Cántaro tradicional hecho a mano 40 cm de altura y 27 cm de ancho alfarería m. zabala (Toledo) |
Estamos ante un humilde cántaro de barro que pasaba las noches al relente. Su agua procedía de una potable fuente pública. Solo, al lado del pozo, debajo de la parra, contra la pared blanca, destacaba su roja silueta. La penumbra, en la noche, lo cubría cuando el aire, el ambiente y el agua de los charcos comenzaban a enfriarse. El mercurio se contraía en el termómetro y una tiniebla, entre azul y morada, conformaba las sombras mientras la luna mostraba el plateado de las hojas de un olivo justo al lado. Era un invierno crudo.
La
frialdad de la húmeda madrugada cuajó la noche y el cántaro de barro crujió, se partió
en dos pedazos. Solo lo contemplaron el pozo, la parra, el olivo
y la luna, en medio de una estridente soledad.
Por la
mañana el niño salió al patio y ante sus ojos apareció un cántaro de cristal,
sólido y transparente, efímeramente bello. La principal diferencia estribaba en la
falta de un asa. Parecía mucho más un gran jarrón que un cántaro. Jamás podría llenarse a pesar de
su forma. Su alma era sólida.
¡Mamá!,
gritó, entre espanto y sorpresa: El cántaro se ha roto y en su lugar tenemos
un cubito de hielo que ha heredado su forma.
Pero
¿Qué estás diciendo?, alma de cántaro, le respondió la madre. ¡Tú estás viendo
visiones! ¡¡¡ Ya estás desayunando!!!. Aun así, la madre se asomó.
¡Anda, pues
es verdad! se dijo para sí, maravillada al contemplar la insólita escultura.
Un rayito
de sol, que viajaba en el aire por el este, consciente de la desnudez del hielo,
de forma natural, inauguró el combate que luego arreciaría al entrar en el
juego un sol de oro brillante. Por el perfil del cántaro de hielo empezaron a deslizarse lágrimas frías. Las gotas, derretidas, parecían manar de aquella piel de hielo cristalino, dando lugar a un charquito en el suelo.
El niño,
con ojos muy abiertos, no se perdía detalle. Tienes que irte ya, le sugirió la
madre. Pero es que cuando venga ya no podré mirarlo, ya no estará, le respondió
el chaval. Estará de otra forma, las cosas cambian, le respondió la madre. Tendrás que acostumbrarte. ¿Sabes? Al cubito-jarrón lo pondré en un barreño y
aprovecharé el agua. En cuanto al barro roto, cogeré los pedazos y los pegaré todos. El niño agarró su cartera y se fue para el cole sin poder
desprenderse de la imagen helada de aquel enorme huevo que moría poco a poco. Nada se podía hacer ante aquel sol naciente. Su madre lo besó
y le calentó el alma. El chico se fue cole. Sacó su piedra -a modo de balón- y a base de patadas la transportó hasta la misma puerta de la escuela. La recogió, la guardó en su cartera y atravesó la puerta. El maestro ya esperaba.
Interpretación de Goval (Febrero 2022) |
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