Los padres de Romualdo guardaban como oro en paño el reloj con correa negra y esfera con pátina. Era un Longines de hombre, de cuerda, hecho con acero inoxidable. Perteneció al abuelo Francisco, el padre de su madre. 1951 era la fecha impresa de su fabricación.
En el dial, circular, sus
delgadas agujas parecían las antenas de una extraña mariposa tropical. Los
números de las horas estaban perfectamente distribuidos y entre ellos se distinguían
las cinco divisiones de los minutos. En su parte inferior, el segundero era
dueño de un círculo más pequeño que mostraba los segundos de diez en diez.
El Longines, depositado en una pequeña caja fuerte, muy pesada,
esperaba que Romualdo hiciera la primera comunión para pasar de aquella cárcel,
sólida y sin luz, a la tibia muñeca de un niño que aguardaba con zozobra el
momento de ajustárselo.
Aquel resistente cofre era
también el lugar donde la mamá de Romualdo custodiaba el dinero del mes, los
ahorros de años y las cuatro joyitas de oro que se reservaban para las
ocasiones especiales: bodas, bautizos y también para el Corpus, la Feria y el
día de la Patrona.
Romualdo, con sus casi seis años,
resultó ser un niño muy curioso y con buena memoria. Le encantaba registrar los
cajones de la cómoda, las dependencias del aparador -convertidas en refugio de
todo tipo de objetos- y los compartimientos que disponía el buró de su padre,
una especie de despacho portátil que ocupaba uno de los rincones de la salita.
Un cajón o una puerta cerrada era una tentación. Si además tenía llave la
tentación se convertía en reto a superar. Así que se sabía de memoria el
contenido de los cajones y de los armarios. Con paciencia y observación supo
perfectamente donde su madre ocultaba el manojo de llaves que daban acceso a
todos los espacios cerrados de la casa.
El armario de las galletas –su
madre las compraba por cajas de cinco kilos para abaratar el precio- era uno de
los más frecuentados gracias a una llave que se encontró en la calle y que
–milagrosamente- abría aquella puerta generosa en tabletas de chocolate y
galettes, galletas en francés. A veces, en una lata metálica de cola cao de un
kilo, su madre guardaba perrunas, pestiños o roscos fritos, todos elaborados por
su abuela María, enorme cocinera. Con la malicia inocente propia de un niño, se
dio cuenta de que no podía hartarse de galletas o su progenitora se daría
cuenta. Por otra parte, le atraía más el placer de lo prohibido que la cantidad
de galletas que tomaba. Sabía buscar la espalda de su madre a la perfección y
con su doble llave atracaba aquella inmensa caja de cartón, indefensa, repleta
de crujientes golosinas. En aquellos años escaseaban los lujos y un alimento
como las galletas eran algo especial.
El reto de la pequeña caja fuerte
rondaba por su mente. Era un salto cualitativo importante y abrir aquella caja-joyero
se convirtió en obsesión. A pesar de su corta edad tenía muy desarrollada la
sensación de dominio. Los cajones eran su reino, los objetos sus tesoros, las
llaves, los juegos de dobles llaves, sus aliados. Su astucia, la mejor arma.
Un día fingió estar enfermo. Les
comentó a sus padres que le dolía la barriga. Aquello le costó un par de
manzanillas con limón y no desayunar, pero se quedó en cama al cuidado de la
señora que limpiaba la casa y preparaba la comida.
-
Algo te habrá sentado mal. ¿Tienes diarrea?
¿Ganas de vomitar?, le preguntó la madre antes de irse.
-
Solo me duele la barriga, respondió Romualdo.
-
Las manzanillas te sentarán bien. Son un
remedio milagroso. Yo me tengo que ir a trabajar. Si te sientes mal llama a
Dolores. Ella te atenderá.
La casa de Romualdo tenía dos cotas.
Su habitación estaba en la primera planta, junto a la de sus padres. Dolores trajinaba
en la planta inferior. Apenas oyó que su madre salía se levantó. Andando de
puntillas se dirigió al dormitorio de sus padres. Abrió la puerta central doble
del gran armario ropero. La caja de caudales estaba allí debajo de unas
sábanas. La llave no podía andar muy lejos. Ropa de cama, ropa interior, trajes
colgados de las perchas, camisas, jerséis de lana, … el armario era un bosque
de atuendos con olor a naftalina. En una esquina divisó los pañuelos de su
padre perfectamente doblados. Los levantó uno a uno. De uno de ellos se resbaló
la llave. El choque contra el suelo lo puso en modo alerta.
-
Dolores, desde abajo, preguntó: ¿Estás bien?
-
Sí, estoy bien. Se me ha caído una canica al
suelo. Estoy jugando.
Tomó la dentada llave y con sumo
cuidado la encajó en la cerradura de la pequeña caja fuerte. Clon, clon,
clon….. tres golpes de cerradura. La caja no se abría. Estaba impaciente. Media
vuelta más. Tiró del asa y la caja se abrió. Allí estaban el dinero, las joyas
y el reloj. Sus pupilas se dilataron. Aquella visión había actuado como una
gota de atropina. Su corazón era un caballo al trote a punto de comenzar el
galope.
Sacó el reloj. Lo tuvo unos
minutos puesto en la muñeca. Con sumo cuidado volvió a dejarlo en la misma
posición, debajo de unos billetes. Al resto de contenido de la caja no le dio
la menor importancia.
La operación de abrir la caja y
ponerse el reloj la repitió en varias ocasiones y nunca lo pillaron. Su
sensación era no poder esperar a la primera comunión. Se sentía mayor e
importante con aquella “joya” en su muñeca. Como papá, decía para su interior.
Hablaba mentalmente, sin pronunciar palabra.
Aquello de mover las agujas y
darle cuerda le fascinaba, sobre todo girar las manecillas con la corona.
Jugaba con el tiempo y ponía la hora que le daba la gana. El reloj era un
enorme invento. Desconocía Romualdo que el tiempo no se puede detener porque
depende de la velocidad a la que nos movemos y es imposible suspender el
movimiento de todos los sistemas físicos. El reposo absoluto no existe. Pero
eso lo aprendería después. Ahora, con un despertador fosforescente, Dolores, la
mujer que ayudaba en la casa, le había enseñado a saber qué hora era, así que
movía las agujas a su antojo, ponía una hora cualquiera e intentaba decirla.
Dolores afirmaba o negaba. Romualdo se dio cuenta de que una aguja iba más
rápida que la otra pero no llegó a percatarse de que la pequeña recorría una
hora mientras que la grande daba una vuelta completa. Era demasiado niño para
comprender esa relación.
Religiosamente,
después de tomar el Longines en un préstamo efímero, volvía a dejarlo en su
sitio. Cerraba la caja fuerte y devolvía la llave al escondrijo que su madre
suponía secreto. A veces, antes de retornarla, acercaba la llave de perfil
hasta sus ojos e imaginaba que la silueta de las cortas era una cadena de
montañas.
Fascinado
por el funcionamiento del reloj se preguntaba que habría debajo de aquellas
agujas, cómo podían andar solas. Su madre le explicó que era lo mismo que un cochecito
de juguete que tenía.
-
Ves, le das cuerda, lo sueltas y el coche
corre, se mueve. La cuerda de un reloj o un cochecito es como la gasolina de
los camiones y de los coches. Su curiosidad iba en aumento y sus preguntas
también.
-
Pero, y la aguja chiquitita ¿por qué tiene un
reloj para ella sola? Las grandes tienen un reloj grande y la pequeña tiene un
“reloj” chico. ¿Por qué hay dos grandes y una sola pequeña?
Su madre le explicó que el tiempo
se mide en horas, minutos y segundos. Tres tiempos, tres agujas. El segundo es
el tiempo más pequeño. 60 segundos suman un minuto y 60 minutos completan una
hora. Cada día tiene 24 horas y 30 días hacen un mes. 12 meses forman un año.
Para los días, meses y años usamos el calendario. Cada mes o cada día que pasa,
arrancamos una hoja. Poco a poco lo comprenderás. Es fácil.
-
Yo veo que las agujas grandes pueden ser los
padres y la pequeña, sola, es como si fuera la hija, expresó Romualdo.
-
Bueno, es una forma de verlo, pero las agujas,
los objetos, no tienen hijos, le explicó la madre. Los hay grandes y pequeños.
-
¿Y las agujas no se cansan?
-
A veces se paran porque les falta cuerda, pero
no, los objetos no se cansan. Tampoco se cansa la pelota, ni una mesa. Los
animales si se cansan.
-
Yo si me canso. Cuando corro mucho me canso….
-
Bueno vale ya, que tienes que cenar.
*****
Una tarde
sus padres se fueron de compras. La muchacha no estaba. Romualdo se dirigió a
la caja fuerte y cogió el reloj. Llevaba unas tijeras y una navajita. También
cogió un pequeño destornillador que estaba en el cajón de la máquina de coser.
En el taller del relojero del
pueblo, un día había visto que al reloj se le levantaba una especie de tapadera
por su parte inferior. Cogió la navaja, le costó, pero al final logró levantar
la tapa y ver las entrañas de aquella maravilla. El tic–tac sonaba con más
fuerza. Varias ruedas dentadas se movían como si estuvieran vivas. Unos
minúsculos tornillos le llamaron la atención. El mecanismo era incomprensible
para él. Alucinado Tomó el destornillador y lo introdujo en un hueco. La rueda
grande se paró. Lo sacó y la rueda volvió a ir un poquito hacia delante y otro
poquito hacia atrás. Era como si estuviese atascada. Siempre hacía lo mismo.
Quería avanzar pero no podía. Volvió a introducir el destornillador. Reloj
parado. Lo sacó, movimiento.
Quiso seguir hurgando en las
entrañas así que fue a buscar su tablero del parchís. Tenía cristal. Entre
tijeras, destornillador y navaja destripó el Longines hasta dejar la caja casi hueca: sacó todas las ruedas,
todos los muelles, todos los tornillos que pudo. El cristal del parchís se
llenó de piececitas muy brillantes. Ya no se oía el tic–tac, pero si oyó que
llegaban sus padres.
Apresuradamente intentó meter
todas las piececitas del reloj dentro de su cajita. No cabían. Sabía que había
hecho algo mal y empezó a agobiarse. Buscó su cuaderno, arrancó una hoja y
envolvió en ella todas las ruedecitas y demás pedacitos del mecanismo que no
logró meter en su primitiva caja. Consiguió poner la tapadera y advirtió que
había convertido el reloj en un sonajero. Las agujas habían perdido su centro.
Los números de la esfera se habían quedado huérfanos. El tic-tac solo estaba en
su memoria.
Días
previos a la Primera Comunión su madre fue a buscar el reloj. En medio de una
profunda decepción llamó a Romualdo y mostrándole el estropicio, le preguntó:
-
Pero hijo, Romualdo, ¿Qué has hecho?
-
Solo quería ver las tripas del reloj,
respondió Romualdo con seguridad.
-
Pero lo has roto por completo. Ya no te
servirá. Si lo viera tu abuelo se volvería a la tumba.
-
Aunque esté roto, a mí me gusta y no me
importa ponérmelo. Es un recuerdo de mi abuelo.
Ester no pudo remediar que un par
de lágrimas le recorrieran las mejillas, una de cada ojo. Yo se lo explicaré a
tu padre, dijo y luego lo abrazó.
Llegado el
día de recibir a Cristo por vez primera, Romualdo, vestido de marinero, según costumbre
de la época, lucía orgulloso en la muñeca el reloj-sonajero, recuerdo de su
abuelo. Desde ese día fue el reloj más querido del mundo. El Longines envejeció con Romualdo hasta el
final de sus días. Nunca se separó de él. Cuando murió se lo llevó a la tumba.
La actitud de su madre ante su travesura y aquel ingenio que un día marcó las
horas de un abuelo que nunca conoció, lo marcó para toda su vida. Raíces y
ternura, un saludable cóctel.
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