25 noviembre 2022

El sueño de Federico

 

Obra de Miguel L. Navarrete (Alcaracejos, 2022). Colección "Sensaciones"


               ¿Se puede soñar que te despiertas en mitad de un sueño mientras tu cuerpo sigue dormido? Parece ser que sí. Al menos eso es lo que le pasó a Federico Tornero aquella noche lluviosa de noviembre: En su sueño, fue testigo despierto de su propio sueño.

               Se soñó despierto. Estaba en Costanilla del Mar. Lo sabía porque delante de él leyó un letrero que daba la bienvenida. El pueblo estaba en feria. A su espalda, dos casetas invitaban al personal a divertirse: en cada una de ellas actuaba un grupo musical con el encargo de amenizar las fiestas desde el mediodía. En ambas sonaba la música muy alta. Uno era un conjunto de rock duro, una peña con cuatro componentes vestidos con ropa cara rota, con tatuajes y piercings. En la carpa de al lado, elegante y de gala, cantaba una mujer morena, con una voz potente, canciones españolas. El compañero, con corbatón y smoking, tocaba un piano eléctrico. En la pista, una pareja de personas mayores bailaban agarrados. Sus caras reflejaban una triste alegría. Sonreían impregnados de ausencia, sin saber bien por qué. Sus pasos traslucían constantes de rutina, prestos pero mecánicos y con muy poca estética. Era una danza huérfana de sentido, regada con el hábito y la repetición, producto de haberla practicado muchas veces a lo largo del tiempo.

               Federico, en su perplejidad, se dio cuenta de que tenía que ser un sueño porque recordaba perfectamente que anoche se acostó en su casa de Cuenca ¿Cómo podía ser que se estuviera viendo en la feria de Costanilla? ¿Qué había hecho para llegar allí? Caminó. Se alejó del bullicio siguiendo a una mujer que vestía un estampado a la que no le pudo ver la cara porque andaba más deprisa que él. La mujer tiraba de un niño con una gorra roja. Cogido de su mano daba enormes chupetones a una bola de fresa helada que culminaba el cucurucho.

               De pronto, Federico se encontró ante un enorme muro de piedras muy talladas. A su lado yacían descomunales trozos. A modo de un complot de largo recorrido, el tiempo y la falta de mantenimiento habían unido fuerzas para derribar algunas de sus partes. Estaba delante de una gran abertura a través de la cual se podía observar, abajo, el centenario puerto costanillés. Dos inmensos brazos, curvos y desiguales, de piedra y hormigón, como dos grandes hoces enfrentadas a diferente altura, encerraban una especie de mar menor dejando libre la bocana del puerto: A la derecha pudo ver el dique de abrigo. En él se diferenciaba con claridad un paseo inferior protegido de los vientos y el agua. Cada cierta distancia unos escaloncitos permitían subir a la parte de arriba, una especie de púlpito alargado de hormigón donde la plenitud y la extensión de un mar de color cielo, extrañamente en calma, te hacían su prisionero. Al final, elevado sobre una construcción cilíndrica, muy sólida, se encontraba el viejo faro observador de cúpula redonda, vidriera transparente, con una balconada circular y pretil protector, en apariencia frágil. Desde allí un horizonte lejano y nítido, como si fuera recto, era el lugar del encuentro ficticio del cielo con el agua.

               En el puerto, en la hoz de la izquierda, siglos atrás, se había construido una pequeña fortaleza con dos esbeltas torres y un recinto cuadrado, amurallado, para defender la ciudad ante invasores y piratas. Por sus almenas asomaban las bocas de unos viejos cañones, hoy con seguridad decorativos. Un mástil huérfano, vertical, de madera, crecía como si fuera un árbol sin sus ramas: quería pinchar una nube violeta de algodón. En su extremo, una gaviota, sin vértigo, con vista de Linceo, vigilaba la costa. La marea, ahora baja, dejaba ver los cimientos en rampa, cubiertos de algas, de la vieja muralla defensora. En la arena, de una minúscula playa lateral, unas rocas tranquilas esperaban volver a ser cubiertas por el agua.

               Federico pensó en esos enormes brazos de hormigón: nunca llegarían a encontrarse del todo, nunca abrazarían nada. Estaban hechos para proteger sin tocarse. Su éxito estaba en su calculada y obligatoria separación. Eso sí: podrían mirar en su interior y observar su mutuo desgaste; comprobarían como el agua y el tiempo modelaban las piedras del vecino, una batalla lenta con vencedor seguro. Podrían escuchar los bramidos de un viento atronador y un mar embravecido, pero nunca se enlazarían por sus extremos. Sólo sus desprendidos y pequeños granos de arena entrarían en contacto, al mezclarse, en las poco profundas aguas de la ensenada.

               Un brusco encuentro ocurrió en aquel sueño real. Sucedió que Federico Tornero, perito mecánico de titulación y profesor de Electrotecnia en la Universidad, se tropezó de repente con Mª Ángeles Glaciar, compañera en el departamento de Electrónica.

               El caso es que Costanilla[1], un término en desuso[2], debía su nombre a la presencia de numerosas calles cortas y en cuesta, rodeadas de otras con menor inclinación. Al estar enclavada en un relieve irregular, próximo al mar, resultaba un pueblo pintoresco y atractivo.

               La profe visitaba con alumnos las particularidades urbanísticas de Costanilla[3] del Mar, tras la instructiva visita a la fábrica de microchips avanzados situada en sus proximidades. El repentino encuentro agitó sus corazones y la respuesta fue un abrazo de larga duración. Era la salida natural y lógica a la inexplicable atracción que ambos sentían, nunca dicha y menos concretada. Ella con melenita, pelo castaño oscuro y gafas de sol. Él con barba de talibán y cabeza rapada.

-        ¿Estamos demasiado cerca? preguntó él.

-        No. Estamos bien, respondió ella.

               Federico siempre que saludaba, besando a una mujer, procuraba mantenerse inclinado hacia fuera para no rozar su pecho. Le resultaba entre violento y aprovechado ese tipo de contacto…. En su sueño lo intentó, pero esta vez no fue así. Su compañera se pegó a él a lo largo de toda su vertical y entre los dos cuerpos no había el más mínimo resquicio que pudiera atravesar la luz. Le preguntó que hacía por allí y ella le respondió que estaba de excursión con sus alumnos, dando una vuelta al pueblo. Tras el abrazo más largo y apretado del mundo, un alumno le espetó: ¡Seño, que tenemos que irnos! La pareja parecía soldada por todos sus puntos de contacto. Una ambulancia que pasaba deprisa, con su sirena devolvió a Federico a la soñada realidad. ¡Se separaron!

               Ya solo, el sueño continuó en la habitación de un hotel. Estaba pintada de azul. Allí estaba su jaula. Él, en Cuenca, tenía un pájaro, pero observó que dentro había dos pajarillos más. ¿Cómo es posible que hayan entrado esos dos con la puerta cerrada? En su ensoñación pudo ver como su pájaro abría la puerta de la jaula con un extraño movimiento de palanca del pico. Atónito, confirmó lo que había sospechado: “Los animales son bastante más listos de lo que parecen y sólo en los sueños podemos comprobar algunos de sus poderes especiales”. La puerta de la jaula se abrió y los dos pajarillos remontaron el vuelo. El suyo quedó dentro después de volver a cerrar la portezuela.

               Al permanecer despierto en el sueño, Federico Tornero lo estaba disfrutando de lo lindo pero en su subconsciente quería volver a Cuenca y fue a buscar su coche. Al aproximarse se tropezó con una chica joven muy bonita: pelo recogido con raya central de la que salen dos rayas a izquierda y a derecha a distintas alturas, cejas finas depiladas, grandes y profundos ojos verdes, nariz pequeña insinuada, labios carnosos, cuello largo, camisa verde rayada -con bolsillo- en la que destacaban cinco botones de un verde más oscuro. Federico la reconoció enseguida: Era la chica del cuadro que presidía la entrada del Museo de arte abstracto español en las Casas Colgadas …. pero de carne y hueso. Su esbeltez y aquella forma de andar lo dejaron abrumado. Parecía que flotaba en el aire.

               Entonces pudo pensar y se dijo: ¡Qué sueño más potente y más real estoy teniendo! La chica le habló pero no entendió nada de lo que le dijo. Era un idioma desconocido para él. Se acercó a ella pero esta se alejó caminando hacia atrás, sin perderle la cara….la distancia hizo que cada vez la viera más pequeña hasta que desapareció de su vista.

               Quiso entrar en el coche pero no encontró la llave. Las únicas que llevaba encima eran las llaves de su casa. ¿Cómo es posible que su coche estuviera en Costanilla del Mar y las llaves en Cuenca? Su cabeza le estaba gastando una mala pasada. El ring del despertador lo sacudió de verdad. Aún estuvo un rato en duermevela. Al poco tiempo sonó el teléfono. Era su compañera de la universidad Mª Ángeles Glaciar. Lo estaba esperando abajo, en la puerta.

 Nota: las citas a pie de página no tienen nada que ver con el relato. Se trata simplemente de un desahogo complementario del autor que pudiera ser de interés para los lectores.

 

 

 

 

 

 



[1] En Madrid existe la calle de la Costanilla, citada por Galdós, que posteriormente tomaría el nombre de Costanilla de los Capuchinos. Costanillas, plural, nombra a barrios históricos de ciudades como Córdoba, Sevilla o Segovia.

[2]  Cita literal de Wikipedia: “Igual olvido han sufrido otros términos en desuso como alameda, adarve, altozano, espolón, portillo, travesía o travesera,... Interesado por el tema, en 1840, Fermín Caballero, siendo alcalde de Madrid, reunió una lista de los nombres genéricos de las vías urbanas, recopilando un total de catorce maneras de denominar una calle: carrera, corredera, callejón, cuesta, costanilla, pretil, portal, arco, pasadizo, plaza, plazuela, campillo, puerta y postigo. En el siglo XXI, el callejero de Madrid añade a la lista del alcalde romántico otros diecisiete términos de urbanismo: avenida, cañada, cava, escalinata, glorieta, galería, gran vía, pasaje, paseo, paso, plazoleta, ribera, ronda, senda, vereda y vía".

[3] En la calle Costanilla de Valladolid, luego calle de la Platería, nacería el que fuera tercer amo del Lazarillo de Tormes y de ello presume ante Lázaro en el “Tratado tercero” de la obra.

 

13 noviembre 2022

Aquilino y sus circunstancias

 


            Hablábamos de un barrio de la periferia de la capital. La mayor parte de las familias que vivían en él disponían de escasos recursos económicos. Metafóricamente, a pesar de su orgullo demostrado, se las calificaba de personas humildes o muy humildes. Los bloques, con seis pisos de altura legislada, conformaban una geometría demasiado prismática, excesivamente regular. La imaginación del arquitecto había brillado por su ausencia. Se notaba que eran diseños para salir del paso, hechos con prisa, sin calidez. La conclusión fueron pisos baratos, sencillos y vulgares donde primaba lo práctico. La construcción era pobre. A través de paredes y suelos muy porosos se intercalaban los íntimos gemidos con el rumor de las cisternas; lamentos de dolor de los enfermos crónicos con carreras de  niños y bronca entre mayores. La dicción de la tele se amalgamaba con los programas de las teles vecinas. Desde fuera, las pálidas persianas de madera daban aspecto de abandono y las ropas colgadas en los balcones, para secarse, ofrecían la imagen de una España irredenta y tercermundista. Las bombonas de gas, presas trás los barrotes de las barandillas, daban un tono de color, pero la estampa de cierta desolación no mejoraba. Cajas de plástico y alguna bicicleta de niño, de esas que tienen cuatro ruedas, terminaban de ocupar el espacio disponible. En su conjunto, la fachada era una agrupación de balcones almacén, ordenados en filas y columnas, que rebosaban de bártulos con el peligro de caer sobre la acera.

Balcones y ventanas de las dos primeras plantas estaban enrejados como medida disuasoria ante los cacos. Pura seguridad. En varias ocasiones ladrones escaladores habían entrado en las viviendas para llevarse cualquier cosa que pudieran vender en los mercadillos de segunda o tercera mano. Con el paso del tiempo los vecinos habían ido colocando rejas. Lo hicieron por etapas, lo cual dio lugar a una considerable variedad ya que los herreros, artesanos en extinción, se negaban a hacerlas idénticas a las de sus competidores. Podemos decir que las fachadas eran un muestrario de toldos, aparatos de aire acondicionado, rejas, persianas y ropa de toda talla y condición. El multicolorismo estaba servido y la falta de uniformidad era tan evidente que resultaba atractiva para las personas que pasaban por allí. La gente intentaba localizar dos balconadas o dos ventanas iguales, pero resultaba tarea imposible. Más de una vez, el barrio y sus fachadas habían salido en la TV local como señal de identidad de la periferia este. Aquellos exteriores eran señales evidentes de una cultura propia, de una manera singular de vivir. Vecinos y vecinas fueron entrevistados ante las cámaras. Todos defendieron las peculiaridades de su reja y de su tendedero. Ni que decir tiene que la Comunidad de propietarios había renunciado hacía tiempo al intento de unificación de criterios y ahora potenciaba el lema de ¡Nunca más dos balcones iguales! El presidente, al que gustaba el ejercicio del cargo, tuvo que renunciar a toda posible autoridad e hizo suya la frase de un político populista de su edad: “¡Yo estoy aquí para hacer lo que vosotros queráis y digáis! Evidentemente, esa era la única fórmula para mantenerse en el puesto.

 Ahí vivía Aquilino, hijo de Carmen y padre desconocido. Era alumno del colegio “El Niño de la Uña”, nombre que figuraba en la entrada del mismo y en una placa de mármol junto a la puerta del salón de actos. El “Niño de la Uña”, ex – alumno, hoy era conocido como un afamado guitarrista que tuvo la fortuna de disfrutar de un abuelo cariñoso y exigente. Como su madre no podía hacer carrera de él, el abuelo se encargó de la educación del nieto. Por tres detalles de este, enseguida se dio cuenta de que los libros no eran lo fuerte del chaval, así que le propuso aprender a tocar la guitarra: sería profesor, tutor y abuelo. "El Niño", sin saber dónde se metía, aceptó y durante siete años, el abuelo fue su coach guitarrero. Primero intentó que le gustara con cositas alegres y sencillas, y luego, cuando el gusanillo del flamenco se convirtió en duende le apretó las clavijas. El luego famoso “Niño” tocaba la guitarra todos los días, y con frecuencia, también, la mayoría de las noches. El abuelo haciendo gala de una paciencia y una sabiduría infinitas tenía una receta mágica: “Cuando lo hagas bien lo dejamos, pero mientras tienes que seguir tocando”. Además lo convenció para que siguiera yendo al colegio y luego al instituto. Su rendimiento académico era un desastre, pero “el de la uña” siempre se mostró respetuoso y nunca molestó. El ir al instituto fue una decisión condicionada por la amenaza del abuelo de dejar de enseñarle el guitarreo. El chaval era buena gente. Cuando ganó sus primeros dinerillos en una fiesta de confianza, con éxito y cariño asegurado, el “Niño”, en un gesto de cálida nobleza y como muestra de un agradecimiento insuperable, se los entregó al abuelo para que se convidara. “Ya pronto, cobraré otra vez”, le dijo. El abuelo lo abrazó y, entre lágrimas, aceptó el regalo. De paso, lo bautizó artísticamente con el sobrenombre de “El Niño de la Uña” por aquella que se dejó crecer en su dedo índice y que, milagrosamente, le facilitaba un toque personal en su forma de hacer música.

Así sea, sentenció el “Niño”.

Y que lo sea por muchos años, remató el abuelo.

             Aquel barrio reunía a numerosas familias en el paro. La formación cultural era baja y la educación justita, aunque con mucha calle. La gente tenía experiencia en solicitar todo tipo de ayudas y subvenciones, fueran privadas o públicas. Un asesor rellenaba uno de los impresos a conciencia y todos los demás, amigos, familiares, etc… prácticamente fusilaban su contenido cambiando el nombre, domicilio y cuatro datos más. Muchas de aquellas familias, aunque sabían pescar y pescaban, eran partidarias de que papá Estado, mamá Ayuntamiento y la tita de “Cáritas” les completaran la dieta con cualquier tipo de pescado. Digamos que los acentos se cargaban más en los derechos que en las obligaciones. También había gente que le gustaba trabajar, aprender y progresar que luchaba por un proyecto propio ajustado a sus capacidades. Vivian honradamente: compraban, vendían, cuidaban ancianos o echaban horas en el servicio doméstico. Todo sin declarar, claro, si no la cosa se quedaba en casi nada. Lo de la venta ambulante de calle en calle, de mercadillo en mercadillo, de casa en casa o de acera en acera era la ocupación más frecuente. En cualquier esquina te podías encontrar a una abuela vendiendo ajos, naranjas o calcetines. Un par de jóvenes iban con un cartel por la calle: “Te traigo la colonia que tú quieras a mitad de precio”. En otros casos eran tres bragas al precio de una, bolígrafos baratos o un paquete de pañuelos de papel “por la voluntad”, aunque si esta era menor que un euro te podían soltar cualquier improperio más o menos gracioso, pero improperio.

          

El "rey de la casa"

  En ese barrio y en esas circunstancias vivía Aquilino con su madre y un tío soltero que era la referencia masculina de la casa. Carmen, la madre, no había tenido una vida fácil. Desde muy joven trabajó para ayudar a sus padres y a sus dos hermanos a tirar p'alante. Su madre, muy medicinada por asunto de nervios, se levantaba tarde y desorientada. Su padre se ganaba la vida con una vieja furgoneta. Por un lado daba portes de cualquier cosa y por otro iba recogiendo los muebles que se encontraba junto a los contenedores de basura. Sillas, estanterías, lámparas, cajones, mesas, mesillas, pequeños armarios, etc eran sus piezas preferidas. Tenía buena mano para la carpintería si eran cosas sencillas. Reparaba lo roto y con un par de pasadas de barniz quedaba como nuevo. A veces la gente le avisaba y recogía muebles usados por las casas, muebles que antes de tirar revisaba cuidadosamente y que generalmente se quedaba. En las tiendas de segunda mano y en los frecuentes mercadillos de la ciudad daba salida a todo. Se entretenía muchísimo y arrimaba un dinero para el mantenimiento de la familia. Aparte le quedaba para sus gastos.

            A los catorce años Carmen ya se encargaba del hogar de sus padres. Era mujer fuerte de carácter pero de débil corazón. De alguna forma fue criada en casa de sus padres y siguió siendo criada de su hijo y de su hermano Luis, soltero empedernido, en el hogar que conformaron los tres. Del padre de mi hijo, mejor no hablar, era su comentario.

            Aquilino era la debilidad de Carmen. Para ella su hijo lo fue todo desde el momento que vino al mundo. De alguna forma dio a luz a un salvavidas. Vivía para él. Trabajaba por él y para él. Desde pequeño siempre le preguntó sus opiniones sobre temas que lo sobrepasaban, debido a su corta edad. Con grandes sacrificios le compraba ropa de marca para que su hijo no fuera menos que nadie. En casa se veían los programas de tele que Aquilino quería, siendo el mando a distancia su principal juguete. Un día que su tío Luis cambió de canal sin su permiso recibió una super bronca de su hermana Carmen que le llegó a decir que si quería ver otra cosa que se comprara una tele y la pusiera en su cuarto. Esa tele era suya y de su hijo y se ve lo que nosotros queremos. El tío aprovechó el numerito montado para desaparecer de la casa.

            Aquilino creció en el mimo, el exceso de consideración, el hombrecito de la casa. Su autoestima era tan grande que siempre pensó que todo se lo merecía. Que su madre limpiara escaleras en jornadas y en condiciones de auténtica explotación era lo que ocurría a diario para que él pudiera comprarse camisetas de sus equipos preferidos al precio de 100 ó 200 euros. La madre tenía la obligación de darle todo y él tenía el derecho de recibir todo de todos.

            Carmen estaba muy influenciada por esa mala costumbre que tienen algunas madres: “Quiero darle a mi hijo todo lo que yo no tuve” se la oía decir. En sus adentros sabía perfectamente que eso estaba mal, pero a la hora de concretar su amor de madre la desbordaba una superprotección exagerada. Aquilino acabó sufriendo el síndrome del niño emperador. Era una persona con un monstruo dentro. En su corta vida, ya adolescente, nunca había conocido un no por parte de su madre.

             En la escuela estaba considerado un niño pijo. Pobre pero pijo. Solía despreciar a los maestros y de forma especial a las maestras. Se acostumbró a no hacer nada y a decir que los profesores eran afortunados por tener un alumno como él. Los profes serían famosos por haberle dado algunas clases. Todos los días se presentaba superarreglado con sus gafas oscuras, gafas que también usaba en el interior del aula aludiendo una sensibilidad extraña con la luz. El día que una profesora se las hizo quitar juró, para sus adentros, vengarse. Dejó pasar un par de meses. Identificado domicilio y el rojo Seat Ibiza de la docente con un par de amigotes del barrio, untados con 20 euros cada uno, pintaron de negro todos los cristales del vehículo, incluidos faros e intermitentes. Se jactaba de haberle puesto gafas de sol al coche de la profe.

            Aquilino se consideraba guapo cuando en realidad era del montón; se creía inteligente, ocurrente y gracioso. Se reía de sus propias tonterías y como su madre le proporcionaba algún dinerillo más que la media de sus compañeros lo utilizaba para tener siempre un coro de aduladores a los que invitaba fardando de ser el más chulo, sin darse cuenta de que esas amistades sólo se aprovechaban de su estupidez. Con las chicas se mostraba como el gallo del corral. Seguro de si mismo, fanfarronamente contaba a los amigos cualquier roce o apretoncillo por pequeño que fuera. Presumía que todas las chicas de su grupo estaban locas por él y le pedían salir los fines de semana. Pequeñas notas escritas de su puño y letra con piropos o declaraciones de amor, decía haberlas recibido de chicas mayores que él. Aclaraba que no podía decir sus nombres para no comprometerlas.

            Aquilino, intentando jugar a divo, era un líder sin carisma, una persona engreída y totalmente desubicada por los excesos contemplativos de su madre. Era pura fachada, puro marketing, puro artificio. En su desmedida soberbia consideraba la sencillez como un defecto, los humildes eran idiotas y el trabajo una desgracia como otra cualquiera. Se las prometía muy felices andando siempre sobre las cabezas de la gente. A sus 15 años se imaginaba su futuro rodeado de rubias impresionantes, actor de fama con una buena cuenta corriente y un par de Porches deportivos aparcados en la puerta de su lujosa mansión.

             En casa no hacía nada. Nunca recogió una mesa ni su habitación. Jamás limpió un pasillo o tendió una ropa. Después de ducharse se colocaba la camiseta y pantalón que previamente había acordado con su madre y que esta cariñosamente había depositado en la pequeña silla del cuarto de baño. Nunca salió a comprar comida de ningún tipo. Nunca pasó una escoba a un pasillo ni una fregona al suelo. Ni siquiera apagaba la tele después de haberla visto. A lo más que llegó fue a recoger el correo – le pillaba de paso al entrar en su casa – y a salir a la calle para comprarse alguna ropa, acompañado de su madre, claro.

             Con la comida no iba a ser menos y motivado por las constantes cesiones de su madre fue reduciendo la variedad de su menú hasta unos límites ciertamente patológicos. La verdura fue desapareciendo de sus platos y a los diez años ya no la probaba. Los guisos de cuchara, que tan ricos preparó siempre su madre, los calificaba de comidas de antiguos y de porrinos. Un cocido era un plato típico de residencia de ancianos, una comida de abuelos, pero no para él. Lo mismo comentaba sobre lentejas, estofados, arroz o macarrones. La fruta había que pelarla o lavarla: se perdía mucho tiempo y era una incomodidad. Para desayunar la leche le resultaba asquerosa y las infusiones sabían a medicina.

            La conclusión fue que la dieta de Aquilino se convirtió en un desastre absoluto, un atentado voluntario contra su propia salud. Cenas y mediodías las apañó con huevos, patatas fritas, hamburguesas y pizzas. El desayuno brillaba por su ausencia y en el recreo compraba donuts de chocolate o palmeras de ídem con su lata de Cola Loca.

             Con el tiempo los caprichos alimenticios aumentaron, se exageraron más y desaparecieron la pizza y las hamburguesas. También los donuts. Así que nos quedamos con los huevos, las patatas, la Coca para beber y las achocolatadas palmeras. En plena adolescencia Aquilino era un maniático insoportable. Además su carácter derivó hacia una tiranía arrogante. Se convirtió en un impertinente salvaje e insoportable.

             Carmen fue dominada por su hijo por completo. Incapaz de negarse a sus deseos, le preparaba a diario para comer y cenar los susodichos huevos fritos con patatas, patatas fritas y tortilla francesa, huevos revueltos con patatas fritas de bolsa, tortilla de patatas, huevos pasados por agua y patatas alargadas para mojar, a veces huevos duros con patatas fritas redonditas o cualquier combinación que se pueda imaginar sin salirnos de los dos componentes básicos: huevos y patatas. El agua ni la probaba. Su líquido compañero fue su botella de Coca de dos litros que su madre le reponía cada día. De postre o de merendilla palmera de chocolate.

             Además Aquilino comía repantigado en el sofá viendo continuamente la televisión. Al llegar de su jornada escolar dejaba caer al suelo su pesada mochila dando sensación de cansancio. Allí estaba su madre para recogerla y ponerla en su sitio mientras le decía: ¡Hay que ver cómo eres! ¡Tienes que ser más ordenado!

            Ante esto Aquilino le ordenaba a su madre: ¡Tráeme la bandeja! Tengo hambre.

             Así un día y otro y otro. Una semana y otra y otra. Un mes y otro y otro. Un año y otro y otro… Su burbuja de confort jamás fue cortocircuitada por su madre.

             Otra particularidad, muy notable, de Aquilino es que le gustaba mucho el fútbol. Eso así dicho no suena nada raro, pero el caso es que Aquilino era fan del Real Madrid y del Barcelona. Seguidor empedernido de ambos tenía el corazón partío por la mitad. No lo podía remediar: admiraba a los dos clubs por igual. Para él esto no era ningún problema. Sus nervios alcanzaban una especie de éxtasis esquizofrénico cuando tenía lugar un Barça–Madrid o viceversa, pero se compensaba al final pues siempre le satisfacía la victoria de uno de los dos, siempre ganaba, aunque su resultado preferido para este tipo de choque era el empate.

             Esa afición al fútbol y alguna cosa más hicieron que la vida de Aquilino cambiara por completo. No fue precisamente corriendo detrás de una pelota como se produjo ese cambio. Corría el mes de noviembre de 2009 y en el Nou Camp el día 29 se jugaba un Barça – Real Madrid. 19 horas. Arbitró Undiano Mallenco.

             A las siete menos cinco Aquilino está sentado, en su sofá de siempre, frente al televisor. No se pensaba perder ni un segundo. Su madre plancha y le hace compañía. Antes de comenzar el joven le dice a su madre que haga el favor de no hablarle, que no lo distraiga. Quiere absorber todo lo que la caja tonta vomite. El partido está calificado como de máxima emoción y de alto riesgo.

            Se inicia el partido. El Nou Camp rebosa. Ambiente caldeado. Durante el primer tiempo muchas precauciones de los dos equipos con algunas ocasiones de gol que no llegan a cuajar. Las caras, los gestos y las entradas de algunos jugadores denotan  tensión. Dos tarjetas amarillas para el Madrid.

             A las 20 horas comienza el segundo tiempo. Aquilino le pide a su madre que le prepare un par de huevos fritos con patatas de bolsa y su preciada Coca con azúcar y gas. Al terminar el partido se irá a dar una vuelta con algunos amigos. Quiere cenar temprano. Se acerca el minuto 56 del partido y Carmen lleva la bandeja para que su hijo cene. Se arrima para dársela tapando, de forma inevitable, la visión del televisor. En ese justo momento, minuto 56, Ibrahimovic marca el primer gol del partido para el Barça. Aquilino, nervioso, no lo ha podido ver y pegándole un tremendo empujón a su madre que casi la estampa con la tele, grita: ¡Estúpida vieja! ¡Ya me has jodido la tarde! Huevos fritos, patatas y Coca Cola han volado por la habitación. Carmen se levanta como puede, se tambalea un poco, pero sin pensárselo dos veces le da un guantazo de revés a un Aquilino que no se lo esperaba hipnotizado por la celebración del gol. Cuando aún no se ha repuesto de la enorme, y a juicio de algunos, merecida bofetada, Carmen lo mira de frente, aproxima su frente a la de su hijo y con una tranquilidad pasmosa le dice muy bajito. ¡Aquí el único estúpido que hay eres tú! ¡Capullo! ¡Se te acabó el chollo! Y ahora, si quieres cenar, vas a recoger tus malditos huevos y tus jodidas patatas fritas y te las vas a comer, Sí o Sí. ¡Y no te olvides de la fregona para recoger esa cola loca! ¡Imbécil!

            Aquilino no da crédito ni a lo que ve ni a lo que oye. Aturdido, caso shocado, empieza a recoger la comida del suelo y con sus dedos regordetes se la echa directamente a la boca. La madre, algo más tranquila, le dice que debe coger un plato y un tenedor, pero que cola loca no hay. Si la quiere debe chuparla directamente de la alfombra y si no, agua del grifo.

            Aquilino termina de comer mientras la madre le da un plátano que no está en condiciones de rechazar. Te sentará bien, le dice. Hace miles de años que no comes fruta.

            El partido termina con la victoria del Barça por 1 – 0. Aquilino, desorientado por completo, termina yéndose a su habitación. No le apetece salir. Carmen se queda sola recogiendo algunos pequeños restos de comida que han quedado por ahí desperdigados. Apaga la tele y se sienta. Sin poderlo impedir unas violetas, grandes y amargas lágrimas afloran por sus ojos que de repente se han convertido en unas cataratas de agua salada. Llora un buen rato a solas. Diluvian lágrimas en medio de un silencio que la sobrecoge. Su llanto es una mezcla de pena por su hijo y de alegría  por haber sido capaz de romper una rutina que la estaba ahogando. Está segura de haber actuado bien. No quiere un hijo ñoño y egoísta. Piensa que aún está a tiempo. Mañana será otro día. Echa lentejas en remojo.