12 diciembre 2025

Alrededor de escribir y leer

 

Otoño en UK

Hay algunas citas que me provocan afiladas sonrisas. Entre ellas, destacan las autocitas de algunos autores —o aquellas que realiza un buen amigo— calificando de escritor a alguien que ha redactado unas docenas de artículos o ha publicado alguna cosa, ya sean artículos, relatos, novela o un pequeñito libro de poesía. En su acepción más general, escritor es la persona que escribe. Antiguamente, se aplicaba también a aquellas personas que redactaban correspondencia ajena. Personalmente, me quedo con el significado más amplio y penetrante: escritor es el autor de obras literarias. Esencialmente, entonces, un escritor es un artista, una persona que usa el lenguaje de forma estética y genera belleza para transmitir ideas, emociones y experiencias.

No es mi intención desprestigiar a nadie, pero la sonrisa aumenta a carcajada cuando el adjetivado como tal escritor es pariente del "crítico". En muchos de los casos, la situación quedaría bien saldada utilizando escribidor o escribiente. Exagerar las virtudes del prójimo es loable hasta cierto punto porque las adulaciones sin fundamento se vuelven en contra del halagado.

Desde mi posición, por la inseguridad y defectos con los que escribo, me veo como un esforzado artesano de frases y palabras. Con frecuencia, escribir un par de hojas puede llevarme un día o dos después de consultar el diccionario varias veces, mirar en internet aclaraciones y corregir lo escrito hasta el aburrimiento. Me hubiera gustado haber sido escritor, vivir de la literatura, pero parece que los dioses me adornaron con otros tipos de virtudes y me negaron la de la buena prosa, ágil y bien atada.

Desde muy niño fui un mal lector: leí poco y con irregularidad. Mis parcos profesores de lengua pusieron voluntad, pero eran aficionados. Sabían hablar, escribían poco o nada y tomar lecciones. Jamás manifestaron ilusión por la lectura. Era una época en la que la norma marcaba que la letra con sangre entra y quien te quiere bien te hará sufrir. Creo que acabé el bachillerato sin haber leído un libro completo, salvo alguno de texto. Mis padres me regalaron Las mil mejores poesías de la lengua castellana [1] y, como complemento de Literatura, con 13 años, teníamos un manual de unas 200 páginas con fragmentos de obras -generalmente cortos- de autores conocidos. Era como un muestrario que, en vez de telas para cortinas o tapizados, contenía vestigios de autores; para hacerse una idea. Nunca mis profesores me pusieron como tarea un comentario de texto o la lectura de un libro. Sí hacíamos algunas redacciones y dictado diario. A poco que lo piense, me sale aquella frase que aún escribo sin faltas: “Ahí hay un hombre que dice ¡Ay!” O aquella otra que expone: “¡Vaya! No vaya a arreglar la valla si no se come antes una baya”. En quinto de Bachillerato aluciné con la Literatura Francesa, materia obligada en aquel tiempo. Aparte de la vida, más o menos azarosa de los autores, siempre te encontrabas con un pensado trocito de algunas de sus obras: una poesía, un verso, un trozo de novela… Aquello, al ser preciso y suficiente, me gustó. Recuerdo leerlo a solas y en voz alta. Me sentía importante al escucharme en francés repitiendo palabras de escritores tan célebres que hasta venían en los libros a pesar de pertenecer a otro país.

De adolescente, durante los sesenta, me aventuré con algunos volúmenes, impresos en papel biblia, que mis padres tenían: El Quijote, las obras completas de Miguel de Cervantes y también las de Lorca. No es que las leyera todas, pero tenía la curiosidad suficiente para depositar en ellas sabrosas horas de lectura. También fortalecieron mis neuronas algunos ejemplares de la colección Crisol. Eran pequeños libros de liviano manejo con cubiertas de piel que cautivaban. Sus párvulas medidas, 12 x 8 centímetros, fueron una tentación para seguir leyendo. Su contenido era engañoso, pues sus pequeñas páginas se hacían interminables al ser superdelgadas. El papel biblia engordaba débilmente el espesor de las varias hojas leídas, pero ya era demasiado tarde: habías caído en su red. Por mis manos pasaron La esfinge maragata de doña Concha Espina; Knut Hamsun con su Hambre; Guillermo Tell de Schiller y otros títulos más. El verlos tan pequeños resultó un atractivo fuerte porque tenías la seguridad de que su lectura terminaría en victoria. Me llamó la atención la lámpara encendida del logo de la editorial coronada por la frase en latín “Tolle lege”. (Toma, lee). Cuentan que un día San Agustín, violentamente agitado por las vacilaciones que precedieron a su conversión, se había refugiado en un bosquecillo para meditar; oyó una voz que pronunciaba estas palabras: “Tolle lege”. Mirando entonces un libro que leía su amigo Alipio, leyó una epístola de San Pablo que decidió su conversión [2].

Estando en Caños de Meca —paraíso entre los paraísos y edén de ficción y realidades— me entusiasmó Galdós con su Trafalgar. Para mi imaginación no fue difícil distinguir, entre las rocas y el faro, barcos ardiendo, marineros gritando y bocas de cañones que vomitaban fuego. Me lo recomendó y dejó mi tío Rafael, que de alguna forma quería prolongar en mí sus inquietudes culturales. Era un grueso volumen encuadernado en piel con letras en dorado, Editorial Aguilar (1941). Ya con los diecisiete, vino a verme un señor de parte de mi padre. Se trataba de un vendedor, al que recuerdo culto. El hombre, en su tarea y con oficio, me consiguió vender tres obras muy dispares: un tomo de novelas de Ángel María de Lera, otro de obras casi completas de François Mauriac y un tercer ejemplar de Giovanni Papini. Leí los dos primeros. El tercero me resultó imposible.

La carrera de ciencias, en la universidad, no dejó muchos huecos para seguir leyendo, aunque algunos sí hubo. En cualquier caso, nunca fui un buen lector, ni regular ni ávido. Leía a trompicones con jornadas intensas y descansos inmensos. Sí fui lector de prensa, escuchador de radio y experto en crucigramas.

Ya siendo profesor, el trabajo en la escuela me absorbió por completo. Fueron treinta y cinco años de inquietudes educativas y psicopedagógicas. Así está recogido en las múltiples colaboraciones con el Diario Córdoba en el Suplemento semanal de Educación.

La jubilación me ha permitido encontrar otro yo. Un yo más humanístico que se ha deshibernado, pero al que no estoy demasiado acostumbrado a tratar. Este nuevo yo, presiente que ha llegado demasiado tarde al mundo mágico de la literatura donde todo es posible. Transitar de la Física a la Literatura no es nada fácil. Al menos, a mí me cuesta. La realidad supera a la ficción en lo social, pero en el mundo físico eso no es posible. Los científicos pueden ser imaginativos pero los fenómenos hay que medirlos. En la Literatura, no. ¿Alguien me puede decir cuánto pesa una metáfora o que campo magnético genera un hipérbaton?

Quizás por todo eso me gusta que la gente me vea como artesano de la palabra, aclarando que mis manos no crean objetos ni trabajan con materiales físicos, aunque —ciertamente— las herramientas sean sencillas (lápiz, papel, ordenador, etc.) y creatividad y ficción sirvan de base a muchos de mis escritos. También es verdad que mis páginas son únicas y no tienen nada que ver con los procesos industriales de producción. Desde el principio hasta el final mantengo el control total del producto: elijo el tema, gobierno su desarrollo y vigilo el acabado final. Aliño mis párrafos con pasión poniendo en juego todas mis habilidades, dedico un montón de horas y reescribo lo escrito añadiendo o limando, según se trate el caso. Disfruto al colocar una coma olvidada; me gustan las esdrújulas porque moldean la frase con su gráfico acento y cuento sin querer las sílabas que encajan en el ritmo de un párrafo.

Artista no lo sé, pero entiendo que no y veo que queda lejos. Artesano quizás, juntador de palabras, escribiente paciente, propulsor cultural… La verdad es que cito esas cosas, pero no me preocupan. Me consuela pensar que según los expertos se necesitan entre 25 y 30 años para aprender a escribir y 60 ó 70 para aprender a callar. En cualquier caso, me lo paso bien.

 

[1] Ediciones Ibéricas, Madrid, 1958. Preparación y selección de José Bergua.

[2] Pequeño Larousse Ilustrado, por Miguel de Toro y Gisbert. Buenos Aires, Argentina: Editorial Larousse, 1964, p. xv.