A Anselmo le gustaba merendar siempre su té con algo sólido. Sin darse mucha cuenta, observó que llevaba varias semanas degustando una torta de Inés Rosales[1]. A sus sesenta y tres le seguían cautivando su sabor y textura. Con el primer bocado resonaba en su mente un huracán de recuerdos que lo trasladaban raudo a los años sesenta en el pasado siglo.
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Hay
que ver lo que son las cosas. Se me acaba un paquete y con azul irreflexión me
proporciono otro, se decía para sí. Parezco programado.
Consciente del elevado nivel de azúcar del delgado cilindro,
era rara la tarde en la que Anselmo disfrutara de un ejemplar entero. Lo normal
son dos días para una sola torta, le explicaba a su mujer.
Pero, recientemente, en una de esas tardes inesrosaleada, después
de unos bocados, esperando que el agua temblara en el microondas para extraer
el té que la bolsa protege cual cofre de papel, el dique cerebral que encierra los
recuerdos sembrados se le ha venido encima. Inspirado por la matalahúva que
adereza las tortas, le ha llovido en la mente un alud de nostalgias impregnado
de imágenes. Foto de Ismael Sánchez Aparicio
(Cruces de Añora, Ismael Sánchez Aparicio y Alejandro
López Andrada, 2011, pág 57)
Una mujer
mayor, con el pelo canoso, piel blanca, ojos azules, voz aterciopelada, el
rostro bondadoso, sonrisa entrecortada, delantal gris rayado y manos por
delante, con tierna timidez le ofrece, candorosa, una torta de aceite: “Cógela.
Están muy buenas. A los niños os gusta”. La casa era muy grande, con el suelo
de piedras, chineros a los lados y bóvedas de arista. La mujer, ya viuda, no
había tenido hijos. Anselmo, en su niñez ingenua, nunca supo entender aquella esplendidez.
Una magnificencia en la que no indagó por ser muy natural, aunque tuvo presente
que su padre, a la tía Mari Luz, la tenía en gran estima y la consideraba parte
de la familia. Aquella gran señora, con cierta distinción, repitió muchas veces
sus redondos regalos que Anselmo, como niño, siempre aceptó gustoso. Resultaba
imposible negarse a sus deseos y rechazar la torta. Era mucho su amor y la
envolvente cálida que su voz de jazmines propagaba era pura caricia.
Con el
tiempo averiguó que la tía Mari Luz, cuñada de su abuelo, fue esposa cariñosa de
Antonio Salvador y que este, a pesar de su comprometida militancia política y sus
grandes esfuerzos, no pudo hacer honor a su nombre y no logró impedir que, en
el aciago agosto del triste treinta y seis, la malvada ruleta de la mala
fortuna adjudicara el premio de una muerte arbitraria a su querido hermano, Juan.
Tras varios días de encierro obligatorio, con guardias en su puerta, Salvador
salió presto pidiendo explicaciones a los suyos. Se le recomendó que no
insistiera nada.
Esas tortas
de aceite, que la valiente Inés comenzó a fabricar allá por los albores del
denso siglo veinte, eran la conexión de la tía Mari Luz con la familia de su eterno
marido. Que unos sobrinos nietos -a los que la guerra privó, igual que a muchos
otros, de conocer a su abuelo- comieran aquellas tortas revitalizaban sus lazos
con el cónyuge muerto y su infeliz cuñado.
Quizás aquellos sobrinos políticos sustituyeron a los nietos
que nunca consiguió; quizás su instinto maternal se prolongó en el tiempo;
quizás su corazón guardó alguna sacudida de culpa atragantada; quizás, quizás
su soledad de hielo le obligaba a salir a la puerta y como sin querer, pero con
voluntad inconsciente, buscaba aquellos niños en la calle. Ya nunca lo sabremos.
Pero el recuerdo de esas tradicionales tortas, que ayudaron a Inés a remediar
su hambre, Anselmo con sus primos lo mantendrán unido a una sonrisa amable, a
un regalo imprevisto, a un cariño callado, a una niñez de aldea y a un juego de
canicas que cada tarde–noche los juntaba en la puerta de la tía Mari Luz ante
la enorme losa cuadrada y de granito, tablero imprescindible de sueños
infantiles, y una luz amarilla que el viento columpiaba con un chirrido suave.
Hoy,
demasiado tarde, quieren decirte ¡¡ Gracias, tía Mari Luz!! ¡Mensaje
comprendido! Tortas de Inés Rosales hacen del pasado presente. Realmente son tortas únicas
[1] Inés
Rosales, una mujer valiente y trabajadora comenzó a hacer unos dulces
tradicionales del Aljarafe, llamados 'Tortas de Aceite', siguiendo una receta
tradicional que se había ido transmitiendo de generación en generación.
Castilleja de la Cuesta, 1910.
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