19 enero 2022

El naranjo torcido

 


               Cuando era un niño se me quedó grabado aquello de que el árbol desde chiquitito. Con el paso del tiempo me he dado cuenta de lo frecuente que es repetir frases o refranes legados por nuestros padres y abuelos de tal manera que, al recordarlas, comprendes mucho mejor lo que realmente significan. Además puedes poner a prueba su veracidad: solo tienes que observar lo que sucede a tu alrededor.

               Corría el final del siglo XX cuando descubrí cerca de mi casa un naranjo inclinado hacia el este. Al principio no le eché mucha cuenta, pero me molestaba su visión quizás por la fuerte rutina de estar habituados a que los árboles huyan de sus raíces en vertical. Pasé por su lado muchas veces camino del supermercado. Era una atracción fatal la que la Tierra le producía. Su copa, a modo de cabeza, se humillaba hacia la salida del sol: claramente se podía identificar como una reverencia y un reconocimiento de la autoridad de nuestra estrella Sol. Un día me paré y observé que estaba sano y fuerte, pero su amor por el saliente era más que un deseo. Era una realidad física.

               Me propuse arreglar aquella pertinaz tendencia, anormal para mí. Encontré recias cintas de plástico de embalajes de motos, las cuales, amarradas a unos postes de hierro que impedían el acceso de coches al espacio entre bloques, consiguieron forzar su inclinación hacia la verticalidad. Pasaron unos días sin novedad, pero al quinto o al sexto las cintas se habían roto y el naranjo, como aguja vegetal imantada, volvía a marcar el este con mayor insistencia. Noté que tenía fuerza y no me permitía ponerlo algo derecho. Con varios palos de madera, anclados en el suelo, intenté levantarlo. A duras penas, el árbol, se enderezó un poquito, pero el intenso pulso que mantenía con los extremos de los robustos palos que le obligaban a mantener cierta esbeltez, era demasiado fuerte. Mi interior me decía que era una lucha desigual y costosa, pero no cejé en el empeño.

               Dos días después volví a pasar por allí. Habían regado y los palos, ante la inconsistencia de la tierra mojada, cedieron posiciones. El naranjo exhibía su inclinación como una victoria. Uno de los palos, posiblemente ya bastante cansado, reposaba en el suelo. Los otros dos dudaban si caerse. La impotencia, a veces luminosa, me llevó a pensar que la inclinación no era un defecto, sino algo natural y frecuente que podía hacer de la Naturaleza algo singular, pero mi cerebro no lo aceptaba como tal. Fue entonces cuando con palos y cuerdas, juntos, diseñé un sistema para tirar del dichoso arbolito hacia el oeste. Con periodicidad semanal tensaba las cuerdas y empinaba algo esas maderas que intentaban llevarle la contraria a su obstinada dirección. Pareció corregirse algún centímetro pero alguien cortó las cuerdas y retiró los palos: su tronco recuperó el terreno engañosamente cedido. Me recordó al junco que se curva ante el viento, pero una vez calmado la planta recupera su primitiva posición. El instinto natural de este árbol, cual brújula botánica, era mantener el este como la quilla de un barco encallado en las rocas.

               En primavera atacó la sequía y, semanalmente, lo regué durante varios meses, sobre todo en verano. Mejor un árbol inclinado que seco. El árbol agradecido me ofreció su mejor imagen y me correspondió con un verdor intenso. Sus abundantes hojas brillaban de salud. Pero, una vez nutridas sus raíces, ante la persistente cabezonada oblicua del vegetal me aburrí y poco a poco me olvidé de él. Su destino estaba marcado. Durante años, quizá entre cinco a seis, lo he visto sin mirarlo pero, de repente, hace unos días, volví a caer en la cuenta de su buena salud y de su amor eterno por el naciente sol. Se ha hecho más robusto y está más que frondoso. Su autonomía es total y, como cabra que tira al monte, él sigue apuntando hacia donde lo ha hecho toda su vida.

               ¿Qué me he encontrado ahora? El árbol tiene el tronco más grueso y una i griega, Y, gigante de madera, que alguien le colocó, lucha impotente ahora contra ese apartamiento de la vertical. En su pie le han salido dos hijos muy derechos, perpendiculares al cielo y a la tierra. La convivencia entre los tres es total. Viéndolos se me ocurrió pensar que de progenitores torcidos pueden salir retoños muy derechos y que ideologías extremas – con la lima del tiempo y la experiencia – logran moderación. La Naturaleza y la vida parecen compensar las tendencias de uno y otro lado, dando lugar a una prodigiosa diversidad que alberga lo uno, su contrario y lo del medio. Todo tiene su sitio y nadie es más que nadie. En el escenario del tiempo caben mezclas de eventos y circunstancias – a veces naturales a veces artificiales – y juntos determinan, aliñados con dosis del azar, lo que permanece y lo que se va.

               Inclinados o derechos, todos los árboles tienen la misma oportunidad de existir y no está bien eliminar ninguno. Todos aportan oxígeno y hacen el prodigio de transformar el ceodos (CO2), el agua y las sales minerales en troncos, ramas, hojas y frutos. Lo de la inclinación, realmente, es secundario…. Y al árbol no le importa. en el terreno humano son las inclinaciones las que más nos definen.

               A la vista de los dos vástagos derechos, se me ocurrió pensar en cortar el naranjo sesgado. Desaparecido el principal y antiguo propietario de ese trozo de tierra, sus descendientes aprovecharían sus potentes raíces, formadas con los años, para crecer mejor y más, para consolidar su perpendicularidad, pero deseché la idea. Debe ser la Naturaleza la que solucione el problema que ella misma creó. Será ella quién decida el cómo y el cuándo. De momento siguen creciendo los tres en amor y compaña y a mí me gusta verlos.

               Me equivoqué. Lo natural ha sido interrumpido. La mano del hombre precipitó un fatal tala criminal. Ha pasado un año y alguien ha pensado que, a pesar de su oblicuedad, lo mejor era quedarse con el padre. Los dos vástagos han sido cortados por su pie y dos tocones tímidos indican el lugar donde estuvieron. Al padre no le han preguntado y desde su cruzada posición destila soledad. Ahí sigue, fuerte, vigoroso e inclinado dando fuerza a otros vástagos.




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