandia y la junta de la Autoridad de Supervisión Financiera. Las manifestaciones, lideradas por “Voces del
Pueblo”, se identificaron en parte con la destrucción de propiedades y la
violencia contra los agentes de policía. Jesús se sintió absorbido por todas esas
historias y sacó en conclusión –aunque no lo pudo comentar con nadie- que
cuando un islandés se cabrea, se cabrea de verdad. Esta forma de entender las
cosas confirma también nuestro famoso dicho de que “más vale una vez colorado
que cien amarillo”.
Jesús
siguió recto hacia la otra esquina de la plaza y se encontró con un cartel
informativo sobre Svava Jakobsdóttir, una de las más prominentes escritoras islandesas
del siglo XX fallecida en el 2004. Svava escribió historias cortas, novelas,
piezas de teatro, etc. Sus trabajos están considerados como los más
significativos de la historia de la literatura islandesa. En la calle
Skólabrú había una unidad móvil de televisión y por allí salió Jesús sin tener
claro a donde le llevaría. Volvía a dejarse llevar por un instinto premonitorio
positivo. No lo esperaba nadie ni tenía prisa. Consultó el teléfono móvil y el
plano. No había duda. Estaba en la avenida de Laekjargata. Justo enfrente, en
una pequeña loma, se topó con un edificio de tejado gris, algo herreriano, y
una bandera de Islandia en su centro. Delante, una enorme explanada de césped
le daba majestuosidad al conjunto. Tenía pinta de algo gubernamental. Se
trataba del Junior College, Secundaria Menntaskolinn en islandés. A la derecha,
en el césped, una extraña escultura metálica, con aires de frialdad, adornaba
el entorno. Era una escultura muy técnica, pura geometría, propia de alguien de
ciencias.
Jesús
subió un poco por el terraplén y desde allí echó una foto a la zona de dónde provenía.
La imagen tomada resultó muy curiosa pues, contra el cielo, apareció un cartel
con letras en rojo del Hotel Borg, situado en la plaza Austurvöllur, icono de
Reikiavik, con elegante fachada y Art Deco en el interior. El rótulo se situaba
prácticamente a la altura de una chimenea de una de las casas de la avenida.
Varios edificios, característicos islandeses hacían un conjunto encantador con
sus formas y colores. Un restaurante que respondía al nombre de Icelandic
Street Food tenía como logo una enorme oveja pintada en su lateral. Justo
debajo aparece un motorista policía –especie poco vista con una valla que corta
la calle, LOKAD pone. A la derecha un Fish and Chips en un azul típico de
Óbidos (Portugal) destaca, aparte de por su color, por un inmenso anuncio de
Coca Cola que te anima a beberla tan fría como el hielo. La imagen del conjunto
se disuelve ante la visión de otras similares.
Al
mirar hacia el fondo de la calle Jesús advierte que, aunque aún queda algo
lejos, avanza hacia el mar. Más casas islandesas por la izquierda siguen dando
color a un cielo algo grisáceo. Por la derecha continúan los grandes edificios,
arquitectura tradicional de aquí. Uno de ellos, aparece cerrado. Da la
impresión de ser un restaurante y en sus cristales un cartel indica que se
alquila: “Til leigu”. Ciertamente los traductores son un avance
inconmensurable, dice Jesús para sus adentros. A la derecha hay una tierna
estatua en bronce del reverendo Friᵭrik Friᵭriksson (1868-1961) sentado, con
los brazos apoyados sobre un niño, de pie, a su lado. El niño mira ligeramente
a la derecha, mientras que Friᵭriksson parece concentrado en algo cercano por
su izquierda. La obra es de Sigurjon Olafsson, 1952.
Poco
más adelante Jesús se encontró con la escultura de un aguador que porteaba dos
cubos. La cabeza torcida, la expresión de la cara y toda la figura daban la
sensación de cansancio, pesadez. Por un momento Jesús pensó en el universo
femenino de Fernando Botero, pero resultó ser varón al observar mejor. Se trataba
de una escultura modernista creada por el islandés Ásmundur Sveinsson
(1893-1982). Fue entonces cuando este guiri paseante empezó a pensar en
esculturas como señal de identidad de la ciudad de Reykjavik.
Al final de
la calle Laekjargata continuaba la pequeña loma que corre paralela a la vía y al
contraluz, desde lejos, Jesús vio la figura de lo interpretó como un guerrero
potente, poderoso. Decidió acercarse para verlo mejor. Son ya las nueve y
media. Hasta ahora el paseo ha sido entretenido e instructivo. Jesús, ya más
seguro, se lanzó a disfrutar el tiempo que quedaba, antes de que regrese el
grupo. Hacia la estatua de Ingólfur Arnarson serpenteaba un camino gris que
destacaba entre el verde del césped. Estamos en verano y hay césped en
Reykjavik. Jesús quiere saber alguna cosa sobre este hombre y extracta de internet
que Ingólfur Arnarson (849-910) fue un explorador y caudillo vikingo de Sogn, Noruega,
considerado el primer colono nórdico de Islandia. Era hijo de Örn Brynjólfsson
(nacido en 823). Sin embargo, no fue el primer escandinavo en visitar la isla y
vivir en ella, ya que el primero fue el sueco Gardar Svavarsson, que permaneció
un invierno en la que hoy es la localidad de Húsavik. En el año 874, Ingólfur
desembarcó en el cabo Ingólfshöfᵭi, pequeño promontorio y reserva natural
privada debajo del Parque Nacional de Skaftafell, en la costa sur de Islandia. Unos
meses después estableció su hacienda en Reykjavik, lo que supuso el comienzo de
la colonización de la isla. La leyenda narra que, al acercarse a tierra
desconocida, Ingólfur ordenó arrojar los postes de su sillón de caudillo
vikingo al mar, como era tradición. Su intención era establecer el asentamiento
allí donde fueran a parar los postes. Según el libro de los asentamientos, dos
de sus esclavos tardaron tres años en encontrarlos en una pequeña bahía. De
este modo, nació Reikiavik.
Desde
la estatua de Ingólfur, Jesús tenía una magnífica panorámica: un modernista
edificio en obras, algo de mar –muy poco- y el espectacular edificio Harpa,
centro de conciertos y conferencias. En su diseño participaron el estudio de
arquitectura Henning Larsen, el artista Olafur Eliasson y Artec Consultants
Inc. Se ubica frente al mar. Aquella impresionante obra se comportó como un
potente imán para Jesús. Mientras más se acercaba, más le atraía. Su boca, con
mente casi en éxtasis, no podía abrirse más. Era algo sobrenatural que
irradiaba belleza y admiración por todos lados. Edificio polémico, futurista,
multiuso y por encima de todo, emblemático para la ciudad. Ante aquella
inmensidad, Jesús se emocionó ante la visión de una estatua de un pequeño
violinista situado en un estanque. Entró en el interior. La sensación de pequeñez
se apoderó de él. Jesús era realmente pequeño en el intestino de un edificio
mágico. Rememoró el pasaje del profeta Jonás dentro de la ballena, aunque en
este caso se trataba de una ballena de acero y de cristal y líneas rectas.
Jesús completó lo anterior con una información algo más técnica, pero de total
interés: “Superada la fase de las críticas a un proyecto
demasiado enorme para la economía islandesa, nadie puede negar que el Harpa se
ha convertido en el edificio emblemático y capital del sentir cultural y
musical de la ciudad. La obra contiene una cualidad poética, que le ha
convertido en el emblema del país que se negó a sacrificar la cultura por la
crisis económica. El cristal poliédrico que Eliasson ha utilizado en la
fachada, supuso un complejo proceso de construcción. El artista
intencionalmente trató de imitar estructuras matemáticas y geológicas de las
columnas de basalto de Islandia, que a modo de ladrillos vidriados reflejan
diferentes paletas de colores en los lados norte y sur del edificio. Los colores
dentro del edificio cuentan con diferentes tipos de iluminación tanto natural
como artificial. De día, los cristales registran todos los cambios de matices
de la increíble luz de la isla, al tiempo que ofrece majestuosas vistas del
mar, de Reikiavik y del paisaje del volcán. Por la noche se iluminan suavemente
con leds de colores diferentes”.
Salió
de aquel inmenso vientre –muy calculado- y a la derecha, como orilla del mar,
se encontró con una enorme extensión de cantos rodados de todos los tamaños.
Era una playa de chinos redondeados
por la erosión. La gente había construido multitud de equilibradas columnitas
de 30-40-50 centímetros. Jesús siguió caminando. La bahía quedaba a su izquierda.
Sabía que le faltaba poco para llegar al Viajero del Sol, Sólfar en islandés.
Su creador fue Jón Gunnar Árnason, ganador de un concurso en 1986, para
conmemorar el 200 aniversario de la ciudad. Es una especie de esqueleto de
barco vikingo, una oda al sol que evoca un territorio aún por descubrir, un
sueño de esperanza, progreso y libertad. Una sugerente maravilla que te
transporta y te eleva. Esa es la capacidad que tienen los artistas. Jesús le
dio la espalda al barco. Eran casi las diez.
La vuelta la hizo deprisa. Ya se sabía
el camino. Tenía que atravesar todo el puerto. Únicamente se paró ante la
escultura de dos pescadores que miraban al mar, en el barrio del Harpa. Fue
creada por Ingi P. Gislasoney. Eran las diez y cuarto cuando entró en el Museo
Marítimo de Reykiavik. Pidió reducción del precio de la entrada por ser mayor
de 65 años pero la encargada le respondió que solamente existía una modalidad.
La visita la inició con la visión del vídeo “Somos tierra, somos
agua”, el cual nos recuerda nuestros orígenes y los incontables cambios
naturales que nos han conducido hasta aquí. Habla de la Naturaleza como maestra
de vida y nos advierte de nuestra responsabilidad en el calentamiento global.
Con claridad, manifiesta que, “No solo conocemos los cambios, sino que los
sentimos. Vemos que los glaciares retroceden, sufrimos cambios inusuales en el
clima y vemos cambiar los ecosistemas. Muchos de nosotros nos sentimos
impotentes porque no sabemos que podemos hacer para prevenir, o disminuir, el
calentamiento global.”
El
Museo Marítimo no le pareció gran cosa. Jesús los había visto mejores, pero era
bastante completo en su información, contenidos y las fotos resultaron muy
interesantes. En conjunto le resultó entretenido. Todo está relacionado con el
mar: instrumentos y máquinas, la pesca, la vida en los barcos y profesiones e
industrias relativas a ese mundo. A Jesús el tiempo se le pasó volando. A las
doce menos cuarto estaba entrando en el Rost, restaurante-pub, en el muelle,
frente al Andrea. Pidió un té y se puso a revisar las decenas de fotos que
había hecho. Se sentía satisfecho y no borró ninguna. A las doce en punto le
sorprendió la presencia de su mujer. Lo había localizado sin necesidad de
utilizar el teléfono. Sabía de sobra el tipo de locales que le gustaban. ¿Nos
vamos? El grupo nos espera.
Habrá una segunda parte del resto de
la jornada, pero esa es otra historia.
Museo Marítimo (Reikiavik, junio 2023)