26 febrero 2022

Bares y cafeterías

 

Café - bar El Control * Alcaracejos

    Un bar es un lugar muy común. Posiblemente no encontremos a nadie que no haya entrado alguna vez en alguno.  Suele ser un espacio decorado con más o menos gusto que intenta aparecer agradable para que la gente se sienta bien y en el que nunca falta la barra: son importantes el mobiliario, el tipo de adornos, los ruidos, la luz..... Prefiero los bares regidos por mujeres porque, en general, son más limpios y atienden mejor. A veces pienso que un bar es un pequeño escenario donde cada cual representa su papel: El dueño, la clientela, los repartidores, camareros etc., un rol que, observado, refleja la propia vida de cada uno. Me suelo fijar también en las mesas y en las sillas. No me gustan las de propaganda ni tampoco que sean de plástico porque quitan identidad al local y a los que allí trabajan. También a los clientes. Me gustan la madera, los espejos y el ambiente bohemio natural. Adoro esas cafeterías noventayochescas con sabor a tertulia y a novela donde famosos personajes hablaron de literatura o de política. El mármol me provoca sensación de frío, igual que los mosaicos en la pared, aunque admito que en los julios y agostos del verano refrigeran el ambiente, al menos mentalmente. 

               La importancia del camarero está fuera de toda duda. El de la barra y los que atienden mesas conforman la tarjeta de visita. Sus modales y su atuendo son la radiografía del lugar, así como la higiene. Hablar de un buen café, de una buena tapa o vasos relucientes es causa para volver. Otro factor es el ruido. Rechazo los locales demasiado bulliciosos así como esa costumbre tan española de gritar en vez de hablar. Tampoco me apetece entrar en bares que parezcan cementerios. El nivel de ruidos debe permitir hablar y escuchar sin demasiado esfuerzo, aunque como "hay gente pa tó" conozco a tipos que están solos en un bar, concentrados con ellos mismos, y no hablan con nadie. Sólo se dirigen al camarero para pedir la cuenta o el relleno. Observan, escuchan, beben pequeños sorbos, miran a través de los cristales y rara vez mantienen una conversación; si lo hacen suele ser corta acompañada de frases sentenciosas. Son amigos de su intimidad, de sus pensamientos y de sus silencios. 
Pero un bar /cafetería es mucho más que un local para beber o tapear. Es un lugar de reunión cotidiana, de sociabilidad, de entretenimiento, de quedar, de procurarse cierta relajación, de confidencialidad. ¡Cuantos secretos se habrán contado en un bar delante de un café o de una caña! Estoy superconvencido que los bares y sus circunstancias tienen efectos terapéuticos para la mente y para el cuerpo. Salvando las distancias, a veces se compara el ir al bar con la visita al psicólogo o al psiquiatra. En los bares se suele soltar la lengua y hablamos de negocios, de enfermedades, de política, de la familia, del trabajo, de deportes, de éxitos y de fracasos y, por supuesto, de economía. A veces hasta arreglamos el mundo en un par de conversaciones y uno sale satisfecho. Hablamos de todo, sea terrenal, superfluo o espiritual. La gente se comunica con más facilidad que en otros lugares. Es curioso como en estos establecimientos podemos pagar con gusto el triple o el cuádruple del costo de una simple cerveza o de un humilde café. Los bares  y las cafeterías han inspirado a famosos escritores, han dado pie a magníficas escenas de películas o a comedias de TV. En bares se han cometido asesinatos, se han encontrado enamorados y se ha conspirado contra el poder. Un bar es un trocito de universo.
Me gusta quedarme con la imagen de espacio de encuentro, de conversación, de lugar de reunión, de tertulia y de charla. Si los bares no existieran tendríamos que inventarlos. Tengo que reconocer que prefiero la silla de un bar al diván de un psiquiatra.
Nota: mientras escribo estas líneas Ucrania está siendo invadida salvaje e injustificadamente por la gran Rusia de Putin. Es inevitable no recordar el paralelismo con la invasión de Hungría, 1956, y la de Checoeslovaquia, 1968, por parte de la todopoderosa U.R.S.S..... Suecia y Finlandia están avisadas. Creo que esto es bastante más que la invasión de un pais: Putin ha reventado, por sus narices, el orden internacional.  La impotencia, cierto temor y un futuro lleno de incertidumbre me dominan. La libertad y la democracia corren un gran riesgo. Deseo con vehemencia que estalle la PAZ y que las cafeterías y bares de Ucrania vuelvan a llenarse de gente y de esperanza. El Papa Francisco ha visitado la embajada rusa ante el Vaticano y pide el fin de la guerra en Ucrania. Nos unimos a él y a sus oraciones.

14 febrero 2022

Caños de Meca: Visión de un niño, años cincuenta

 

Faro de Trafalgar

          Estamos en verano. Década de los 50. Todos los años íbamos a Cádiz para compartir las vacaciones con la familia de mi madre. Después de un viaje atroz desde Alcaracejos a Córdoba, debido a un trazado mareante de la mal asfaltada carretera, dormíamos en la capital para coger el tren correo a la mañana siguiente. Mi padre nos dejaba instalados en nuestros asientos después de arrastrar el enorme maletón por un andén repleto de viajeros y volvía para el pueblo. A mi madre y a mí, esa ausencia, nos causaba una extraña sensación de vacío y soledad compensada por la emoción aventurera del viaje y una abollada fiambrera de aluminio, donde una suculenta tortilla de patatas le daba compañía a unos filetes empanados. Emprendíamos así una ruta de ocho largas horas con paradas en todas las estaciones del trayecto, por pequeñas que fueran. Era el tren correo que con los años sustituimos por el rápido y finalmente por el moderno Talgo. La enorme maleta, forrada con una ajustada funda de botones, era mi mayor pesadilla. No poder transportarla e imaginar su peso me causaban agobio y hasta cierto coraje. En San Fernando tomábamos un taxi hasta Vejer donde mi abuela nos esperaba siempre con los brazos abiertos y una sopa caliente con un huevo estrellado y unas maravillosas hojas de yerbabuena recién arrancada de una maceta que tenía en la azotea.

          Vejer no tiene playa, así que tras un par de semanas preparaban las cosas para irnos a los Caños de Meca. Allí la familia conservaba un cortijo. Yo era un niño de corta edad. Mis años se escribían tan solo con un dígito. El mar nos esperaba.

   

"Cortijo" Barriada rural de Gibalbin. Idéntica en los Caños de Meca
en los años cincuenta (1950 -1960)

   Recuerdo que, a pesar de mi incipiente uso de razón, lo del cortijo siempre me descuadró. Yo esperaba una hacienda típica andaluza con buena fachada, al menos con dos plantas, ventanas muy vistosas, algún balcón curioso y un patio con parte de jardín, macetas de geranios y curvas mecedoras. Pero no. El cortijo era tan solo una choza diáfana. Tenía una gran sola habitación con el suelo de albero y un par de ventanucos de madera modelaban su fachada junto a una estrecha puerta. Sus paredes eran blancas y gruesas, con una altura similar a la de una persona, quizás algo más. En un rincón estaban dos hornillas de carbón y un fregadero de piedra con un seno. También una cantarera de madera para encajar dos cántaros hechos de un barro amarillento. Las necesidades se hacían en un patio trasero, detrás de una pobre pared, que al ponerte en cuclillas permitía ver la cabeza del que estaba detrás: era la señal de ocupado. El tejado del cortijo, a dos aguas, era de paja y en él podíamos ver una serie de palos que, enlazados, sujetados con cuerdas, constituían el armazón del techo. A la paja la imagino bien cosida para aguantar la lluvia y las frecuentes levanteras que tanto molestaban en la playa - y siguen molestando- al convertir los granitos de arena en pequeñas agujas que golpeaban las piernas. El levante cambia el genio, solía decír mi tía. También afecta a la cabeza, remataba mi madre. A veces era tan fuerte que mudaba la playa en un desierto donde los sombrajos vacíos daban una tremenda sensación de fluida soledad.

          La gran habitación se dividía en otras más pequeñas por medio de tabiques de tela con cortinas y sábanas que preservaban, con gran dificultad, nuestra guardada intimidad. En la puerta de entrada, amigos vecinos del lugar, construían todos los años, una habitación extra con el material que suministraban los frecuentes cañaverales de la zona: había cañas por todos sitios. Se trataba de un sombrajo - habitación cuadrada con paredes y techo. Por supuesto, la más fresquita de la casa porque su construcción permitía el paso del aire y no penetraba el sol. A veces le hacían una abertura lateral, pegada a la pared, a modo de otra puerta. Ese espacio añadido se utilizaba como comedor principal y sala de estar. Velas, lamparitas de aceite o petromás iluminaban nuestras felices noches en un paraíso por descubrir para la mayoría de los mortales. Los Caños, por entonces, te hacían sentir una pletórica sensación de enorme libertad, relax y fantasía. ¡Lástima de escritor que no apareció por allí! Salvando las distancias Los Caños serían parte de territorios mágicos, similar al Macondo de Gabriel García Márquez, a Región de Juan Benet o a Los Pedroches de López Andrada. 

           Allí veraneaban ¿treinta? ¿ quizás cuarenta? familias, la mayor parte de Vejer. La Guardia Civil, omnipresente, gozaba de un magnífico cuartel de paredes blancas con puertas y ventanas de marcos  verdes. El panadero iba con un caballo una o dos veces por semana. El pescado era exquisito y abundante, fresco del día, capturado por un viejo lobo de mar al que llamábamos "Cachila" y al que ayudábamos a sacar la barca del mar por la mañana temprano. Cubos llenos de una mezcla de diferentes peces eran comprados por los presentes por medio de una pequeña subasta en la misma playa. Toda una experiencia y un privilegio. El Chori, José, un hombre bueno, hacía escobas, taburetes de corcho y madera y soplillos con la vista perdida en un paisaje idílico. Verlo trabajar era un embeleso y un hermoso espectáculo. Las chumberas marcaban unas lindes confusas, quizás demasiado anchas, y daban unos higos sabrosos e indigestos que había que barrer previamente para quitarles unas espinas finísimas. La chicharra zumbaba en el pinar que nos alimentaba de piñones y de olor a resina. 

          Con este escenario de cine pretendo trasladar al lector a un territorio virgen, atractivo y cien por cien natural. Es importante que se conozcan las condiciones de vida de aquellos años finales de los cincuenta e inicios de los sesenta. Los Caños era un lugar aislado, primitivo, carretera infernal para ir a Vejer o a Barbate. El fantástico faro de Trafalgar y la presencia de escasos coches eran las únicas conexiones con el progreso y la tecnología. Los faluchos de Barbate iban y venían en busca de pescado, añadían al paisaje belleza, un encanto imantado y nos aproximaban a la desigual lucha del hombre con el mar. De noche podíamos observar los destellos del faro de Tánger. No sé a los mayores, pero a los niños la imaginación se nos disparaba cuando las estrellas mezclaban sus reflejos en el mar con los luminosos rayos del faro en medio de un silencio solo quebrado por el susurro de las olas al romper en la orilla. Grandes dosis de Naturaleza nocturna que serenaban el alma. Un pequeño acantilado, mirador, separaba las casas de la playa. Todas miraban al mar.

Familia de excursión a "Las Cortinas" aprovechando la bajada de la marea (1955)

    Por su parte inferior, ese acantilado derramaba agua dulce, cristalina y fresca y formaba conatos de pequeños ríos que morían rápido tragados por una arena increíblemente fina. El agua que manaban las escarpadas paredes del acantilado se canalizaban con hojas de pita pinchadas en ella a un par de metros de altura. Aquel genial invento eran una duchas naturales que permitían que el agua dulce nos quitara la sal del mar. De ahí el nombre de Los Caños. 

    Por medio de su azote permanente, sobre todo en invierno, el mar se había comido la base del acantilado provocando algunos desprendimientos y unas pequeñas cuevas - covachas - que rezumaban agua por el fondo y el techo, no demasiado alto, lleno de irregularidades a modo de mocábares de roca. Algunas cuevas eran algo más grandes. Todas con humedad y frío. Un día vi refrescarse en esas aguas botellines de Cruzcampo y de Mirindas de naranja. Recuerdo un bote de aceitunas y algunas latas de mejillones. Fue el principio de algo nuevo. Creo que se llamaba "El Capi", era un hombre del lugar y se había dado cuenta de que a la gente le gustaba disfrutar de la playa con un aperitivo. Con el tiempo vi sillas de madera en equis, plegables y mesas compañeras metidas en esas cuevas. Habían nacido los chiringuitos naturales a pie de playa.

          Los permisos, la higiene, los impuestos, la lista de precios, la recogida de basura y todo eso brillaban por su ausencia. En el acantilado manaba agua corriente y fría en un marco sin par. Los Caños eran una sobredosis de sencillez, silencio, frescor y Naturaleza. Mucho más que suficiente. Con el tiempo los pequeños negocios proliferaron: tuvieron que sacarlos de la misma playa y trasladarlos al filo del acantilado, arriba. Cañas, palos y soguillas de esparto - tomizas - fueron sus materiales de construcción. Desde arriba las vistas de las rocas, de la "Punta" y del Faro eran espectaculares. Los Caños eran un alhaja, nombre que también dábamos a una fila de rocas bastante metida en el mar, muy rica en cangrejos y erizos, que el agua cubría con la subida de la marea. Aún hoy se puede ver.

          Por la parte de atrás de las casas un inmenso y precioso pinar te invitaba a pasear y permitía henchir tus pulmones de aire puro que olía a gloria. Era un aire con sabor a piñones.

          Los autobuses comenzaron a llegar a principios de los sesenta. Venían de todas partes. El pinar se pobló de furgonetas, muchas de ellas francesas y alemanas. El ambiente cambió. Las drogas hicieron su aparición, la suciedad también, un exceso de gente y sobre todo cierto descontrol. Durante demasiado tiempo las infraestructuras brillaron por su ausencia. A mi entender la responsabilidad de las Administraciones Públicas, sobre todo local y provincial,  también. Mi abuela murió y yo dejé de ir, aunque Los Caños siempre han estado vivos en mi corazón.

    Hoy día visito los Caños en otoño o primavera cada dos o tres años. La nostalgia me invade y los recuerdos penetrantes de una niñez espléndida acuden a mi mente. El Faro sigue allí lanzando su mensaje. Ya no conozco a nadie. Últimamente me ha alegrado saber que han descubierto unas ruinas romanas para salar pescado y algunas cosas más. Ojalá fuera el principio de un cierto renacer aunque ya nada será igual.

Playa en los Caños de Meca. Al fondo el Faro.