Café - bar El Control * Alcaracejos |
La literatura es válvula de escape y lugar de encuentro. No se si soy articulista, un palabrero, quizás un relator, pero sí es cierto que me gusta escribir, contar historias, imaginar espacios, evocar situaciones. Intento juntar palabras que encajen como un puzzle y que permitan ver los mensajes que encierran. Posiblemente estas páginas sean reflejo de buscarme a mí mismo. PAPEL DE CALCO
Café - bar El Control * Alcaracejos |
Faro de Trafalgar |
Estamos en verano. Década de los 50. Todos los años íbamos a Cádiz para compartir las vacaciones con la familia de mi madre. Después de un viaje atroz desde Alcaracejos a Córdoba, debido a un trazado mareante de la mal asfaltada carretera, dormíamos en la capital para coger el tren correo a la mañana siguiente. Mi padre nos dejaba instalados en nuestros asientos después de arrastrar el enorme maletón por un andén repleto de viajeros y volvía para el pueblo. A mi madre y a mí, esa ausencia, nos causaba una extraña sensación de vacío y soledad compensada por la emoción aventurera del viaje y una abollada fiambrera de aluminio, donde una suculenta tortilla de patatas le daba compañía a unos filetes empanados. Emprendíamos así una ruta de ocho largas horas con paradas en todas las estaciones del trayecto, por pequeñas que fueran. Era el tren correo que con los años sustituimos por el rápido y finalmente por el moderno Talgo. La enorme maleta, forrada con una ajustada funda de botones, era mi mayor pesadilla. No poder transportarla e imaginar su peso me causaban agobio y hasta cierto coraje. En San Fernando tomábamos un taxi hasta Vejer donde mi abuela nos esperaba siempre con los brazos abiertos y una sopa caliente con un huevo estrellado y unas maravillosas hojas de yerbabuena recién arrancada de una maceta que tenía en la azotea.
Vejer no tiene playa, así
que tras un par de semanas preparaban las cosas para irnos a los Caños de Meca.
Allí la familia conservaba un cortijo. Yo era un niño de corta edad. Mis
años se escribían tan solo con un dígito. El mar nos esperaba.
"Cortijo" Barriada rural de Gibalbin. Idéntica en los Caños de Meca en los años cincuenta (1950 -1960) |
Recuerdo que, a pesar de mi incipiente uso de razón, lo del cortijo siempre me descuadró. Yo esperaba una hacienda típica andaluza con buena fachada, al menos con dos plantas, ventanas muy vistosas, algún balcón curioso y un patio con parte de jardín, macetas de geranios y curvas mecedoras. Pero no. El cortijo era tan solo una choza diáfana. Tenía una gran sola habitación con el suelo de albero y un par de ventanucos de madera modelaban su fachada junto a una estrecha puerta. Sus paredes eran blancas y gruesas, con una altura similar a la de una persona, quizás algo más. En un rincón estaban dos hornillas de carbón y un fregadero de piedra con un seno. También una cantarera de madera para encajar dos cántaros hechos de un barro amarillento. Las necesidades se hacían en un patio trasero, detrás de una pobre pared, que al ponerte en cuclillas permitía ver la cabeza del que estaba detrás: era la señal de ocupado. El tejado del cortijo, a dos aguas, era de paja y en él podíamos ver una serie de palos que, enlazados, sujetados con cuerdas, constituían el armazón del techo. A la paja la imagino bien cosida para aguantar la lluvia y las frecuentes levanteras que tanto molestaban en la playa - y siguen molestando- al convertir los granitos de arena en pequeñas agujas que golpeaban las piernas. El levante cambia el genio, solía decír mi tía. También afecta a la cabeza, remataba mi madre. A veces era tan fuerte que mudaba la playa en un desierto donde los sombrajos vacíos daban una tremenda sensación de fluida soledad.
La gran habitación se dividía en otras más pequeñas por medio de tabiques de tela con cortinas y sábanas que
preservaban, con gran dificultad, nuestra guardada intimidad. En la puerta de entrada, amigos vecinos del
lugar, construían todos los años, una habitación extra con el material que
suministraban los frecuentes cañaverales de la zona: había cañas por todos
sitios. Se trataba de un sombrajo - habitación cuadrada con paredes y techo.
Por supuesto, la más fresquita de la casa porque su construcción permitía el paso del aire y no penetraba el sol. A veces le hacían una abertura lateral, pegada a la pared, a
modo de otra puerta. Ese espacio añadido se utilizaba como comedor principal y sala de
estar. Velas, lamparitas de aceite o petromás iluminaban nuestras felices noches
en un paraíso por descubrir para la mayoría de los mortales. Los Caños, por entonces, te hacían sentir una pletórica sensación de enorme libertad, relax y fantasía. ¡Lástima de escritor que no apareció por allí! Salvando las distancias Los Caños serían parte de territorios mágicos, similar al Macondo de Gabriel García Márquez, a Región de Juan Benet o a Los Pedroches de López Andrada.
Con este escenario de cine pretendo trasladar al lector a un territorio virgen, atractivo y cien por cien natural. Es importante que se conozcan las condiciones de vida de aquellos años finales de los cincuenta e inicios de los sesenta. Los Caños era un lugar aislado, primitivo, carretera infernal para ir a Vejer o a Barbate. El fantástico faro de Trafalgar y la presencia de escasos coches eran las únicas conexiones con el progreso y la tecnología. Los faluchos de Barbate iban y venían en busca de pescado, añadían al paisaje belleza, un encanto imantado y nos aproximaban a la desigual lucha del hombre con el mar. De noche podíamos observar los destellos del faro de Tánger. No sé a los mayores, pero a los niños la imaginación se nos disparaba cuando las estrellas mezclaban sus reflejos en el mar con los luminosos rayos del faro en medio de un silencio solo quebrado por el susurro de las olas al romper en la orilla. Grandes dosis de Naturaleza nocturna que serenaban el alma. Un pequeño acantilado, mirador, separaba las casas de la playa. Todas miraban al mar.
Familia de excursión a "Las Cortinas" aprovechando la bajada de la marea (1955) |
Por su parte inferior, ese acantilado derramaba agua dulce, cristalina y fresca y formaba conatos de pequeños ríos que morían rápido tragados por una arena increíblemente fina. El agua que manaban las escarpadas paredes del acantilado se canalizaban con hojas de pita pinchadas en ella a un par de metros de altura. Aquel genial invento eran una duchas naturales que permitían que el agua dulce nos quitara la sal del mar. De ahí el nombre de Los Caños.
Por medio de su azote permanente, sobre todo en invierno, el mar se había comido la base del
acantilado provocando
algunos desprendimientos y unas pequeñas cuevas - covachas - que rezumaban agua por
el fondo y el techo, no demasiado alto, lleno de irregularidades a modo de mocábares de roca. Algunas
cuevas eran algo más grandes. Todas con humedad y frío. Un día vi refrescarse en
esas aguas botellines de Cruzcampo y de Mirindas de naranja. Recuerdo un bote
de aceitunas y algunas latas de mejillones. Fue el principio de algo nuevo. Creo que se llamaba
"El Capi", era un hombre del lugar y se había dado cuenta de que a la
gente le gustaba disfrutar de la playa con un aperitivo. Con el tiempo vi sillas de madera en equis, plegables y mesas compañeras metidas en esas cuevas. Habían nacido los
chiringuitos naturales a pie de playa.
Los permisos, la higiene,
los impuestos, la lista de precios, la recogida de basura y todo eso brillaban
por su ausencia. En el acantilado manaba agua corriente y fría en un marco sin par. Los Caños eran una sobredosis de sencillez, silencio, frescor y Naturaleza. Mucho más que suficiente.
Con el tiempo los pequeños negocios proliferaron: tuvieron que sacarlos de la
misma playa y trasladarlos al filo del acantilado, arriba. Cañas, palos y
soguillas de esparto - tomizas - fueron sus materiales de construcción. Desde
arriba las vistas de las rocas, de la "Punta" y del Faro eran
espectaculares. Los Caños eran un alhaja, nombre que también dábamos a una fila
de rocas bastante metida en el mar, muy rica en cangrejos y erizos, que el agua
cubría con la subida de la marea. Aún hoy se puede ver.
Por la parte de atrás de las
casas un inmenso y precioso pinar te invitaba a pasear y permitía henchir tus
pulmones de aire puro que olía a gloria. Era un aire con sabor a piñones.
Los autobuses comenzaron a
llegar a principios de los sesenta. Venían de todas partes. El pinar se pobló de furgonetas, muchas de ellas francesas y alemanas. El ambiente cambió. Las drogas
hicieron su aparición, la suciedad también, un exceso de gente y sobre todo
cierto descontrol. Durante demasiado tiempo las infraestructuras brillaron por su ausencia. A mi entender
la responsabilidad de las Administraciones Públicas, sobre todo local y provincial, también. Mi abuela murió y yo dejé de ir, aunque Los Caños siempre han estado vivos en mi corazón.
Hoy día visito los Caños en otoño o primavera cada dos o tres años. La nostalgia me invade y los recuerdos penetrantes de una niñez espléndida acuden a mi mente. El Faro sigue allí lanzando su mensaje. Ya no conozco a nadie. Últimamente me ha alegrado saber que han descubierto unas ruinas romanas para salar pescado y algunas cosas más. Ojalá fuera el principio de un cierto renacer aunque ya nada será igual.
Playa en los Caños de Meca. Al fondo el Faro. |