12 agosto 2024

La bruja de Alcaracejos

 

Casa de la bruja, Tella, 2023

Preámbulo

En mayo de 2019, el día 23, encontré un artículo en ABC de Camilo José Cela[1]. Corresponde al ejemplar del 6 de mayo de 1994 en su edición de Sevilla. En él, un Cela extravagante, trastornado, voluntariamente excéntrico, rayando lo grotesco, habla de los cincuenta y un títulos más con los que “hubiera podido titularse, a igualdad de riesgos y meditaciones” la primera novela que escribió después de obtener el Premio Nobel de Literatura. Se trata de “El asesinato del perdedor”, editada por Seix Barral[2].

            En esta obra tan sui géneris, una “Celada” más, y también en el citado artículo, hijo de la primera, don Camilo menciona el nombre de Alcaracejos. De los cincuenta y un títulos que le da al libro, a cual más disparatado, enigmático y esotérico, Alcaracejos es citado en el décimo noveno y aflora con dos partes totalmente diferenciadas: por un lado el asunto de la bruja y por otro el tema de las aguas mineromedicinales para combatir el reuma, enfermedad que asocia con una acometida de la voluntad. Exactamente dice: “(19), La bruja de Alcaracejos o tratado práctico de las mejores aguas mineromedicinales para combatir el reuma y otros embates de la voluntad”.

            Cómo llega CJC a incluir en este libro la referencia de Alcaracejos es un misterio. Además, a mí juicio, redacción y contenido del título son un despropósito en sí mismos.

            Resulta evidente que Cela tuvo que tener algún contacto con el pueblo. Pudo ser alguna referencia bibliográfica, un comentario de alguien próximo o que un día pasara ocasionalmente por allí en alguno de sus múltiples viajes. ¿Estuvo Cela en Alcaracejos? ¿Habló con alguien? ¿Hubo una bruja en Alcaracejos? ¿Cuándo? ¿Aguas mineromedicinales contra el reuma? ¿Qué embates de la voluntad se curan con agua mineral? Con un enunciado largo y enigmático, lleno de pistas, don Camilo coloca a Alcaracejos en su particular universo literario. Su genialidad era infinita.

            Si Cela publicó esta obra en 1994 habrá que suponer que la estuvo trabajando en los inicios de los noventa del pasado siglo, aunque del encuentro – contacto- conexión del señor Cela con Alcaracejos no tenemos ni la fecha ni idea de cuando pudo ser. Puedo imaginar que el vínculo ocurriera en décadas anteriores, por ejemplo los sesenta o los setenta, aunque don Camilo escribiera su obra más tarde. Lo importante es que ese nexo tuvo lugar. He aquí una posibilidad de lo que pudo ocurrir.

Alcaracejos,

transcurre la primera semana de noviembre de 1972. Son las nueve de la noche y don Camilo entra con agilidad en el bar El Control[3]. Viene de Ciudad Real. Va camino de Córdoba. Le encanta viajar en coche. Mucho más que hacerlo en tren o en avión. Disfruta con cada acelerón, con cada curva, con cada kilómetro, con cada parada. Su cuerpo se emborracha de sensaciones que sólo se pueden sentir en el interior de un automóvil que marcha por carreteras secundarias y eso le hace feliz. Pero está cansado. Le pide a su chófer que pare. Le gusta el solitario cruce de caminos al que han llegado. La media luz biliosa de alumbrado, la corpulenta imagen del cuartel que está enfrente, el perfil gordinflón de un eucalipto adulto ya bastante podado, lo atrapan. Pueblo desconocido para él. Escenario perfecto para tonificarse un poco sin tener que explicar razones ni deseos.

            El tiempo es destemplado, hace fresco y el cielo lagrimea. Una ligera brisa que viene de Dos Torres corta el cuerpo y la cara. Te obliga a andar deprisa y a dejarte querer por la calidez del interior de un bar. Una vez dentro destaca, sobre todo, el volumen de una televisión que los pocos clientes de la barra, indiferentes, oyen sin escuchar.

-        Don Camilo: ¿Se puede comer algo? Buenas noches.

-        Algo hay, buenas noches, le responden desde el otro lado de la barra.

-        De momento póngame un vaso de vino tinto, de la Rioja si puede ser, pero en vaso de agua que suele caber más. Hum… Disculpe la pregunta: ¿Dónde carajo estoy?

            La mujer lo mira sorprendida y, con recelo –por si fuera una broma– le dice con voz tenue: Esto es Alcaracejos, a setenta y cuatro kilómetros de Córdoba, la capital. Está usted en el bar El Control.

-        ¿Alcaracejos? Es la primera vez que pronuncio ese nombre. ¿Muchos crímenes por aquí?

-        Lucía se quedó muda.

-        Don Camilo insistió: ¿Que si matan a mucha gente por aquí?

-        Pues … lo mismo que en otros sitios de España. Lo normal...¡muy pocos, a casi nadie!

-        ¿Y robos? Debe de haber muchos. Con el pedazo cuartel que tiene aquí la Guardia Civil este pueblo debe ser de armas tomar. ¿Qué me pueden dar para comer?

-        Ahí tiene usted la lista, en la pizarra.

-        ¡Elíjamelo usted que la conoce más!

-        Este es un bar de tapas. El bacalao y el lomo son la especialidad. También hay bocadillos, tortillas,… Si lo prefiere, cruzando la carretera, al otro lado tiene usted una fonda y puede degustar de cuchara[4].

            Don Camilo no lo dudó. Apuró el vaso rápido, pidió la cuenta, salió y leyó el letrero, ya viejo, escasamente luminoso, de “Fonda Nueva”. El chófer que había echado gasolina en el surtidor de la puerta y que venía de dejar el coche en una calle próxima se tropezó con él.

-        Vamos enfrente. Comeremos mejor, le dijo.

            Entraron. El ambiente, cargado de humo del tabaco, les recordó a un casinillo de pueblo. Había dos mesas en las que unos vecinos jugaban al dominó. Tres mirones con su copa en la mano asistían expectantes al normal desarrollo de paradigmáticas partidas, roto ahora por la presencia de los inesperados forasteros. Uno de los mirones, situado entre las dos mesas, era capaz de seguir las dos partidas a la vez llevando en su cabeza fichas y movimientos de los ocho jugadores. Mirar al dominó era casi una profesión, superior a jugar, que requiere grandes dotes de observación, concentración y memoria.

            La conversación entre competidores suele ser críptica para los no duchos: Me doblo, la ficha que menos pesa, el trio en escalera, paso, doblador de primera jugador de tercera, repetitis, repetitis,…, piensas más que un abogao, a pitos, cierro, hay que saber buscarlas, la ficha que más pesa,…. Los dos foráneos se sintieron atraídos por el peculiar léxico del que algo conocian y la autenticidad de un ambiente cercano y popular. Quedaron impactados y atraídos. Se colocaron cerca de una de las mesas y observaron los juegos sucesivos. Les resultaba imposible no mirar, desviar la mirada para otro lado: “el Dodge Dart, buen coche[5]”, me doblo, joder era cuadrar a blancas, va un tris – tras[6], me voy,…, ¡cuenta! ¡Haz algo!....Si es que no puede ser, no tengo compañero, estoy jugando contra tres. ¡Vale cinco! Les faltan dos para los sesenta. Tenías que haber matado la salida. Eres un ponefichas. ¡Gordas, gordas…!

            Terminó una partida y don Camilo estaba rabioso por sentarse a jugar. No sabía mucho pero entre él y su chófer se las apañaban bien de compañeros.

-        ¿Les importa que echemos una partidita? Así en diminutivo parecía que el favor-petición era de menor grado.

            Los locales remolineaban, mentalmente y alrededor de la mesa, indecisos ante la propuesta de los visitantes. Yo me tengo que ir, dijo uno. Es demasiado tarde, se justificó el otro. Quedaron dos: Dionisio y Rafael. Uno del Madrid y otro del Barcelona, pero jugando al dominó hacían equipo. Dionisio era el propietario de la fonda. Rafael agricultor y amante de leyendas, mitos y fantasías, sobre todo locales.

-        Yo si es cortita puedo jugar, dijo Dionisio.

-        Si les parece bien, con que vayamos a cuarenta y salida tenemos suficiente, alegó don Camilo.

            Se sentaron. Ambrosio, el chófer, como señal de cortesía decidió ser el primero en remover las fichas. Comienza el pressing psicológico. “A este hombre se le nota que, al menos, sabe menearlas. Veremos si sabe ponerlas”, comentó Dionisio. Cada uno tiene que elegir siete, comentó don Camilo irónico. Ambrosio, que ha movido, debe de ser el último.

Comenzó la partida.

            Rafael anima la reunión con una de sus frases preferidas. Por supuesto se trata de expresiones ya hechas, siempre con intención. Grita y, torciendo la cabeza, dirige su voz a la cocina: ¡“Niñaaaa, aparta ese agua que estos pollos se pelan bien!”

            Don Camilo, tranquilo, preciso y convincente no se dirige a nadie pero, con voz muy clara y alta, advierte –con socarronería- haber detectado sólo pollos autóctonos que se convertirán en gallinas conforme avance la partida, porque tanto Ambrosio como él tienen fama de gallos de pelea.

            Finaliza el primer juego y las fichas no puestas suman cuarenta y cuatro, luego son cinco tantos. Ganará aquel que antes llegue a los cuarenta y cinco. El tiempo pasa, apunta Rafael y la columna de nosotros presenta cinco anotaciones. Ellos, don Camilo y Ambrosio mantienen su casillero en blanco. 23 a 0. Dionisio con sus frasecitas de cachondeo: ¡El marcador parece los pantalones de un cojo! ¡Cocinaaaa, quitad el agua de una vez! En la sexta mano las fichas cambian y Ambrosio, con buen juego a blancas, pega un cierre que vale diez puntos. Don Camilo burlón deja caer un: ¡Mientas más suban, más dolorosa será la caída! La siguiente ronda, la séptima, vuelve a ser un cierre de 9 puntos para los forasteros, habiendo salido Rafael. ¡Victoria en campo extraño debiera valer el doble! deja caer Ambrosio. En dos turnos el marcador ha pasado a 23–19. La octava es una victoria para los visitantes, cuatro puntos más. Ambrosio, complacido, anuncia con sonrisa en la cara: “23-23, estamos en Igualada, Barcelona.” La decena de los treinta transcurrió con saltos muy pequeños en un escenario de gran equilibrio, a pesar de que Dionisio tuvo el placer de ahorcarle el seis doble a don Camilo. Este, impertérrito, con el afán de mitigar el golpe, respondió ladinamente que: “Es mejor que te ahorquen el seis doble a que lo hagan por los cojones”. Dionisio queriendo dejar claro que ese exabrupto no tenía nada que ver con su hazaña le respondió con: ¿Quieres tomates?....pues ¡naranjas vendo! Dejémoslo, sentenció el iriaflaviense.

            Se llega a un 41–42 en medio de un silencio impropio del local. Rafael sentencioso afirma que “En el dominó hay que saber, pero la suerte influye mucho: la suerte es un misterio”. Aprovecha don Camilo José para comentar que la vida también es un misterio en sí misma y que está llena de leyendas y mitos, de situaciones prodigiosas. “Seguro que en el pueblo se narran historias extraordinarias, sorprendentes, asombrosas”.

            La partida llega a su final. Dionisio y Rafael respiran hondo: por fin han ganado. Cortésmente dan la mano a sus adversarios. Estos, agradecidos por el rato, deciden invitar a una copa, un refresco, lo que sea. Los lugareños se ven obligados a aceptar por pura cortesía.

-        ¿Y decía usted, don Camilo, que si en el pueblo se cuentan historias fantasiosas, extravagantes e insólitas? interpeló Rafael.

-        España es tierra de ficciones, de fábulas e invenciones. Por pequeño que sea el lugar tiene un cuento que contar. Puede ser de amoríos, de amores no correspondidos, bandoleros, de brujas o de milagros… siempre hay algo. ¿Alguna extravagancia que narrar sobre el pueblo?

Rafael sintió el estímulo del interés ajeno, dudó, y con su seriedad y buen tino dijo:

-        Hace años en el pueblo hubo una bruja. Es una historia larga. Me llevará tiempo.

-        Usted dirá, dijo don Camilo. Soy todo oídos y mi mente será una grabadora, pero antes permítame que pida para Ambrosio y para mí algo que echarnos a la boca. Nuestros estómagos están más vacíos que nuestras tripas después de una diarrea.

-        En la cocina tienen migas “tostás” con sus torreznos, sardinitas de Málaga y chorizo del pueblo. También con sus pimientos fritos, intervino Dionisio. Sobras del mediodía, añadió. ¡Un tesoro gastronómico!, expresó para rematar.

-        Hagámosle los honores que le corresponden a esas famosas migas mientras Rafael nos cuenta sus historias. ¡Migas para dos lo más guarnecidas posible! solicitó don Camilo a la cocina.

            Era tarde, pero don Camilo conocía perfectamente la psicología de los pueblos y sabía decir las cosas para salirse con la suya. Sus viajes, cultura y manera de ser le ayudaban a mimetizarse rápidamente con lo local, sus costumbres, sus dichos y los ambientes populares. “Un buen plato de migas me hará dormir a pierna suelta y me preparará para el amor, si hiciera falta, pues nunca se sabe lo que puede pasar”, sentenció. Por cierto: ¿Tienen camas aquí, verdad? Si, respondió Dionisio. Pues que preparen un par de habitaciones. Para mí con cama de matrimonio y un botijo. Las migas me darán sed.

Y Rafael tomó la palabra

Rafael, protegido con una copa de Montilla-Moriles, inició su exposición diciendo que el relato de Bernarda, la bruja, tenía al menos cuatro generaciones pues se lo había contado su bisabuelo, su abuelo y su padre. Con algunas variaciones, todo había que decirlo, coincidían en lo fundamental. Creo que todos hemos añadido alguna cosa de nuestra propia cosecha, confesó. Es lo normal remató don Camilo. A eso se le llama fantasiosa sabiduría popular hereditaria.

            Al parecer Bernarda perdió a su madre siendo muy niña. Fue un accidente de carro, viniendo al pueblo. La familia completa viajaba de día ante el rojizo riesgo nocturno de los lobos. Vivian en un cortijo, en la Sierra, y cada cierto tiempo acudían a la villa para comprar comestibles, algunas cosas de farmacia y saludar a los parientes.

            Rafael, con solemnidad, indicó que comenzaba el siglo XX, dicen que sería la primera decena, pongamos alrededor de 1905, cuando ocurrió el accidente de la madre de Bernarda. Los caminos eran infames: estrechos, pedregosos y llenos de regueras, a veces verdaderos barrancos. Barrancos variables que el agua caprichosa moldeaba a su antojo ayudada por la considerable inclinación de algunas cuestas abajo. Siempre viajaban en carro, muy despacio, soportando estoicamente los imprevistos vaivenes laterales que les procuraban golpes, y hasta alguna magulladura, contra los tableros laterales. Todo ocurrió en un instante: una enorme sacudida hizo que el eje del carro se rompiera por la parte más próxima a una rueda. El carromato se volcó lateralmente y la madre de Bernarda, sentada en una silla dentro del carro se golpeó con una garrotera[7] en la sien izquierda. Por lo que dicen los médicos es una zona frágil. El hueso se rompió y sirvió de cuchillo afilado para cortar la arteria[8]: el resultado es una hemorragia dentro del cráneo y fuera del cerebro. [En lenguaje médico se produce un hematoma epidural]. A duras penas se recompusieron del accidente y del susto, pero se quedaron tirados en mitad del camino. Andando, Miguel, el padre, fue a pedir ayuda al pueblo y a las pocas horas se presentó con otro carro. Se encontró a Bernarda intentando ayudar a su madre que no paraba de vomitar en medio de un tremendo dolor de cabeza. Con el carro prestado, sus dos mulas y la madre en muy malas condiciones llegaron al pueblo. El médico local, sin medios, no pudo hacer nada. La mujer murió al día siguiente dejando tres niños huérfanos y un viudo mudo, en estado de shock, demolido por la pena. El entierro y sus escenarios previos de amortajamiento, velatorio, responsos y gori–goris en la iglesia no ayudaron en nada. El accidente imprevisto fue un garrotazo en toda regla, una catástrofe interior de la que ni el marido ni la hija se recuperaron jamás. Bernarda a sus nueve años, vestida de luto riguroso, con traje, pañuelo, velo, medias y zapatos –todo demasiado grande, demasiado negro y todo prestado– era una almita en pena, una niña necesitada de abrazos a la que nadie cobijó. En unas horas, con su madre de cuerpo presente, había pasado de hijita de nueve años a ser la mujer de la casa y madre potencial de sus dos hermanos pequeños. “Ahora tendrá que encargarse de todo”, cuchicheaba la gente en voz baja cuando la veían pasar.

            Al día siguiente del entierro tuvieron que volver al cortijo: la gente humilde, los pobres, no podían tener días un poco más libres ni para sentir el duelo. Además los animales necesitaban de sus cuidados. Volvieron con Úrsula, tía de Bernarda y hermana soltera de su padre. Su presencia duraría, al menos, una temporada, para que la niña fuera haciéndose con la casa.

            Bernarda pensó que la presencia de su tía le vendría bien. Su padre era un hombre rudo, poco dado a demostrar cariño y mimos por sus hijos. Estaba muy centrado en el trabajo y parecía siempre de mal humor. Serio, responsable y trabajador, pero desconocedor por completo de la psicología y necesidades de una niña y menos huérfana. Miguel era de poca cultura y escasas palabras. Su paternidad se concretaba en ciertas exhibiciones de autoridad y en el cuidado material de sus tres huérfanos. Poco más.

            Como el vacío en el cortijo era enorme, Úrsula no tuvo ninguna dificultad en hacerse con todas las riendas del hogar. La vida no cambió prácticamente nada ni para Miguel ni para sus dos hijos pequeños, de cinco y siete años. Cada uno de estos tres siguió haciendo lo mismo que hacía antes de morir Natalia. La peor parte se la llevó Bernarda por ser mujer, hija mayor y huérfana. Una mujer en el seno de una familia pobre, en el campo y a principios del siglo XX estaba condenada a las labores propias de su sexo, como se ha dicho en España durante décadas. Al ser la mayor de tres hermanos era el foco donde convergían las responsabilidades en el entorno de ese hogar: no tenía escapatoria. Por último su orfandad la privaba de la protección y el cariño de una madre. Las circunstancias trabajaban a favor de su desamparo y en una semana la habían transformado en la víctima de la situación: su vulnerabilidad era infinita.

            El padre trabajaba el huerto, araba, sembraba y se ocupaba del ganado mayor: tenían un par de vacas, los dos mulos del carro y un burro encantador para darle a la noria. Gallinas y conejos eran cosa de las mujeres. Miguel también se ocupaba de pequeñas reparaciones de útiles y herramientas y como albañil, de obras muy menores, no lo hacía mal. A veces se cansaba y se esfumaba de la casa con la excusa del herraje de los mulos. Sus hijos y su hermana no decían nada. En caso de necesidad sabían que lo encontrarían en la Venta del Barranco, lugar de encuentro de cosarios, peregrinos, viajeros y comerciantes. El hombre no era un follinga[9] pero tenía sus necesidades. Allí podía rozarse un poco y manosear de mala manera a una ventera viuda que no se dejaba más. Entre copa y copa, el herraje, alguna compra, manoseo y algún desahogo solitario pasaban los dos o tres días que se tomaba de asueto.

            Al inconsciente abandono que Bernarda sufría por parte de su padre, se unía un despotismo de consideración de su tía, la soltera. Para esta, la niña lo hacía todo mal. Las broncas, algún alpargatazo y los malos modos estaban a la orden del día. Las lecciones que su tía podía darle, eran lecciones de mala educación, de gritos sin sentido, de mandatos ridículos, de echar cosas en cara y de obediencia ciega. Úrsula era la encarnación de una dictadora manipuladora con dosis de maltrato.

-        Tienes que estar agradecida de que yo esté aquí. Os estoy entregando mi vida en este maldito campo, le repetía a Bernarda día tras día.

-        ¿Pero es que no sabes hacer nada? ¿Cómo puedes ser tan torpe y hacer las cosas tan mal?

-        Tú, a obedecer y a callar, esa es tu obligación y sobre todo, punto en boca. ¡Chitón!

-        No creas que yo he venido aquí para enseñarte, si tu madre no te enseñó es tu problema..…¡tendrás que aprender sola!

            Bernarda, en un ataque de rebeldía, con tono suave pero con seguridad, le respondió a esto último: “Mi madre me enseñó a leer y a escribir. Mis hermanos saben menos que yo, pero también leen y escriben ya algunas cosas”.

-        ¿Y eso para que sirve en su sitio como este? Le respondió, enrabietada su tía.

            Durante las cenas Úrsula, a la luz de una vela y de una tenue lumbre, se quejaba a su hermano de lo poco que la ayudaba Bernarda y de que no llegaría a ninguna parte una niña tan “mostrenca”, palabra que Miguel intuía como algo malo, pero que en realidad no sabía lo que significaba. Miguel escuchaba en silencio un día sí y otro también. Cuando la situación se ponía demasiado agobiante para él, siempre le decía lo mismo:

-        Tú lo que necesitas es un hombre. !Si lo sabré yo¡ ¡Estás como un anafre[10]!

-        Aún no ha nacido el hombre que me merezca, respondía la mujer.

-        El “Tú te lo pierdes” de Miguel daba a entender el final de la conversación.

            La realidad laboral de la casa era bien distinta de la visión de Úrsula: Bernarda se levantaba la primera, tomaba su tazón de leche y cuando su tía llegaba a la cocina se encontraba el fuego bien encendido y la mesa preparada para desayunar. Mientras Úrsula hacía lo propio, ella le preparaba un tazón de leche migada a sus hermanos. Luego los aseaba y juntos recogían hierbas para dar de comer a gallinas y conejos, cosechaban los huevos, limpiaban gallineros y conejeras, les ponían agua limpia en los bebederos, etc. Los animales y su cuidado eran una referencia fundamental para Bernarda y sus hermanos, un punto de cariño y buenas vibraciones. Como hermana mayor, lógicamente, hacía la mayor parte del trabajo, pero eso no importaba porque los dos pequeños aprendían. Se lo pasaban realmente bien poniendo nombres a todos los habitantes de su pequeña granja. La gran mastina “Dana” era una garantía contra visitas repentinas. La gata blanca “Marta”, muy atenta a todo siempre y siempre omnipresente, completaba el equipo. Nunca se vio un roedor, ni grande ni chico, en las inmediaciones del cortijo. Dana y Marta siempre durmieron bajo el mismo techo y nunca tuvieron ningún problema, rompiendo por completo aquello de que “se llevan como los perros y los gatos”.

            Los tres huérfanos ocupaban una parte importante del tiempo en dar paseos de ensueño al aire libre. Conocían perfectamente los alrededores y todos los caminos que se dirigían al cortijo. A ratos perdidos, los días de frio o en las tardes de mucho calor, Bernarda en el papel de maestra de sus hermanos, dentro de sus posibilidades, intentaba que progresaran en lectura y escritura. Los niños se sabían de memoria algunos de los pasajes de cuentos de Saturnino Calleja[11], libros que le regalaron a su madre unos tíos ricos de Córdoba en una visita que les hizo, tras la consulta a un viejo médico de la capital para aliviar el ánimo.

            Por otra parte, el tercer foco de atención de la mujer de nueve años eran las plantas: le gustaban todas. Eso también lo había aprendido / heredado de su madre. Delante de la casa destacaba una vieja parra y en varios arriates estaban plantados rosales, geranios y, sobre todo, plantas aromáticas: romero, tomillo, hierbabuena, perejil, manzanilla, lavándula, orégano y albahaca. En un rincón destacaba una hermosa “Dama de noche”. En “tiestos” viejos se mantenían cintas, claveles, adelfas varias, buganvillas y algunas otras. Con el huerto, lleno de árboles frutales, constituían su particular paraíso vegetal. Aparte estaba todo ese campo abierto con multitud de olivos[12] centenarios y encinas legendarias. En ese entorno los tres hermanos se sentían como pájaros libres en las alturas. Cerraban los ojos e impulsados por un viento limpio surcaban los caminos del cielo con sus mentes.

            Además de hermanos, animales y plantas, Bernarda cumplía con diligencia los mandatos de su tía: porteaba agua, tendía la ropa, lavaba cacharros después de las comidas, recogía las habitaciones, iba por leña, mantenía el fuego, etc…etc…Su tía era la cocinera oficial y la que lavaba la ropa, pero en todo lo demás Bernarda –a pesar de la aridez de aquella persona- procuraba que no estuviera sola en sus quehaceres.

            Un día, tras una riña inmerecida, Úrsula, que la consideraba su cenicienta particular, le dio más voces que un melonero[13]. Bernarda, convencida de que quién bien te quiere te hará feliz, ahíta de improperios, cruzando los dedos corazón sobre sus respectivos índices, los apuntó hacia ella, en modo de pistolas, y le dijo: “Eres mala, malvada. Serás una desgraciada toda tu vida”. Úrsula se puso hecha un basilisco y la acusó de bruja y causa de todos sus males.

            A partir de ahí Bernarda se dijo: “Si para ti soy una bruja, haré cosas de bruja, encontrando así –sin proponérselo- la forma de deshacerse de su tía. Desde entonces se dedicó a pensar en ocurrencias propias de hechicería con el único objetivo de que su tía volviera al pueblo. Cuando su padre mataba una gallina, colgaba de una cuerda la cabeza del animal en la puerta del cortijo, debajo de la parra. Explicaba que se ahuyentaban así los malos espíritus; por las noches aullaba –a modo de pesadilla– solicitando la presencia de lobos; por las mañanas, a veces, comentaba en el desayuno que había estado hablando con su madre … Úrsula, que ya la miraba de reojo, empezó a tenerle miedo, a sentir inseguridad ante su presencia. Un día se encontraron una liebre muerta en el campo, le cortaron una pata y se la regalaron a su tía como muestra de afecto. Le contaron que es símbolo de fortuna, prosperidad y abundancia, también de fertilidad dada la facilidad de procreación de los conejos. La tía puso una enorme cara de asco y lo consideró como una ofensa, una asquerosidad impropia de un regalo que tiró a la candela delante de los niños. ¡El fuego lo purifica todo!, les dijo recordando la fiesta de la Candelaria muy celebrada en el pueblo en aquellos años[14]. Cuando todo esto ocurría, Bernarda procuraba que su padre no estuviera presente por lo que siempre era una palabra contra otra.

            El colmo fueron los tres cráneos de oveja y la piel de culebra: los niños se presentaron un día con ellos pinchados en unos palos a modo de mástiles. A su tía le dijeron que los habían utilizado como vasos para beber agua en el arroyo y que los mantendrían en casa durante un tiempo porque querían dibujarlos. “Así debe ser nuestra cabeza, más o menos”, aseguró Bernarda. El pequeño Cándido llevaba contento en la otra mano una camisa completa de culebra. Úrsula entró casi en estado de shock: las calaveras de oveja, blancas y perfectas, le daban casi igual, pero el imaginárselas como vasos le levantó el estómago. La piel de la culebra le resultó repugnante y les rogó a los niños que lo tiraran todo lejos de aquella casa.

-        Los dejaremos en la parte de atrás para que no los veas. Tenemos que pintarlos.

-        ¡Estáis más que locos!, manifestó la mujer en actitud dogmática agitando su índice derecho.

            Al día siguiente los niños volvieron a la carga y persiguieron a la mujer con el cadáver de un rabilargo suspendido de un palo por una fina cuerda. “Mira, tita, lo que hemos pescado en el campo”. La mujer despavorida salió pegando voces en busca de su hermano que trabajaba cerca.

-        Miguel, Miguel….¡Socoooorroooo! Tienes unos hijos que son unos monstruos. No los aguanto más. ¡Llévame al pueblo!….Te lo pido por las memorias de nuestra santa madre y tu desafortunada esposa que en gloria estén. ¡¡¡¡ No aguanto más!!!

            La mujer contó y recontó. Miguel no dijo nada, como siempre escuchó hasta que la mujer, tras su prolongado monólogo, calló. Se dirigieron al cortijo, una preparó sus cosas y el otro sus dos mulas. Los niños escondidos en las proximidades observaron la escena. No salieron de su escondrijo hasta que los perdieron de vista al trasponer en el primer recodo del camino. Impulsivamente, saltaron y brincaron, rieron, se abrazaron y terminaron dándose un aplauso.

            Don Camilo y Ambrosio escuchaban sin pestañear, pero sin dejar de comer. La velada estaba resultando deliciosa. Rafael contaba las cosas con agilidad y realismo. Sin que te dieras cuenta, te metía dentro de la historia. Era un narrador nato con una memoria prodigiosa y un vocabulario sorprendente para un agricultor de un pueblo pequeño de la Sierra. En el bar reinaba un acogedor y cómplice silencio. Hasta las cocineras, que habían salido de su hábitat, estaban en la mesa de al lado absortas con la narración, disueltas en el prodigioso océano de las palabras. Sus manos apoyadas sobre los delantales, a la altura del vientre, delataban tranquilidad, paciencia y una actitud activa de escucha placentera.

-        Siga usted, por favor, le dijo la más joven.

-        Sí. Vale, pero antes, una nueva copita, que el tanto hablar a solas me reseca la garganta y me embota la mente.

            Rellenaron las copas; otros pidieron agua y Rafael, una vez remojadas sus trabajadas cuerdas vocales y estimulado su cerebro, continuó diciendo:

Úrsula se va

El camino hacia el pueblo, de casi dos horas, fue hijo de la procesión del silencio. Únicamente el ruido de las pisadas de los mulos y algún bufido de bestias y amo, para manifestar su desacuerdo con el estado de la vereda, fue lo único que se oyó. A lo largo del camino, Miguel se mantuvo más serio que la bragueta de un sardinero[15]. La gente del pueblo, siempre pendiente de cualquier movimiento por pequeño que fuera, al verla entrar con el ceño fruncido y algunos bultos a modo de equipaje, sospechó que volvía para quedarse.

-        Una vecina se atrevió a preguntar: ¿Qué, Úrsula, ya de vuelta? ¿Algún problema?

-        Métete en tus asuntos ... ¡Conocerás tú el percal!

            Miguel la ayudó a bajar mientras ella con cara de ofendida miraba hacia el otro lado. Úrsula sacó del refajo la enorme llave de su casa, abrió bien el postigo y, a duras penas, después la puerta. El olor a cerrado y a oscuridad le inundó la nariz. Peor fue la sacudida de soledad que le invadió el alma. Pero no había marcha atrás. Sentirse humillada por unos niños seducidos por el demonio, aprendices de hechiceros y poseídos por el mal era mucho más de lo que ella podía soportar. En su casa, aunque sola, estaría bien. En esos pensamientos entró Miguel con unos bultos.

-        Un lacónico adiós fue la única señal de despedida de su hermano.

            En el pueblo Úrsula no perdió el tiempo. Tuvo que dar explicaciones de su vuelta después de siete años. Empezó por divulgar entre vecinas y conocidos –no tenía amigas- que los niños eran ya mayores, que les había enseñado a defenderse y que Bernarda podría llevar la casa con la importante ayuda, ahora sí, de sus hermanos pequeños. Que ella tenía que rehacer su vida y mirar por ella.

-        ¡Cada uno en su casa y Dios en la de todos! ¡Es lo mejor!, terminaba diciendo resignada.

            Pronto empezó a hablar mal de su hermano Miguel: que si la tenía como una esclava, que la miraba con ojos lujuriosos, que si le hizo pasar hambre…..después le tocó el turno a su sobrina Bernarda: ¡Esa niña no es hija de mi hermano, es hija de Satanás! ¡Tiene un pacto con el diablo! ¡Sólo piensa en hacer daño, en destruirme! ¡Colecciona cadáveres de animales y utiliza calaveras de oveja para beber el agua! ¡Habla con lobos por la noche y también con su madre! ¡A veces bebe sangre y juega con cabezas de pollos y gallinas!....Lo siento por mis dos pobres sobrinos. Lo que es ella, tiene menos vergüenza que una cabra debajo del rabo[16].

            La mala fama de Bernarda se extendió por el pueblo como una mancha de aceite congelado. Al principio despacio. La gente incrédula, pasaba. Con el paso del tiempo y ante las embestidas de una Úrsula insistente y dispuesta a aparecer como la gran víctima de la situación, la fama de bruja de su sobrina fue calando y hasta el cura del pueblo intervino en los sermones previniendo al personal de que Lucifer había tomado forma de mujer joven y habitaba en la Sierra.

            La vida continuó. Pasaron años machacando y exagerando la imagen de pitonisa diabólica de Bernarda hasta que un día de febrero la rutina estallaría en mil pedazos. El pueblo convulsionó. Úrsula se levantó como todos los días. Había helado. Hacía un frio atroz[17]. Se arregló un poco, desayunó, se puso la toquilla por los hombros y salió al patio para echar de comer a sus dos cerdos las sobras de la cena de la noche anterior. Gruñidos de aprobación de los animales. Suciedad por el suelo dentro de la zahúrda. Como todos los días Úrsula se aferró a la escoba y la pala, útiles de limpieza y también, a veces, de defensa. Entró. Cerró la puerta. En su primer intento de recoger la mierda se resbaló en un charco de agua congelada. Cayó, con tan mala fortuna que se terminó dando un traicionero golpe en la cabeza. Perdió el conocimiento. Estaba a merced de unos cerdos que la miraban escépticos. Por un momento, siguieron comiendo sobras. Luego continuaron con ella.

            El grito de Vicenta, vecina de fatigas y comentarios, con su jarra de leche, pudo oírse en el cuerno de África. Los cerdos se asustaron. Les tiró primero la leche y luego la jarra. Demasiado tarde. Se armó de valor, abrió la puerta y aprovechando el desconcierto de los gorrinos sacó, arrastrando, lo que quedaba de aquella desgraciada. Cerró la puerta y al comprobar que faltaba bastante Úrsula, se desmayó al lado de unos despojos manchados de caca y orines de los glotones asesinos, suciedad que le sirvió de mortaja para la eternidad. Los vecinos corrieron para avisar al médico y al cura. El galeno solo pudo certificar la defunción. El cura rezó una improvisada oración y dio la bendición a una masa de carne con trapos, todo mordisqueado.

Sin Úrsula

La noticia de la muerte de Úrsula corrió como los pollos de perdiz. A su hermano Miguel fueron a buscarlo los municipales por orden del alcalde. Aparte de papeles que arreglar en el juzgado, las costumbres mandaban y el entierro lo debe presidir alguien de la familia. Miguel se vino con sus tres hijos y otra vez de luto riguroso. Bernarda tenía ya 23, Francisco 21 y 19 Cándido. Habían ido muy poco por el pueblo. No conocían a nadie. Tampoco eran conscientes del revuelo que la llegada de Bernarda ocasionaría. Era un tumulto sordo, una perturbación amortiguada, una revolución silente de comentarios bisbiseados. Para un pueblo de 3.000 habitantes era demasiado, un acontecimiento histórico. Los infinitos comentarios acerca de la muerte de Úrsula se sobrealimentaron con la llegada de la bruja Bernarda.

            Ya en el velatorio, las siempre presentes chismosas con carita de cordero y afiladas palabras toquetearon al pobre Miguel que se estaba quedando dormido:

-        ¿Qué vais a hacer con los guarros?

-        ¿Es cierto que tu hija le había echado el mal de ojo?

-        ¿La enterrareis por la Iglesia?

-        ¿Y la casa? ¿Qué vais a hacer con la casa?

            Miguel acertó: no quiso responder nada. En su interior pensaba que mañana, con la luz del amanecer, vería la situación más clara. Además tendría que hablar con sus hijos. Todo había ocurrido demasiado deprisa.     Estas trágicas circunstancias, ocurridas tan rápidamente, necesitaban su tiempo para asumirlas. Además él, de natural tranquilo, llevaba mal que lo atosigaran y más si le hacían preguntas inoportunas efectuadas por vecinas malintencionadas.

            A la mañana siguiente, tras una noche de velatorio con tres rosarios, algunas oraciones, escasas lágrimas y chistes varios amaneció lloviendo. Dos rezadoras se habían pasado la noche compitiendo con sus jaculatorias: “Señor, tened piedad de ella”; “Santa María, rogad por ella”; “Señor mío y Dios mío, perdonad sus pecados”. Fueron pocos los que velaron el cadáver de Úrsula. Los familiares, por pura obligación. Unas vecinas trajeron leche, café y unos bizcochos caseros. Sobre todo son para los familiares, dijeron cuando varios adultos se abalanzaron sobre la bandeja.

            A eso de las diez, el entierro era a las doce, llegó la sacristana preguntando por Bernarda. Venía de parte del cura. En una cocinilla, al fondo, en el patio, a solas, le comentó que la Iglesia no quería problemas, que su presencia en el funeral podría ser motivo de escándalo, que alguien podría meterse con ella o culpabilizarla en público de la mala muerte que había tenido su tía,…que ya hablaría el cura con ella, pero que hoy era mejor que se quedara en la casa y que no apareciera por los lugares sagrados: parroquia y cementerio. Era un aviso bienintencionado y, sobre todo, por su bien, le comentó.

-        Ese cura es un esquilahuevos[18]. Yo a mi tía no le he hecho nada, alguna broma en el campo y poco más, se defendió Bernarda. Además, de eso hace ya muchos años. Es cierto que no nos llevábamos bien pero su muerte ha sido una terrible desgracia que a todos nos ha pillado por sorpresa.

-        Ya, ya,….pero en el pueblo la gente habla mucho de tus –más que seguras- relaciones con los mundos mágicos de hechiceros y brujas, tu afición por animales muertos, tus contactos con ultratumba….Lo mejor será que te quedes en casa. Diría muy poco de ti que pusieras al señor Cura en la tesitura de expulsarte de la iglesia. Debes comprenderlo, un párroco se debe a su pueblo. Tiene que defenderlo. La gente de aquí considera que te comunicas con el otro mundo, con los espíritus. Y eso la Iglesia no lo ve bien.

-        Pero, ¿la Iglesia no se dedica al espíritu?

-        Se dedica a <<sus espíritus>>, que no son los tuyos. Espíritus los hay de muchos tipos. Ya lo comprenderás con el paso del tiempo conforme te maduren los años.

-        ¿Y mis hermanos? ¿Podrán asistir ellos? Son unos niños.

-        Por tus hermanos y tu padre no te preocupes. El cura no ha dicho nada. No hay problema. Por cierto, dile a tu padre que lleve algún dinero… los entierros tienen unos costes que siempre paga la familia. Te lo recuerdo por si lo desconocéis, ya sabes, no quiero que quedéis mal por cuatro perras.

            En sus adentros Bernarda sintió una rabia turbadora, una impotencia infinita, pero no se dejó llevar. Volvió a repetirse para sí: “Si me tratan como a una bruja, seré una bruja para ellos”. Se le ocurrió decirle a la sacristana que le comunicara al Cura que estaba hasta el moño de él, pero prefirió callarse.

            Todas las ceremonias fueron bien y a Úrsula la enterraron dos metros bajo tierra. Una cruz de madera, pinchada unos centímetros, y unos tiestos-maceta de geranios ubicados encima, sobre la tierra blanda, fueron los distintivos que su hermano dispuso. Uno de los vecinos que tenía buena letra, con un ladrillo rojo pintó sobre la cruz: Úrsula, 3 de febrero de 1919.

            Bernarda estuvo sola la mayor parte de la jornada así que tuvo tiempo de pensar lo que haría. Hablaría con su padre y sus hermanos. Su propuesta era clara: se quedaría en el pueblo. El padre podría ir y venir al cortijo según su antojo, cuidar de su ganado, sembrar, quedarse allí o pasar temporadas, pero ella había decidido permanecer en el pueblo cuidando a sus hermanos y ejerciendo de bruja. Lo tenía muy claro: “Si quieren que sea bruja, lo seré, pero será a su costa. No les va a salir gratis”.

            Recién llegados del cementerio Bernarda les comunicó su determinación. Los hermanos la adoraban. No hubo ningún problema. El padre la aceptó sin más: seguiría con el campo, animales, cosechas … iría, vendría o permanecería según necesidades. Podría continuar con su vida en la medida de sus deseos. Bernarda le prometió que, llegado el caso, también cuidaría de él. Para ti soy tu hija mayor. Siempre me has respetado. Yo siempre te respetaré y llegado el momento me ocuparé de ti.

Tras el entierro

Al día siguiente del entierro de Úrsula, temprano, por la puerta de atrás, hija y padre, Bernarda y Miguel, provistos de dos grandes garrotes, sacaron los cochinos. Lo hicieron en silencio y sin ruido, como haciendo algo malo. Nadie los vio. En bandolera, Miguel llevaba la escopeta de sus horas de caza. En los bolsillos de su vieja chaqueta estaban los cartuchos. Siguieron el camino hacia el Santo, vieja ruta mozárabe. Los cuatro iban juntos como si tal cosa, con el paso tranquilo y la mente absorta en sus propios pensamientos. Los cochinos miraban al suelo, ellos el horizonte. Después de una hora de camino y varios desvíos llegaron a un barranco. Los cerdos, ayudados por las trancas, no tuvieron más remedio que acomodarse en él. Miguel cargó su escopeta y apuntó a la cabeza del primer animal: descerrajó dos tiros. Al cerdo se le doblaron las cuatro patas a la vez. Volvió a cargar y esta vez los dos disparos fueron directos al cuello. Hizo lo mismo con el segundo cerdo. Ante la posible duda gastó dos cartuchos más en cada uno. Los cerdos, pensados para la matanza, habían tenido un final impensable, impropio de los cerdos. Yacían juntos. Se los comería la madre Tierra. Terminada la operación entre el padre y la hija acarrearon un buen montón de aulagas, “matajierve”, ramas viejas de encina, pasto, jara pringosa y algunos troncos secos de sucesivas podas. Rociaron todo aquello con aceite de oliva y le pegaron fuego. Durante un par de horas no dejaron de traer todo lo que pudiera arder consiguiendo una pira descomunal. Querían borrar aquellos cerdos del mapa, evaporarlos. Unas lanchas de granito, paladas de tierra y más ramas maltaparon los restos de los cerdos que siguieron con su proceso de incineración. El barranco se había transformado en un primitivo horno crematorio. Al medio día ya estaban de regreso en el pueblo. Se sentían satisfechos y estaban seguros de que lo que habían hecho era lo correcto y lo mejor. Ante una cruz de término, desnuda, en la entrada del pueblo, junto a la ermita de San Sebastián, juraron que nunca jamás volverían a criar cerdos.

            El segundo objetivo fue la vivienda. Era una casa típica del pueblo con su dintel grabado y jambas, con pequeñas ventanas, con su largo pasillo central de piedras y estancias con bóvedas de arista. La cocina ocupaba el centro de la casa. Al final tenía patio, corral y huerto. Para empezar registraron todos los armarios y lugares posibles que contuvieran ropa. Prácticamente toda la de Úrsula fue al estercolero donde las llamas dieron buena cuenta de ella. Respetaron algunas piezas a estrenar porque les resultaba demasiado tirar. Ganas no les faltaban, pero la razón se impuso a los impulsos. Supusieron que pertenecerían al ajuar de Úrsula: seguramente hubo un tiempo en que pensó casarse. ¿Quién pudo ocupar el corazón y la mente de Úrsula?: misterio. También aprovecharon la ropa de las camas si estaba, a su juicio, en buenas condiciones. Zapatos, zapatillas, botas, babuchas, alpargatas, chancletas, etc … todo acabó en la hoguera. Nadie debía de usar los zapatos de Úrsula.

            Encargaron cal, mucha cal. Durante tres días estuvieron blanqueando, recogiendo gotas, moviendo muebles, … dieron un tremendo meneo a las habitaciones, a la cocina, a la fachada y al patio, incluidas una cuadra y la trágica zahúrda. Con la cámara no se atrevieron del todo, pero tiraron y quemaron montones de trastos viejos. La organizaron. Recolocaron cántaros, lebrillos, celemines, aperos y cajas con botes de conservas. Los cristales de las ventanas pasaron de translúcidos a transparentes, dejando ver las cortinillas de encaje del interior que colgaban de una barra de madera. Limpiaron y fregaron hasta que cayeron rendidos. Con agua, jabón y cal querían borrar toda la historia de la casa. Era el comienzo de una nueva etapa. La dejaron más limpia que un jaspe[19]. Habría un modelo de casa antes y otro después de la decisión de Bernarda: quedarse a vivir en casa de sus padres.

            Sobre lo limpio, por todos los rincones de la casa, usaron Zotal[20] y en especial en patio, corral, zahúrda y cámara, producto que no le había pasado desapercibido a Bernarda por sus múltiples aplicaciones. Este poderoso insecticida[21] y desinfectante era muy famoso en aquella época. Por sus manos pasó una lata que Bernarda leyó con curiosidad y que acabó copiando en un papel: “Zotal no es corrosivo, ni cáustico, ni venenoso. No mancha, ni oxida, ni es inflamable. En la vid se puede utilizar para curar la Filoxera, Oidium, Mildew y demás enfermedades de las viñas; se riegan o pulverizan las cepas durante la primavera con solución de Zotal del 3 al 5 % según el desarrollo de los insectos. En árboles frutales y plantas Zotal destruye la Serpeta, Poll Roig, orugas, hormigas, pulgones, negrilla, Gomilla y demás enfermedades del naranjo, olivo, limonero, ciruelo, almendro, albaricoquero, higuera, melones, habas, patatas, arroz y otras plantas y árboles frutales”. Otra especialidad de la casa era el Jabón Zotal, ideal de los jabones desinfectantes y medicinales. Un artículo aparecido en el ABC de ese mismo año [1919] comentaba que por sus condiciones antisépticas era indispensable para los que padecen de herpes, caspa, granos, escoriaciones, sarpullidos, sabañones, grietas, manchas de la piel y otras enfermedades cutáneas, por rebeldes que sean”. Ni el Zotal ni su jabón derivado faltarían en esa casa a partir de este momento, para eso estaban los cosarios y los arrieros. De todas formas Bernarda lo pensaba como una medicina a recomendar a sus convecinos y por supuesto les cobraría por ella y por los consejos.

Miguel vuelve a la Sierra

Hecha la limpieza y ordenados los enseres en toda la casa fijaron el día de vuelta al cortijo, pero antes, para robustecer la despensa del padre en aquel campo único, adquirieron algunas provisiones no caducas. A partir de esas fechas el hombre viviría sólo. Una soledad voluntaria que interrumpiría cuando le viniera en gana, pero soledad al fin y al cabo. Debía de tener consigo una buena despensa.

            Una vez en la finca, los hijos empaquetaron toda la ropa que tenían. Del padre, solo la mitad. Lo mismo hicieron con la mitad de los animales domésticos. Para su traslado al pueblo utilizaron unas rudimentarias jaulas confeccionadas con cañas y juncos: gallinas y conejos saldrían de aquel lugar por primera vez en su vida. La gata Marta también. Algunos tiestos de macetas se vieron en el carro para completar el exiguo jardín que tenía Úrsula. No olvidaron sus libros guardados cuidadosamente entre sábanas limpias con olor a plancha. Dana, noble y leal, se quedaría en el campo. La cola oscilante de un perro cariñoso con mirada profunda sería la última imagen de aquel entrañable lugar, casi sobrenatural, paradisiaco para ellos. Los hijos se alejaron. El silencio abrazó a Miguel ante la atenta observación de la perra que parecía peguntar qué estaba pasando. Dicen que nadie puede poner puertas al campo pero Miguel, a pesar de estar en campo abierto, sintió que varias puertas se cerraban a la vez, de golpe. Era el punto y final de una etapa. Solo las puertas invisibles del recuerdo le podrían conectar con un pasado que empezaría a añorar en el mismo momento que sus hijos se fusionaron con las encinas del fondo del camino y desaparecieron.

Bernarda en el pueblo

Desde el principio Bernarda adoptó actitudes, formas y hechos asociados a la imagen que ella tenía de bruja. De sobra sabía que no lo era, pero estaba decidida a interpretar ese papel. En casa, fue madre y hermana mayor de sus hermanos, pero para la gente de la calle tenía muy claro que sería una bruja total. En su interior se convenció de que al pisar el umbral de su puerta, al salir, dejaría allí la vergüenza, sentimiento que recogería al volver. En consecuencia tuvo que mantener y aumentar el nivel de excentricidades propias de una hechicera y algunas cosas más. El sórdido trabajo realizado por Úrsula se olvidaría si ella no lo seguía alimentando. Si la gente quería carnaza, la tendría. Además ser bruja para ella sería una forma de vivir, un auténtico negocio, un rol adosado a su personalidad.

            Se vistió, para siempre, de luto riguroso, incluido un gran pañuelo que le cubría la cabeza. El pañuelo era amplio y, echado hacia delante, le tapaba la cara en muchas ocasiones, casi una cobijada[22]. El cambio de estaciones no afectaba a su forma de vestir, aunque sí a la espesura de los tejidos. Al principio la gente pensó que era el luto por la muerte de Úrsula pero Bernarda supo desde el principio que sería su uniforme. Habló con sus hermanos y les pidió ayuda: ellos deberían de hacer su vida normal pero con habilidad dejarían traslucir hechizos, recetas medicinales como si fueran pócimas, comportamientos extraños, sueños, rezos extravagantes etc…tendrían que afanarse para conseguir que, socialmente, su hermana mayor fuera considerada como una pérfida bruja. Y así lo hicieron. Sin su valiosa colaboración y complicidad, la bruja Bernarda hubiera sido de tercera división.

            Cándido de 19 y Francisco de 21 encontraron trabajo fácilmente tirando de parientes de sus padres: el primero en la fonda/tienda/bar y el segundo como mozo ayudante en las tareas del campo. Al menos la comida estaba asegurada y siempre caía alguna cosa extra propia de sus trabajos: A Cándido un dinerillo en forma de propinas y a Francisco productos derivados de las huertas y del cuidado de los animales. Los dos eran personas serias.

            La fonda/tienda/bar de Cándido era una plataforma excepcional para difundir la imagen de hechicera de su hermana. En la fonda se hospedaban dos guardias civiles jóvenes cuyo alojamiento pagaba el Ayuntamiento y raro era el día que no llegaba hasta allí algún viajero. Su amistad con los guardias era una garantía para Bernarda: sabía que si alguien se pasaba con ella los tendría de su parte y si Bernarda se metía en algún lío, era fundamental conocer su opinión. Los viajeros solían ir de paso, pero más de uno visitó a Bernarda acuciado por el futuro y la inseguridad de sus negocios o por raros problemas de salud. Además pagaban bien y en metálico. La tienda era un ir y venir constante de personas del pueblo y el bar tenía su clientela, poca, pero fija. El poder de influencia de Francisco era más limitado pero ninguno de los dos ocultaba a nadie las múltiples rarezas de su hermana, extravagancias que Bernarda les comentaba en las cenas al calor de la lumbre y a la luz de una vela. Al menos en la casa se quitaba el pañuelo, pero su cara vista por medio de una llama que nunca estaba quieta, proyectaba unas sombras que transformaban el rostro en el de una persona desconocida, extraña.

            Bernarda les decía a sus hermanos:

-        Debo de tener fama de curandera; de pitonisa que adivina el futuro observando una vela o tirando unas cartas; mis habilidades pasan por hablar con los muertos y rescatar los secretos que se llevaron a la tumba; debéis decirle a la gente que en casa tengo, aparte de dos perros y tres gatos, flores y hojas de adelfas disecadas que como sabéis son tóxicas y afectan al corazón, a las tripas y a los nervios de humanos; también guardo plantas medicinales que obtengo del campo y puedo sanar mentes de personas perdidas. Hablo con las ánimas benditas en mitad de la noche, porque “A las ánimas benditas no se les cierra la puerta, se les dice que pasen y entran contentas”. Puedo encontrar agua en la mitad de un campo, interpreto las nubes, las noches de tormenta y detecto el espectro de fantasmas vivientes. Cuido de una pareja de rabilargos en una jaula a la que dejo sus dos puertas abiertas, hablo con cuervos y estorninos e interpreto sus gestos: los pájaros siempre dicen la verdad. Y por supuesto que también leo las manos.

-        Pero todo eso es puro cuento, una exageración. Eso no es verdad, tú no eres así, respondió Cándido.

-        La tía Úrsula plantó la semilla en ese territorio, si hubieran sido buenos vecinos, personas honradas, esas ideas serían pensamientos muertos, no existirían; pero nadie me preguntó, nadie vino a hablar conmigo. Se lo creyeron todo sin más. Esa es su culpa y su responsabilidad. Ahora pagarán por ello y van a pagar con dependencia, miedo y dinero. Si me consideran un ser superior a ellos, seré superior, una guía de lo oculto, de lo que no comprenden, de lo que les da miedo….aunque en la realidad no lo sea. Será nuestro secreto. ¡Juguemos!

-        ¿No te volverás loca? le preguntó Francisco.

-        Estoy más cuerda que nunca. Cuidaré de vosotros hasta que voluntariamente decidáis abandonar esta casa. No os faltará de nada. Os ayudaré en todo a cambio de que aumentéis y divulguéis mi falsa brujería mágica y misteriosa. A partir de mañana he pensado en un nuevo negocio. Os cuento: Venderé Agua de Rosas Verdes. Solo es agua del Pozo de los Tres Palos mezclada con hierbabuena, pétalos de rosas y un chorreón de miel aromatizada con matalauva. En el pueblo existe la leyenda de que esa agua es la más pura y cristalina de estos lares y que además, por el terreno en el que está, es buena para la salud, sobre todo para las articulaciones, el corazón y el reuma. Solo tengo que recordarle a la gente su existencia y lo buena que es. Vosotros tendréis que ocuparos de traerme el agua. Con dos o tres cántaros a la semana me apaño. Del resto me encargo yo.

-        Hablas más que una urraca borracha le respondió Francisco. No creo que tengas que hablar tanto. Recuerda aquel proverbio que decía “Soy dueño de mis silencios y esclavo de mis palabras”.

-        Cierto, pero las bujas somos habladoras. La palabra es el mejor instrumento de una bruja que se precie. Y si hablas de temas tabú o de misterios, muchísimo mejor. La gente se tiene que creer que los árboles hablan, que la hemorragia mensual de la mujer explica ciertos estados de ánimo y que los muertos conversan entre ellos. Las palabras envuelven los pensamientos de aquellos que te escuchan, se desconectan de los propios, y quedan prisioneros de los tuyos. La palabra ayuda a que los ignorantes se crean listos e inteligentes. Cuidaos de los halagos porque llevan esencia de dominio al explotar vuestra vanidad. Hay que saber hablar para conquistar la voluntad de los necios, de los ricos, de los poderosos y de los vanidosos. Hay que decirles lo que quieren oír para tenerlos a tu merced. Palabrería y brujería son grandes aliadas y prácticamente pertenecen a la misma familia. Ojo que las palabras también sirven para lo más hermoso y para lo más bueno. La mayor parte de todo lo que nos rodea, sean palabras, objetos, actitudes o sentimientos tienen al menos una dualidad, así con un cuchillo puedes cortar jamón y también puedes matar. Vosotros quedaros siempre con la parte buena. Seréis mucho más felices.

            Para aumentar su imagen de hechicera, Bernarda amarró sendas escobas en las ventanas de la casa con el fin de recordar su magia de volar aunque jamás nadie la vio hacerlo y comenzó a visitar el cementerio con cierta frecuencia. No iba todos los días. Iba al amanecer. No hacía nada especial. Sólo daba un paseo por allí, se quedaba un buen rato, releía algunas lápidas y a veces se santiguaba o ponía los brazos en cruz, sobre todo si había alguien mirándola. El día de los difuntos llegaba muy temprano y pasaba allí esa jornada y la noche siguiente, con un ayuno de veinticuatro horas. Si alguien le preguntaba ponía los ojos en blanco y decía palabras ininteligibles, como si fuera un trance, provocando, normalmente, la huida de la atrevida preguntona. Con el tiempo cambió de táctica y respondía lo primero que se le venía a la cabeza previo pago de unas pocas monedas, según la voluntad. Con cierta malicia introducía en sus respuestas palabras de la zona con connotaciones sexuales como chamariz[23], polla[24], puta[25], zumbel[26] o regar el perejil[27].

            Cuando alguien moría asistía a los velatorios, daba el pésame a los familiares y les preguntaba si querían conocer algún secreto del muerto, previo diálogo con ellos sobre sus intenciones y deseos. Tenía que situarse. Necesitaba datos. De todas formas les explicaba que los muertos, no están muertos del todo porque aún se comunican. Emiten vibraciones que ella podía captar e interpretar. Es por eso que conviene esperar las veinticuatro horas antes de enterrarlos, para que tengan tiempo de morirse un poco más y de transmitir sus ultimísimos sueños, secretos y emociones. También se les puede preguntar, aunque no siempre responden. Ella estaba allí para escucharlos e interpretar las vibraciones que seguían emitiendo.

            Otra de sus preferencias públicas era acudir temprano a las casas que tenían matanzas. Solicitaba los dos ojos, un diente, el rabo y un poco de sangre del cerdo. Si no lo hacían prometía en tono solemne que los espíritus diabólicos caerían sobre aquella familia a lo largo de ese año y desde luego a la matanza la cagaría la mosca. Con esas peticiones especiales cumplidas, la familia podría estar tranquila. Si ocurría algo malo se justificaba diciendo que de no haberle entregado aquellas partes, lo malo hubiera sido muchísimo peor. Sobre todo, con este tipo de astucias generaba autoridad hacia su persona y conseguía perturbar la tranquilidad de la gente. A veces, los más crédulos le regalaban alguna morcilla o un trozo de tocino, viandas que ella siempre aceptaba con el máximo gusto, pero más que nada por satisfacción del donante. Ese era el pago por controlar o convencer a los malos espíritus para que no actuaran en aquel domicilio.

            Como buena hechicera preparaba un mejunje de tila con romero, polvo de bellota seca machacada, clavo y un par de hojas de amapola flotando por encima. En primavera recogía todas las amapolas posibles y las almacenaba en casa, en su bodega. Prefería las amapolas nacidas en las cercas próximas al cementerio porque transmitían la tranquilidad de los muertos. También aseguraba que era la mejor defensa para sobrellevar las molestias de la mujer en los días de menstruación, pero el brebaje tenían que apurarlo en su presencia.

            Había madrugadas que no podía dormir. Se despertaba y le resultaba imposible atrapar el sueño. Entonces sin hacer ruido se vestía, cogía uno de sus faroles, todos hechos con cáscara de sandía o de calabaza vaciadas de pulpa, y recorría el pueblo arrastrando una cadena. En su pecho colgaba una cruz de mediano tamaño hecha de varetas de olivo sujetas por un cordel de cáñamo. Todas sus ocurrencias las llevaba a la práctica con la intención de consolidar y aumentar su relación con el esoterismo. Como buena observadora que era, sabiendo que no le quitaban el ojo de encima, y para generar supersticiones y miedos, se detenía en las puertas cuyos dinteles estaban fechados o esculpidos con símbolos religiosos, especialmente marianos. 1772, 1783, 1784 y 1785, eran las fechas en las que el pueblo había sido visitado por los buenos espíritus, según decía ella. De forma especial se inmovilizaba, a modo de éxtasis, en la casa de la calle Cumbre número 21 dónde la fecha esculpida, 2771, llevaba a pensar en un error del picapedrero, fuera analfabeto o letrado. En el pueblo circulaban las dos versiones sobre acierto o desliz, pero Bernarda lo tenía claro: no se trataba de ningún error. En uno de sus trances puso un espejo grande enfrente de la cifra. Los números se dieron la vuelta y claramente se pudo entrever 1772. Intuitivamente restó ambas cantidades: 2771 – 1772. Fue la primera persona del pueblo que lo hizo y se encontró con 999. Lo interpretó, y así lo vendió, como una señal inequívoca que confirmaba su autoridad de bruja y la capacidad de comunicarse con el más allá. Había descifrado un mensaje de siglos gracias a la revelación de una legión de espíritus al mando de su ángel de la guarda al que dibujaba con un cuervo en el hombro.

El cambio definitivo

Impulsada por los tres nueves repetidos y segura de que significaba una transformación personal radical, Bernarda la asumió y los interpretó como un traslado. Hacía tiempo que lo llevaba pensando. No quería –de ninguna manera- que su fama de misteriosa, ni lo enigmático y estrafalario de sus actos, perjudicara a sus hermanos. Admitida en el pueblo su condición de traductora de lo impenetrable y de sus relaciones con el más allá, con la certeza de que la gente la tenía considerada como alguien muy extraña que incluso les daba miedo a los niños, fue en busca de su padre y entre los dos construyeron un chozo en el paraje denominado el Pozo de los Tres Palos. Un chozo de paja y de tamujos[28] con armazón de palos de encina: todo muy bien sujeto con tomizas, cuerdas artesanales de esparto. Si las cosas no fueran bien podría reubicarse en otro lugar, igual que hacían los pastores con sus rebaños ante los cambios de estación. Bernarda sabía que los chozos no eran para siempre pues el revestimiento acabaría pudriéndose por la acción del agua y los cambios de temperatura de la zona, pero le pareció el modelo de vivienda más adecuado para una bruja de aldea. Viviría sola. Estaría fuera del pueblo, pero no excesivamente lejos. Allí recibiría visitas, leería las manos, echaría las cartas, vendería plantas silvestres medicinales, usaría la vela a modo de bola de cristal, daría consejos y pondría en valor sus magníficas dotes naturales de psicóloga. No cobraría nada pero aceptaría con agrado lo que la gente quisiera darle: dinero, fruta, berzas del tiempo o un pedazo de cerdo. Para combatir la soledad, el padre le regaló un par de perdigones con sus jaulas y ella se llevó solo a su gata Marta y a la pareja de rabilargos. Sus hermanos le dieron tres gallinas, un gallo y una coneja ya preñada. Los animales dan que hacer pero alegran la vida y ayudan a subsistir. Sus preferidas fueron siempre las tres gallinas por aquello de su relación con la hechicería y el tarot, sus huevos, su carne y su capacidad para sacar pollitos. Es por esto que le pidió a su padre que hiciera una rosquera[29] para usarlo de gallinero, con puerta de madera y algo de paja salpicada que serviría de suelo.         Durante el día dejaba las gallinas sueltas pero al caer la noche las encerraba ante el temor dudoso de la visita de alguna alimaña, zorros y jinetas principalmente.

            El vivir en el chozo le permitía innovar algunas técnicas adivinatorias. Se inventó hacer un círculo con cartas en el suelo y una pequeña hoguera con incienso en el centro. Soltaba una gallina con los ojos tapados por una venda roja que luego sustituyó por una cómoda capucha copiada de un halcón. Con las cartas que pisaba la gallina interpretaba el futuro de la persona que –previamente- le había donado unas pocas monedas o algunos comestibles. Por tradición utilizaba las cartas de la baraja española. Era de la opinión de que la suerte, mala o buena, emanaba del entorno de las personas y de sus propias decisiones. Elaboró su propia escala: oros, dinero; copas, amor, suerte; espadas, dolor y sufrimiento y bastos, enfermedades, fueran leves a graves.

            El as era siempre lo peor o lo mejor. Dependía del palo. La serie de números 2, 3, 4, 5, 6, 7 representaban una gama de valores, de menos a más, así el dos de espadas era un dolor suave y el siete de copas una suerte o un amor colosal. Para la sota reservaba la aparición de un servidor, un ayudante, un criado. El caballo lo identificaba con viajes y la figura del rey era el poder, la autoridad, lo correcto, lo lógico.

            Esa capacidad natural con la que la naturaleza la había dotado le permitía conectar mensajes y significados, siempre en líneas muy generales y teniendo en cuenta las respuestas de los clientes, piezas fundamentales de las interpretaciones. Siempre lo más importante de todo era la información que sutilmente podía sacarle a la clientela, para ello le preguntaba por su forma de vestir, amistades, comidas, compras, vecinos, animales de su entorno, etc… con esa información se aproximaba algo a lo que la persona quería escuchar.

            Desde la zona del Pozo de los Tres Palos, mirando al sur, Bernarda podía observar un panorama excepcional, una singular cadena de sierras y elevaciones manchadas de tonos verdes y ocres: el cerro de La Chimorra a la izquierda, el más alto del lugar; la uve característica del Puerto Calatraveño; a la derecha el Cerro Sordo, grande y con un perfil redondeado. Al fondo, entre dos cerros mayores, el de la derecha con los vestigios de históricas minas, se ve uno menor muy pulido. En ese cerro se situó el castillo árabe del Cuzna[30], hecho de adobe, similar al que aún hoy existe en las proximidades de El Vacar. En la cima de este cerro hay una humilde cueva, próxima al castillo, con un pozo-trampa en su recorrido interior, que la comunica con el Arroyo del Lentiscar, afluente del Cuzna. Se cuenta que esta modesta galería podría ser una posible salida del citado castillo, en caso de peligro de sus moradores. Otros afirman que pudo ser producto de trabajos mineros. Pero todos cuentan la leyenda según la cual la noche de San Juan, a las doce y con luna llena, sale la mora al Cuzna a lavar madejas de hilos de oro. Si le llamas la atención a la mora o le quieres quitar sus dorados hilos, se convierte en una fiera y te devorará. Si aguantas el ataque, la fiera se desvanece y la mujer se enamorará de ti.

            Los inviernos de Bernarda eran muy duros. Desde diciembre hasta marzo se congelaban los charcos, manantiales y arroyos. Algunos días, Bernarda, para sacar agua del pozo, tenía que tirar una piedra y partir así la tapadera de hielo que impedía al cubo llegar al agua líquida. Además fueron años lluviosos, lo que convirtió los caminos en impracticables por el exceso de barro. En primavera, durante los meses de abril y mayo, fueron frecuentes fuertes tormentas, algún granizo y rabiosos chaparrones. Esa climatología dificultaba mucho la vida de Bernarda. La gente no venía a consultar al chozo, así que era ella la que tenía que ir al pueblo para buscar clientes: había que sobrevivir. Habló con sus hermanos y algunas consultas las pasaba en su antiguo domicilio, bajo techo. Los veranos tampoco fueron fechas propicias por el extremado calor. La escasez de ingresos, cierto cansancio de tanto interpretar el papel de bruja y las inclemencias del tiempo, unidos a los augurios de aquel 999, la empujaban a reinventarse, a desempeñar otros roles, a cambios radicales en la existencia que había llevado hasta ahora.

            El agua del Pozo de los Tres Palos era realmente extraordinaria. Con frecuencia venía gente del pueblo a buscarla, bien para regadío usando grandes cubas o bien para el abastecimiento de las casas. También acudían mujeres a lavar la ropa y echaban allí la jornada entera. Sus inacabables manantiales subterráneos eran de una calidad sublime. Bernarda, por costumbre, evitaba la conversación con aquellas aguadoras ocasionales porque le daba una aureola de misterio. Si le hablaban, respondía con frases cortas, contundentes. Ante la llegada de aquellas “peregrinas por el agua” con sus cántaros en la cabeza, confiando en su instinto, volvió a preparar otro bálsamo teniendo como base el líquido elemento de los Tres Palos. Esta vez lo elaboró con sabor a romero, tomillo, hierbabuena, esencias de jazmín, manzanilla y tila…. mezcló plantas, sabores y sustancias. Al final añadió un poquito de miel. Sabía por experiencia que un toque de dulzor le vendría bien. Una delicia que le dio fama e ingresos en el pueblo y alrededores …. pero aquello lo hizo más por entretenimiento que por brujería. En el fondo Bernarda estaba convencida de que esa situación no podría durar mucho. Su cuerpo y su mente estaban preparados para la partida pero la ocasión no se le acababa de presentar. Con paciencia infinita esperaba, esperaba … La rutina era su compañera fiel.

El final

Rafael continuaba con su charla. Todos estaban atentos porque desconocían cuál sería el final de aquella historia. Fue entonces cuando Rafael insistió en que hasta aquí el relato era más o menos real, pero en el final había división de opiniones. Diferencias que, según su criterio, correspondían más a los deseos de los contadores de historia que a la realidad.

            Bueno, dijo, yo les voy a resumir los finales que conozco. Luego me inclinaré por uno como el más probable.

            Don Camilo no pudo remediarlo y en voz alta comentó: “Joder con este pueblo, joder con Rafalito y joder con la historia. Así que tienes un menú de finales … pues cuenta y termina de una vez que nos tienes en ascuas.” Si don Camilo, así es, pero es un menú cerrado, concretó Rafael, que prosiguió como sigue:

Fue en una mañana fresca de agosto cuando una madre y su hija se encaminaron al chozo de Bernarda para intentar averiguar si la joven encontraría buen marido en un viudo que la pretendía. El sol se asomaba con timidez por el horizonte. Madre e hija acudían temprano a la cita pues no querían estar en boca de nadie ni que nadie les preguntara sobre lo comentado con la bruja pitonisa. Desde lejos vieron humo al que no dieron, en principio, la menor importancia. Pero conforme se iban acercando se dieron cuenta de que la choza se había transformado en una hoguera: era toda la choza lo que ardía. Sin saber bien que hacer, se aproximaron al fuego. Su miedo se acrecentaba ante la hipotética visión de ver a Bernarda entre las llamas, pero nada, de Bernarda ni rastro. Pensaron que Bernarda habría ardido ya con todos sus animales, bien de motu proprio o por las malas artes de un vengador anónimo. Ante la impotencia de apagarlo, esperaron que el fuego cumpliera su misión. En las cenizas no observaron nada sospechoso que pudiera corresponder con posibles restos de Bernarda. Así que, algo más tranquilas, volvieron sobre sus pasos y la madre, después de dejar a la hija en casa, fue a dar parte de lo sucedido a las autoridades. La noticia corrió de boca en boca y el pueblo entero peregrinó hasta las embrujadas cenizas tratando de averiguar las causas de lo ocurrido. A la gente le inquietaba desconocer el paradero de Bernarda. Cada cual pensó y dijo lo que le vino en gana pero en la imaginación popular prendió la idea de que, tras recoger todas sus cosas, Bernarda se había fugado con un pastor. Al fin y al cabo era una mujer que tenía sus necesidades. Un pastor que se movía a su antojo por la sierra con chozo, mastines de majadas y ovejas. El amor apasionado de la bruja había sido el causante de la precipitada desaparición.

            Otros afirmaban que, por razones imposibles de confirmar, la bruja había muerto envenenada por voluntad propia. Tomado el veneno se habría puesto a andar camino de la sierra en busca de los lobos. Ya muerta, los animales la habrían devorado muriendo ellos también por la carne envenenada y saldando así una vieja deuda que Bernarda tenía con ellos.

            Para otros, la versión aceptada fue que las brujas eran inmortales y como mucho, Bernarda, se había disuelto en el aire recorriendo veredas y senderos de oscuras energías trazadas en el cielo. En los Pedroches, su destino era vagar por los cerros, bajar a los barrancos, recorrer la sierra y reunirse en las singulares cuevas, próximas a la Chimorra, la noche del 30 de abril al 1 de mayo, Noche de Walpurgis o Noche de las Brujas. Allí llegaban volando en sus escobas o viajando sobre gatos enormes o cabras poderosas. En esa sesión concentraban todas sus energías alrededor de un fuego de plantas aromáticas y mediante extraños rituales se las transmitían a las brujas que aún ejercían como tales en la vida ordinaria. Rítmicos golpes de piedra sobre piedra, o palo sobre palo, llenaban el silencio a modo de primitiva música para bailar compulsivas danzas. En el pueblo esa noche se colocaban cruces en las puertas hechas con madera de boj, doblaban las campanas de la iglesia, se invertían las escobas y a pequeñas hogueras prendidas en las calles se le arrojaba sal. Solteros y solteras, con capucha y descalzos, daban vueltas al pueblo azotados por viejas. Era la forma de satisfacer a los malos espíritus y mantenerlos alejados de su vida y familias. Para proteger al ganado se colocaban unos dientes de ajo en umbrales y puertas de las cuadras junto a una lamparita de aceite o una vela encendida. El ajo combatía los vampiros, ahuyentaba la mala suerte, el mal de ojo y eliminaba las malas vibraciones.

            Para mí, el final más probable es el que viene ahora. Es el más verídico y el que más veces me han contado, prosiguió Rafalito:

            Un soleado día de aquella primavera, trece de mayo por más señas, se paró un arriero para dar agua a su acémila. Bernarda observó aquel carro con el techo adornado con flores de cristal, pinturas de colores y una caballería obediente con carita de buena y pelo algodonado.

            El hombre sacó agua del pozo. Primero bebió él y luego le dio al asno en el abrevadero, unas piletas de piedras de granito dignas de Tutankamon. Contaba la leyenda que los picapedreros de los Pedroches tuvieron sus ancestros en el antiguo Egipto. Por tierras de Asuán había grandes canteras por lo que lo usaron para muchas de sus magníficas construcciones y bellas esculturas, en especial granitos rojos, rosas, grises y negros. Por esos misterios de la historia, sus técnicas y sus herramientas, a lo largo de miles de años, se instalaron en Los Pedroches habida cuenta de la abundancia de dicha roca por estos lares. El agua de aquel divino manantial, en aquellas trabajadas pilas, sabía mejor y los animales, con su especial sensibilidad, notaban la diferencia. Era un agua que, suavemente, calmaba la sed del cuerpo y del espíritu y te animaba a seguir bebiendo.

El arriero le preguntó a la mujer:

-        ¿Vives aquí?

-        Digamos que estoy de paso y conozco la zona. Te estaba esperando, respondió Bernarda.

-        Nadie me esperó nunca y nadie sabe cuándo voy a llegar ni cuando me voy, contestó el arriero.

-        Yo sí, soy una bruja.

-        ¿Sabes? Yo no creo en tonterías y menos en las brujas. Solo veo una mujer que me mira con ojos de esperanza.

-        Ante mi tengo a un hombre que no le teme a nada, tosco y duro como la roca de granito, pero con corazón de fresa. Si me invitas, me voy contigo, dijo Bernarda muy segura de sí.

-        No te pienso invitar, solo puedo decirte que en el carro cabemos los dos, así que tú decides.

-        Tendrías que ponérmelo fácil, ya ves que te convengo. Hablamos con la frescura de una flor que amanece y con la confianza de años de conocerse, sin nada que temer y nada que ocultar. Los dos sabemos que la casualidad no existe. Tampoco el disimulo ni el engaño. Llegado el momento te irás o yo me iré. No nos diremos nada.

-        Eva usó la manzana. Lo tuyo es la palabra, expresó el arriero. Recoge lo que te identifique. Si esa es tu voluntad, por mí no ha de quedar. No está bien rechazar lo que tan sanamente emerge en tu camino. Tendrás techo, comida y calor del hogar desde el mismo momento que te subas al carro.

-        Bernarda cogió su ropa y un garrafón de agua de aquel divino pozo. Quiero llevarme a Marta. Ninguna de las dos seriamos lo que somos sin la otra: ella es mi prolongación en el reino animal y yo la represento delante de los hombres. Vendrá detrás del carro, fueron las últimas palabras de Bernarda. Antes de abandonar el chozo para siempre, tiró una herradura para atrás y se alejó de allí. No le importó ni el cómo ni dónde había caído.

-        Arrieros somos y en el camino nos encontraremos, comentó el hombre al iniciar la marcha. Así son las cosas. Ya somos cuatro con el asno, remachó Bernarda.

Desde tiempo ancestral los abuelos, a la luz de la lumbre y la memoria, les cuentan a sus nietos que el arriero anónimo y Bernarda se quisieron a muerte. Tuvieron varios hijos. Compraron otro carro y siguieron con la vida de comprar y vender mercancías por alquerías, cortijos y entre ventas. Los parajes del Cuzna, predios calatraveños, curvas del Guadalbarbo y cima de la Chimorra fueron testigos insuperables de sus vidas y peripecias. Muchas personas se los encontraron acampados con sus hijos a la vera de caminos, en las riberas de ríos o siendo testigos mágicos de picarescos idilios entre encinas y granitos, siempre disfrutando de la Naturaleza y de un cielo transparente con estrellas diamantinas.

            Y hasta aquí puedo contar, comentó un Rafael agotado. Este es el final del final, aunque hay gente que sigue prolongando la jácara con los hijos de Bernarda, el atraco de unos bandoleros, la visita de una zorra o el incendio de uno de los carros. La gente mayor tiene mucha imaginación y encadenan historias con facilidad, a veces de su propia vida. Así es, apostilló don Camilo que abrazó a Rafael con inusitada afectividad juntándole el pecho con la espalda. Gracias ha sido una velada inolvidable. La tendré en cuenta y os tendré en cuenta.

***

Pensamos que esta leyenda que Rafael le contó a don Camilo después del dominó, pudo ser la razón del título que veinte años después se publicó con más de cincuenta nombres. Todo en CJC era una exageración, su cuerpo, su obra y sus enormes disparates surgidos de una imaginación prolífica y fecunda. Nos cabe el honor de que Alcaracejos estuvo en la mente del Marqués de Iria Flavia y figura en la relación de títulos de un Premio Nobel. No todos los pueblos de España pueden decir lo mismo.

            El paso de don Camilo por Alcaracejos no ha sido tan celebérrimo como su conocido Viaje a la Alcarria, pero todo puede cambiar a partir de ahora. Para colmo, Alcar-ria y Alcar-acejos tienen la misma raíz.

 



[1] Camilo José Cela Trulock. (Iria Flavia, La Coruña, 11/05/ 1916 -Madrid, 17/01/2002). Escritor y académico español, premiado en múltiples ocasiones: es obligado citar el Príncipe de Asturias de las Letras (1987), el Nobel de Literatura (1989) y el Miguel de Cervantes (1995). En 1996, el día de su octogésimo cumpleaños, el Rey don Juan Carlos I le concedió el título de Marqués de Iria Flavia.

[2] Novela española Siglo XX * Editorial Seix Barral. Barcelona. 1994. 238 p. Colección 'Biblioteca breve'. Cela, Camilo José. ISBN: 8432207020.

[3] El café – bar El Control cambió de dueños en noviembre –diciembre de 1976. Paco y Lucía cedieron su lugar a Críspulo y Ana.

[4] Comer guisos, potajes, cocidos, sopa, etc.

[5] En aquella época era un modelo de coche. En el lenguaje del dominó en Alcaracejos era jugar un dos.

[6] Tris – tras, jugar un tres.

[7] Pieza del carro. Cada una de las cuatro estacas de hierro que apoyadas en los cabezales del carro sirven, en cada esquina, de armazón. Sobresale por encima del varal.

[8] La arteria meníngea media que surge de la base del cráneo. Se bifurca en dos ramas que más adelante una de ellas pasa pegada a la pared del cráneo, cerca de la sien o más concretamente lo que se conoce clínicamente hablando como el pterion.

[9] Braguetero, hombre muy dado a los placeres de la carne. Pizarro, J., Vocabulario de los Pedroches,  Córdoba, 1988, pag 112

[10] Pizarro, J., Vocabulario de los Pedroches,  Córdoba, 1988, pag 108

[12] El olivo crece con lentitud, pero puede llegar a vivir incluso más de mil años. El árbol más viejo de España es un olivo de Ulldecona (Tarragona) que se calcula que tiene 1.702 años. Un estudio de la Universidad Politécnica de Madrid (UPM) ha determinado que se plantó en el año 314, en el mandato del emperador Constantino I.

[13] Pizarro, J., Vocabulario de los Pedroches,  Córdoba, 1988, pag 102

[14] El 2 de febrero, los católicos celebran la Presentación de Jesús en el templo, la Purificación de Nuestra Señora y la Virgen de la Candelaria. En el año 1900, el Ayuntamiento de Alcaracejos se gastó 40’62 pesetas en dieciséis libras y cuarterón de cera para esta festividad. (Actas del Ayuntamiento de Alcaracejos de enero y febrero de 1900).

[15] Pizarro, J., Vocabulario de los Pedroches,  Córdoba, 1988, pag 96.

[16] Pizarro, J., Vocabulario de los Pedroches,  Córdoba, 1988, pag 101

[17] “Más frío que lavando rábanos” se dice en los Pedroches. Pizarro, J., Vocabulario de los Pedroches,  Córdoba, 1988, pag 75

[18] Mezquino, miserable.

[19] Pizarro, J., Vocabulario de los Pedroches,  Córdoba, 1988, pag 81

[20] Fue un potente desinfectante, microbicida, desodorizante, insecticida, antisárnico, etc. creado por la  compañía Burgoyne Burbidges de Londres, la cual parece que fue fundada en 1741. Esta casa lo comercializó a nivel mundial.

En España, parece ser que fue José Tejera de la Torre quien obtuvo la concesión para su comercialización, estableciendo su negocio en 1909 en Camas, Sevilla. En la Real Orden del 31 de diciembre de 1909, el Ministerio de Hacienda da conformidad a la petición de José Tejera de la Torre de clasificar el Zotal como insecticida para la ganadería y la agricultura. Uno de los primeros anuncios apareció en La Vanguardia del 4 de julio de 1910.

[21] Por aquellos años los insectos hematófagos como piojos, ladillas, pulgas, garrapatas y mosquitos hacían su agosto entre la población.

[22] La cobijada, o traje de manto y saya, es el traje típico de Vejer de la Frontera. Su origen es castellano, entre los siglos XVI y XVII. Tapa por completo el cuerpo de la mujer, salvo un espacio triangular que le permite ver por un ojo.

[23] 1.- Del portugués, ave de reclamo.- 2: Coño.

[24] 1.- Gallina nueva.- 2.- Malsonante, pene.

[25] Prostituta, ramera.

[26] Pene, miembro viril.

[27] Tener trato carnal con una mujer.

[28] Mata de la familia de las euforbiáceas, de 120 a 130 cm de altura, con ramas largas, espinosas, puntiagudas y muy abundantes, hojas en hacecillos, lampiñas y aovadas, flores verdosas, y fruto capsular, globoso, de color pardo rojizo cuando maduro, que es común en las márgenes de los arroyos y en los sitios sombríos, y con cuyas ramas se hacen escobas.

[29] Chozo pequeño portátil usado por el pastor para desplazarse con las ovejas. También era un chozo auxiliar que podía utilizarse para guardar la ropa, proteger al perro o, simplemente, de gallinero.

[30] “Situado en los Pedroches - Fahs al –Ballut (Llano de las Bellotas). Sus restos se observan al sur de la población de La Lancha. Es un castillo construido por los beréberes inmigrados a España en el siglo VIII y establecidos en la zona. El nombre Kuzna es el de un clan bereber surgido de la tribu norteafricana Nafza del grupo de los bereberes Butr”. Arjona Castro, A: El reino de Córdoba durante la dominación musulmana. Excmª. Diputación. Córdoba. 1982.

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