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| Otoño en UK |
Hay algunas citas que me provocan afiladas sonrisas. Entre ellas, destacan las autocitas de algunos autores —o aquellas que realiza un buen amigo— calificando de escritor a alguien que ha redactado unas docenas de artículos o ha publicado alguna cosa, ya sean artículos, relatos, novela o un pequeñito libro de poesía. En su acepción más general, escritor es la persona que escribe. Antiguamente, se aplicaba también a aquellas personas que redactaban correspondencia ajena. Personalmente, me quedo con el significado más amplio y penetrante: escritor es el autor de obras literarias. Esencialmente, entonces, un escritor es un artista, una persona que usa el lenguaje de forma estética y genera belleza para transmitir ideas, emociones y experiencias.
No
es mi intención desprestigiar a nadie, pero la sonrisa aumenta a carcajada
cuando el adjetivado como tal escritor es pariente del "crítico". En
muchos de los casos, la situación quedaría bien saldada utilizando escribidor o
escribiente. Exagerar las virtudes del prójimo es loable hasta cierto punto
porque las adulaciones sin fundamento se vuelven en contra del halagado.
Desde
mi posición, por la inseguridad y defectos con los que escribo, me veo como un
esforzado artesano de frases y palabras. Con frecuencia, escribir un par de
hojas puede llevarme un día o dos después de consultar el diccionario varias
veces, mirar en internet aclaraciones y corregir lo escrito hasta el
aburrimiento. Me hubiera gustado haber sido escritor, vivir de la literatura,
pero parece que los dioses me adornaron con otros tipos de virtudes y me
negaron la de la buena prosa, ágil y bien atada.
Desde
muy niño fui un mal lector: leí poco y con irregularidad. Mis parcos profesores
de lengua pusieron voluntad, pero eran aficionados. Sabían hablar, escribían
poco o nada y tomar lecciones. Jamás manifestaron ilusión por la lectura. Era
una época en la que la norma marcaba que la letra con sangre entra y quien te
quiere bien te hará sufrir. Creo que acabé el bachillerato sin haber leído un
libro completo, salvo alguno de texto. Mis padres me regalaron Las mil
mejores poesías de la lengua castellana [1] y, como complemento de
Literatura, con 13 años, teníamos un manual de unas 200 páginas con fragmentos
de obras -generalmente cortos- de autores conocidos. Era como un muestrario
que, en vez de telas para cortinas o tapizados, contenía vestigios de autores;
para hacerse una idea. Nunca mis profesores me pusieron como tarea un
comentario de texto o la lectura de un libro. Sí hacíamos algunas redacciones y
dictado diario. A poco que lo piense, me sale aquella frase que aún escribo sin
faltas: “Ahí hay un hombre que dice ¡Ay!” O aquella otra que expone: “¡Vaya! No
vaya a arreglar la valla si no se come antes una baya”. En quinto de
Bachillerato aluciné con la Literatura Francesa, materia obligada en aquel
tiempo. Aparte de la vida, más o menos azarosa de los autores, siempre te
encontrabas con un pensado trocito de algunas de sus obras: una poesía, un
verso, un trozo de novela… Aquello, al ser preciso y suficiente, me gustó.
Recuerdo leerlo a solas y en voz alta. Me sentía importante al escucharme en
francés repitiendo palabras de escritores tan célebres que hasta venían en los
libros a pesar de pertenecer a otro país.
De
adolescente, durante los sesenta, me aventuré con algunos volúmenes, impresos
en papel biblia, que mis padres tenían: El Quijote, las obras completas
de Miguel de Cervantes y también las de Lorca. No es que las leyera todas, pero
tenía la curiosidad suficiente para depositar en ellas sabrosas horas de
lectura. También fortalecieron mis neuronas algunos ejemplares de la colección Crisol.
Eran pequeños libros de liviano manejo con cubiertas de piel que cautivaban.
Sus párvulas medidas, 12 x 8 centímetros, fueron una tentación para seguir
leyendo. Su contenido era engañoso, pues sus pequeñas páginas se hacían
interminables al ser superdelgadas. El papel biblia engordaba débilmente el
espesor de las varias hojas leídas, pero ya era demasiado tarde: habías caído
en su red. Por mis manos pasaron La esfinge maragata de doña Concha
Espina; Knut Hamsun con su Hambre; Guillermo Tell de Schiller y
otros títulos más. El verlos tan pequeños resultó un atractivo fuerte porque
tenías la seguridad de que su lectura terminaría en victoria. Me llamó la
atención la lámpara encendida del logo de la editorial coronada por la frase en
latín “Tolle lege”. (Toma, lee). Cuentan que un día San Agustín,
violentamente agitado por las vacilaciones que precedieron a su conversión, se
había refugiado en un bosquecillo para meditar; oyó una voz que pronunciaba
estas palabras: “Tolle lege”. Mirando entonces un libro que leía su
amigo Alipio, leyó una epístola de San Pablo que decidió su conversión [2].
Estando
en Caños de Meca —paraíso entre los paraísos y edén de ficción y realidades— me
entusiasmó Galdós con su Trafalgar. Para mi imaginación no fue difícil
distinguir, entre las rocas y el faro, barcos ardiendo, marineros gritando y
bocas de cañones que vomitaban fuego. Me lo recomendó y dejó mi tío Rafael, que
de alguna forma quería prolongar en mí sus inquietudes culturales. Era un
grueso volumen encuadernado en piel con letras en dorado, Editorial Aguilar
(1941). Ya con los diecisiete, vino a verme un señor de parte de mi padre. Se
trataba de un vendedor, al que recuerdo culto. El hombre, en su tarea y con
oficio, me consiguió vender tres obras muy dispares: un tomo de novelas de
Ángel María de Lera, otro de obras casi completas de François Mauriac y un
tercer ejemplar de Giovanni Papini. Leí los dos primeros. El tercero me resultó
imposible.
La
carrera de ciencias, en la universidad, no dejó muchos huecos para seguir
leyendo, aunque algunos sí hubo. En cualquier caso, nunca fui un buen lector,
ni regular ni ávido. Leía a trompicones con jornadas intensas y descansos
inmensos. Sí fui lector de prensa, escuchador de radio y experto en crucigramas.
Ya
siendo profesor, el trabajo en la escuela me absorbió por completo. Fueron
treinta y cinco años de inquietudes educativas y psicopedagógicas. Así está
recogido en las múltiples colaboraciones con el Diario Córdoba en el Suplemento
semanal de Educación.
La
jubilación me ha permitido encontrar otro yo. Un yo más humanístico que se ha
deshibernado, pero al que no estoy demasiado acostumbrado a tratar. Este nuevo
yo, presiente que ha llegado demasiado tarde al mundo mágico de la literatura
donde todo es posible. Transitar de la Física a la Literatura no es nada fácil.
Al menos, a mí me cuesta. La realidad supera a la ficción en lo social, pero en
el mundo físico eso no es posible. Los científicos pueden ser imaginativos pero
los fenómenos hay que medirlos. En la Literatura, no. ¿Alguien me puede decir
cuánto pesa una metáfora o que campo magnético genera un hipérbaton?
Quizás
por todo eso me gusta que la gente me vea como artesano de la palabra,
aclarando que mis manos no crean objetos ni trabajan con materiales físicos,
aunque —ciertamente— las herramientas sean sencillas (lápiz, papel, ordenador,
etc.) y creatividad y ficción sirvan de base a muchos de mis escritos. También
es verdad que mis páginas son únicas y no tienen nada que ver con los procesos
industriales de producción. Desde el principio hasta el final mantengo el
control total del producto: elijo el tema, gobierno su desarrollo y vigilo el
acabado final. Aliño mis párrafos con pasión poniendo en juego todas mis
habilidades, dedico un montón de horas y reescribo lo escrito añadiendo o
limando, según se trate el caso. Disfruto al colocar una coma olvidada; me
gustan las esdrújulas porque moldean la frase con su gráfico acento y cuento
sin querer las sílabas que encajan en el ritmo de un párrafo.
Artista
no lo sé, pero entiendo que no y veo que queda lejos. Artesano quizás, juntador
de palabras, escribiente paciente, propulsor cultural… La verdad es que cito
esas cosas, pero no me preocupan. Me consuela pensar que según los expertos se
necesitan entre 25 y 30 años para aprender a escribir y 60 ó 70 para aprender a
callar. En cualquier caso, me lo paso bien.
[1] Ediciones Ibéricas,
Madrid, 1958. Preparación y selección de José Bergua.
[2] Pequeño Larousse
Ilustrado, por Miguel de Toro y Gisbert. Buenos Aires, Argentina: Editorial
Larousse, 1964, p. xv.


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