Hablábamos de un barrio de la periferia de la capital. La mayor parte de las familias que
vivían en él disponían de escasos recursos económicos. Metafóricamente, a pesar
de su orgullo demostrado, se las calificaba de personas humildes o muy humildes. Los bloques, con seis pisos de
altura legislada, conformaban una geometría demasiado prismática, excesivamente
regular. La imaginación del arquitecto había brillado por su ausencia. Se
notaba que eran diseños para salir del paso, hechos con prisa, sin calidez. La
conclusión fueron pisos baratos, sencillos y vulgares donde primaba lo práctico.
La construcción era pobre. A través de paredes y suelos muy porosos se intercalaban los íntimos gemidos con el rumor de las cisternas; lamentos de dolor de los enfermos
crónicos con carreras de niños y bronca entre mayores. La dicción de
la tele se amalgamaba con los programas de las teles vecinas. Desde fuera, las pálidas persianas de madera daban aspecto de abandono y las ropas colgadas
en los balcones, para secarse, ofrecían la imagen de una España irredenta y tercermundista.
Las bombonas de gas, presas trás los barrotes de las barandillas, daban un tono
de color, pero la estampa de cierta desolación no mejoraba. Cajas de plástico y
alguna bicicleta de niño, de esas que tienen cuatro ruedas, terminaban de ocupar el espacio disponible. En su
conjunto, la fachada era una agrupación de balcones almacén, ordenados en filas
y columnas, que rebosaban de bártulos con el peligro de caer sobre la acera.
Balcones y
ventanas de las dos primeras plantas estaban enrejados como medida disuasoria ante los cacos. Pura seguridad. En varias ocasiones ladrones escaladores habían
entrado en las viviendas para llevarse cualquier cosa que pudieran vender en
los mercadillos de segunda o tercera mano. Con el paso del tiempo los vecinos
habían ido colocando rejas. Lo hicieron por etapas, lo cual dio lugar a una considerable variedad ya que los herreros, artesanos en extinción, se negaban a
hacerlas idénticas a las de sus competidores. Podemos decir que las fachadas
eran un muestrario de toldos, aparatos de aire acondicionado, rejas, persianas
y ropa de toda talla y condición. El multicolorismo estaba servido y la falta
de uniformidad era tan evidente que resultaba atractiva para las personas que pasaban por allí. La gente intentaba localizar dos balconadas o dos ventanas
iguales, pero resultaba tarea imposible. Más de una vez, el barrio y sus
fachadas habían salido en la TV
local como señal de identidad de la periferia este. Aquellos
exteriores eran señales evidentes de una cultura propia, de una manera singular
de vivir. Vecinos y vecinas fueron entrevistados ante las cámaras. Todos defendieron las
peculiaridades de su reja y de su tendedero. Ni que decir tiene que la Comunidad
de propietarios había renunciado hacía tiempo al intento de unificación de criterios y
ahora potenciaba el lema de ¡Nunca más dos balcones iguales! El presidente, al
que gustaba el ejercicio del cargo, tuvo que renunciar a toda posible autoridad e hizo
suya la frase de un político populista de su edad: “¡Yo estoy aquí para hacer lo que vosotros queráis y digáis!
Evidentemente, esa era la única fórmula para mantenerse en el puesto.
Ahí vivía Aquilino,
hijo de Carmen y padre desconocido. Era alumno del colegio “El Niño de la Uña”, nombre que figuraba en
la entrada del mismo y en una placa de mármol junto a la puerta del salón de
actos. El “Niño de la Uña”,
ex – alumno, hoy era conocido como un afamado guitarrista que tuvo la fortuna
de disfrutar de un abuelo cariñoso y exigente. Como su madre no podía hacer
carrera de él, el abuelo se encargó de la educación del nieto. Por tres
detalles de este, enseguida se dio cuenta de que los libros no eran lo fuerte del chaval, así que le propuso aprender a tocar la guitarra: sería profesor, tutor y abuelo. "El Niño", sin saber dónde se metía, aceptó y durante siete años, el abuelo fue
su coach guitarrero. Primero intentó
que le gustara con cositas alegres y sencillas, y luego, cuando el gusanillo
del flamenco se convirtió en duende le apretó las clavijas. El luego famoso “Niño”
tocaba la guitarra todos los días, y con frecuencia, también, la mayoría de las noches.
El abuelo haciendo gala de una paciencia y una sabiduría infinitas tenía una
receta mágica: “Cuando lo hagas bien lo
dejamos, pero mientras tienes que seguir tocando”. Además lo convenció para
que siguiera yendo al colegio y luego al instituto. Su rendimiento académico
era un desastre, pero “el de la uña” siempre se mostró respetuoso y nunca
molestó. El ir al instituto fue una decisión condicionada por la amenaza del
abuelo de dejar de enseñarle el guitarreo. El chaval era buena gente. Cuando
ganó sus primeros dinerillos en una fiesta de confianza, con éxito y cariño
asegurado, el “Niño”, en un gesto de cálida nobleza y como muestra de un agradecimiento insuperable, se los entregó al abuelo para que se convidara. “Ya pronto, cobraré otra vez”, le dijo. El abuelo lo abrazó y, entre
lágrimas, aceptó el regalo. De paso, lo bautizó artísticamente con el
sobrenombre de “El Niño de la Uña”
por aquella que se dejó crecer en su dedo índice y que, milagrosamente, le facilitaba
un toque personal en su forma de hacer música.
Así sea, sentenció el “Niño”.
Y que lo sea por muchos años, remató el
abuelo.
Aquel
barrio reunía a numerosas familias en el paro. La formación cultural era baja y
la educación justita, aunque con mucha calle. La gente tenía experiencia en solicitar
todo tipo de ayudas y subvenciones, fueran privadas o públicas. Un asesor
rellenaba uno de los impresos a conciencia y todos los demás, amigos,
familiares, etc… prácticamente fusilaban su contenido cambiando el nombre,
domicilio y cuatro datos más. Muchas de aquellas familias, aunque sabían pescar
y pescaban, eran partidarias de que papá
Estado, mamá Ayuntamiento y la tita de “Cáritas” les completaran la
dieta con cualquier tipo de pescado.
Digamos que los acentos se cargaban más en los derechos que en las obligaciones.
También había gente que le gustaba trabajar, aprender y progresar que luchaba
por un proyecto propio ajustado a sus capacidades. Vivian honradamente: compraban,
vendían, cuidaban ancianos o echaban horas en el servicio doméstico. Todo sin
declarar, claro, si no la cosa se quedaba en casi nada. Lo de la venta
ambulante de calle en calle, de mercadillo en mercadillo, de casa en casa o de
acera en acera era la ocupación más frecuente. En cualquier esquina te podías
encontrar a una abuela vendiendo ajos, naranjas o calcetines. Un par de jóvenes
iban con un cartel por la calle: “Te traigo la colonia que tú quieras a mitad
de precio”. En otros casos eran tres bragas al precio de una, bolígrafos baratos
o un paquete de pañuelos de papel “por la voluntad”, aunque si esta era menor
que un euro te podían soltar cualquier improperio más o menos gracioso, pero
improperio.
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El "rey de la casa" |
En
ese barrio y en esas circunstancias vivía Aquilino con su madre y un tío
soltero que era la referencia masculina de la casa. Carmen, la madre, no había
tenido una vida fácil. Desde muy joven trabajó para ayudar a sus padres y a sus
dos hermanos a tirar p'alante. Su madre, muy medicinada por asunto de
nervios, se levantaba tarde y desorientada. Su padre se ganaba la vida con una
vieja furgoneta. Por un lado daba portes de cualquier cosa y por otro iba
recogiendo los muebles que se encontraba junto a los contenedores de basura.
Sillas, estanterías, lámparas, cajones, mesas, mesillas, pequeños armarios, etc
eran sus piezas preferidas. Tenía buena mano para la carpintería si eran cosas
sencillas. Reparaba lo roto y con un par de pasadas de barniz quedaba como
nuevo. A veces la gente le avisaba y recogía muebles usados por las casas, muebles
que antes de tirar revisaba cuidadosamente y que generalmente se quedaba. En las
tiendas de segunda mano y en los frecuentes mercadillos de la ciudad daba
salida a todo. Se entretenía muchísimo y arrimaba un dinero para el
mantenimiento de la familia. Aparte le quedaba para sus gastos.
A
los catorce años Carmen ya se encargaba del hogar de sus padres. Era mujer
fuerte de carácter pero de débil corazón. De alguna forma fue criada en casa de
sus padres y siguió siendo criada de su hijo y de su hermano Luis, soltero
empedernido, en el hogar que conformaron los tres. Del padre de mi hijo, mejor no hablar, era su comentario.
Aquilino
era la debilidad de Carmen. Para ella su hijo lo fue todo desde el momento que
vino al mundo. De alguna forma dio a luz a un salvavidas. Vivía para él. Trabajaba
por él y para él. Desde pequeño siempre le preguntó sus opiniones sobre temas
que lo sobrepasaban, debido a su corta edad. Con grandes sacrificios le
compraba ropa de marca para que su hijo no fuera menos que nadie. En casa se
veían los programas de tele que Aquilino quería, siendo el mando a distancia su
principal juguete. Un día que su tío Luis cambió de canal sin su permiso
recibió una super bronca de su hermana Carmen que le llegó a decir que si
quería ver otra cosa que se comprara una tele y la pusiera en su cuarto. Esa
tele era suya y de su hijo y se ve lo que nosotros queremos. El tío aprovechó
el numerito montado para desaparecer de la casa.
Aquilino
creció en el mimo, el exceso de consideración, el hombrecito de la casa. Su
autoestima era tan grande que siempre pensó que todo se lo merecía. Que su
madre limpiara escaleras en jornadas y en condiciones de auténtica explotación
era lo que ocurría a diario para que él pudiera comprarse camisetas de sus
equipos preferidos al precio de 100 ó 200 euros. La madre tenía la obligación
de darle todo y él tenía el derecho de recibir todo de todos.
Carmen
estaba muy influenciada por esa mala costumbre que tienen algunas madres: “Quiero darle a mi hijo todo lo que yo no
tuve” se la oía decir. En sus adentros sabía perfectamente que eso estaba
mal, pero a la hora de concretar su amor de madre la desbordaba una
superprotección exagerada. Aquilino acabó sufriendo el síndrome del niño
emperador. Era una persona con un monstruo dentro. En su corta vida, ya
adolescente, nunca había conocido un no por parte de su madre.
En
la escuela estaba considerado un niño pijo. Pobre pero pijo. Solía despreciar a
los maestros y de forma especial a las maestras. Se acostumbró a no hacer nada
y a decir que los profesores eran afortunados por tener un alumno como él. Los
profes serían famosos por haberle dado algunas clases. Todos los días se
presentaba superarreglado con sus gafas oscuras, gafas que también usaba en el
interior del aula aludiendo una sensibilidad extraña con la luz. El día que una
profesora se las hizo quitar juró, para sus adentros, vengarse. Dejó pasar un
par de meses. Identificado domicilio y el rojo Seat Ibiza de la docente con un
par de amigotes del barrio, untados con 20 euros cada uno, pintaron de negro
todos los cristales del vehículo, incluidos faros e intermitentes. Se jactaba
de haberle puesto gafas de sol al coche de la profe.
Aquilino
se consideraba guapo cuando en realidad era del montón; se creía inteligente,
ocurrente y gracioso. Se reía de sus propias tonterías y como su madre le
proporcionaba algún dinerillo más que la media de sus compañeros lo utilizaba
para tener siempre un coro de aduladores a los que invitaba fardando de ser el
más chulo, sin darse cuenta de que esas amistades sólo se aprovechaban de su
estupidez. Con las chicas se mostraba como el gallo del corral. Seguro de si
mismo, fanfarronamente contaba a los amigos cualquier roce o apretoncillo por
pequeño que fuera. Presumía que todas las chicas de su grupo estaban locas por
él y le pedían salir los fines de semana. Pequeñas notas escritas de su puño y
letra con piropos o declaraciones de amor, decía haberlas recibido de chicas
mayores que él. Aclaraba que no podía decir sus nombres para no comprometerlas.
Aquilino,
intentando jugar a divo, era un líder sin carisma, una persona engreída y totalmente
desubicada por los excesos contemplativos de su madre. Era pura fachada, puro
marketing, puro artificio. En su desmedida soberbia consideraba la sencillez como
un defecto, los humildes eran idiotas y el trabajo una desgracia como otra
cualquiera. Se las prometía muy felices andando siempre sobre las cabezas de la
gente. A sus 15 años se imaginaba su futuro rodeado de rubias impresionantes, actor
de fama con una buena cuenta corriente y un par de Porches deportivos aparcados
en la puerta de su lujosa mansión.
En
casa no hacía nada. Nunca recogió una mesa ni su habitación. Jamás limpió un
pasillo o tendió una ropa. Después de ducharse se colocaba la camiseta y
pantalón que previamente había acordado con su madre y que esta cariñosamente
había depositado en la pequeña silla del cuarto de baño. Nunca salió a comprar
comida de ningún tipo. Nunca pasó una escoba a un pasillo ni una fregona al
suelo. Ni siquiera apagaba la tele después de haberla visto. A lo más que llegó
fue a recoger el correo – le pillaba de paso al entrar en su casa – y a salir a
la calle para comprarse alguna ropa, acompañado de su madre, claro.
Con
la comida no iba a ser menos y motivado por las constantes cesiones de su madre
fue reduciendo la variedad de su menú hasta unos límites ciertamente
patológicos. La verdura fue desapareciendo de sus platos y a los diez años ya
no la probaba. Los guisos de cuchara, que tan ricos preparó siempre su madre,
los calificaba de comidas de antiguos y de porrinos. Un cocido era un plato
típico de residencia de ancianos, una comida de abuelos, pero no para él. Lo
mismo comentaba sobre lentejas, estofados, arroz o macarrones. La fruta había
que pelarla o lavarla: se perdía mucho tiempo y era una incomodidad. Para
desayunar la leche le resultaba asquerosa y las infusiones sabían a medicina.
La
conclusión fue que la dieta de Aquilino se convirtió en un desastre absoluto,
un atentado voluntario contra su propia salud. Cenas y mediodías las apañó con
huevos, patatas fritas, hamburguesas y pizzas. El desayuno brillaba por su
ausencia y en el recreo compraba donuts de chocolate o palmeras de ídem con su
lata de Cola Loca.
Con
el tiempo los caprichos alimenticios aumentaron, se exageraron más y
desaparecieron la pizza y las hamburguesas. También los donuts. Así que nos
quedamos con los huevos, las patatas, la Coca para beber y las achocolatadas
palmeras. En plena adolescencia Aquilino era un maniático insoportable. Además
su carácter derivó hacia una tiranía arrogante. Se convirtió en un impertinente
salvaje e insoportable.
Carmen
fue dominada por su hijo por completo. Incapaz de negarse a sus deseos, le
preparaba a diario para comer y cenar los susodichos huevos fritos con patatas,
patatas fritas y tortilla francesa, huevos revueltos con patatas fritas de
bolsa, tortilla de patatas, huevos pasados por agua y patatas alargadas para
mojar, a veces huevos duros con patatas fritas redonditas o cualquier
combinación que se pueda imaginar sin salirnos de los dos componentes básicos:
huevos y patatas. El agua ni la probaba. Su líquido compañero fue su botella de
Coca de dos litros que su madre le reponía cada día. De postre o de merendilla
palmera de chocolate.
Además
Aquilino comía repantigado en el sofá viendo continuamente la televisión. Al
llegar de su jornada escolar dejaba caer al suelo su pesada mochila dando
sensación de cansancio. Allí estaba su madre para recogerla y ponerla en su
sitio mientras le decía: ¡Hay que ver
cómo eres! ¡Tienes que ser más ordenado!
Ante
esto Aquilino le ordenaba a su madre: ¡Tráeme
la bandeja! Tengo hambre.
Así
un día y otro y otro. Una semana y otra y otra. Un mes y otro y otro. Un año y
otro y otro… Su burbuja de confort jamás fue cortocircuitada por su madre.
Otra
particularidad, muy notable, de Aquilino es que le gustaba mucho el fútbol. Eso
así dicho no suena nada raro, pero el caso es que Aquilino era fan del Real
Madrid y del Barcelona. Seguidor empedernido de ambos tenía el corazón partío por la mitad. No lo podía remediar: admiraba a los dos clubs
por igual. Para él esto no era ningún problema. Sus nervios alcanzaban una
especie de éxtasis esquizofrénico cuando tenía lugar un Barça–Madrid o
viceversa, pero se compensaba al final pues siempre le satisfacía la victoria
de uno de los dos, siempre ganaba, aunque su resultado preferido para este tipo
de choque era el empate.
Esa
afición al fútbol y alguna cosa más hicieron que la vida de Aquilino cambiara
por completo. No fue precisamente corriendo detrás de una pelota como se
produjo ese cambio. Corría el mes de noviembre de 2009 y en el Nou Camp el día
29 se jugaba un Barça – Real Madrid. 19 horas. Arbitró Undiano Mallenco.
A
las siete menos cinco Aquilino está sentado, en su sofá de siempre, frente al
televisor. No se pensaba perder ni un segundo. Su madre plancha y le hace
compañía. Antes de comenzar el joven le dice a su madre que haga el favor de no
hablarle, que no lo distraiga. Quiere absorber todo lo que la caja tonta vomite.
El partido está calificado como de máxima emoción y de alto riesgo.
Se
inicia el partido. El Nou Camp rebosa. Ambiente caldeado. Durante el primer
tiempo muchas precauciones de los dos equipos con algunas ocasiones de gol que
no llegan a cuajar. Las caras, los gestos y las entradas de algunos jugadores
denotan tensión. Dos tarjetas amarillas
para el Madrid.
A
las 20 horas comienza el segundo tiempo. Aquilino le pide a su madre que le
prepare un par de huevos fritos con patatas de bolsa y su preciada Coca con
azúcar y gas. Al terminar el partido se irá a dar una vuelta con algunos
amigos. Quiere cenar temprano. Se acerca el minuto 56 del partido y Carmen
lleva la bandeja para que su hijo cene. Se arrima para dársela tapando, de
forma inevitable, la visión del televisor. En ese justo momento, minuto 56,
Ibrahimovic marca el primer gol del partido para el Barça. Aquilino, nervioso,
no lo ha podido ver y pegándole un tremendo empujón a su madre que casi la
estampa con la tele, grita: ¡Estúpida vieja!
¡Ya me has jodido la tarde! Huevos fritos, patatas y Coca Cola han volado
por la habitación. Carmen se levanta como puede, se tambalea un poco, pero sin
pensárselo dos veces le da un guantazo de revés a un Aquilino que no se lo
esperaba hipnotizado por la celebración del gol. Cuando aún no se ha repuesto
de la enorme, y a juicio de algunos, merecida bofetada, Carmen lo mira de
frente, aproxima su frente a la de su hijo y con una tranquilidad pasmosa le
dice muy bajito. ¡Aquí el único estúpido
que hay eres tú! ¡Capullo! ¡Se te acabó el chollo! Y ahora, si quieres
cenar, vas a recoger tus malditos huevos y tus jodidas patatas fritas y te las
vas a comer, Sí o Sí. ¡Y no te olvides de la fregona para recoger esa cola loca!
¡Imbécil!
Aquilino
no da crédito ni a lo que ve ni a lo que oye. Aturdido, caso shocado, empieza a
recoger la comida del suelo y con sus dedos regordetes se la echa directamente
a la boca. La madre, algo más tranquila, le dice que debe coger un plato y un
tenedor, pero que cola loca no hay. Si la quiere debe chuparla directamente de
la alfombra y si no, agua del grifo.
Aquilino
termina de comer mientras la madre le da un plátano que no está en condiciones
de rechazar. Te sentará bien, le
dice. Hace miles de años que no comes
fruta.
El
partido termina con la victoria del Barça por 1 – 0. Aquilino, desorientado por
completo, termina yéndose a su habitación. No le apetece salir. Carmen se queda
sola recogiendo algunos pequeños restos de comida que han quedado por ahí
desperdigados. Apaga la tele y se sienta. Sin poderlo impedir unas violetas, grandes y
amargas lágrimas afloran por sus ojos que de repente se han convertido en unas
cataratas de agua salada. Llora un buen rato a solas. Diluvian lágrimas en
medio de un silencio que la sobrecoge. Su llanto es una mezcla de pena por su
hijo y de alegría por haber sido capaz
de romper una rutina que la estaba ahogando. Está segura de haber actuado bien.
No quiere un hijo ñoño y egoísta. Piensa que aún está a tiempo. Mañana será
otro día. Echa lentejas en remojo.