02 agosto 2023

Un reloj: el reloj

 


Los padres de Romualdo guardaban como oro en paño el reloj con correa negra y esfera con pátina. Era un Longines de hombre, de cuerda, hecho con acero inoxidable. Perteneció al abuelo Francisco, el padre de su madre. 1951 era la fecha impresa de su fabricación.

               En el dial, circular, sus delgadas agujas parecían las antenas de una extraña mariposa tropical. Los números de las horas estaban perfectamente distribuidos y entre ellos se distinguían las cinco divisiones de los minutos. En su parte inferior, el segundero era dueño de un círculo más pequeño que mostraba los segundos de diez en diez.

               El Longines, depositado en una pequeña caja fuerte, muy pesada, esperaba que Romualdo hiciera la primera comunión para pasar de aquella cárcel, sólida y sin luz, a la tibia muñeca de un niño que aguardaba con zozobra el momento de ajustárselo.

               Aquel resistente cofre era también el lugar donde la mamá de Romualdo custodiaba el dinero del mes, los ahorros de años y las cuatro joyitas de oro que se reservaban para las ocasiones especiales: bodas, bautizos y también para el Corpus, la Feria y el día de la Patrona.

               Romualdo, con sus casi seis años, resultó ser un niño muy curioso y con buena memoria. Le encantaba registrar los cajones de la cómoda, las dependencias del aparador -convertidas en refugio de todo tipo de objetos- y los compartimientos que disponía el buró de su padre, una especie de despacho portátil que ocupaba uno de los rincones de la salita. Un cajón o una puerta cerrada era una tentación. Si además tenía llave la tentación se convertía en reto a superar. Así que se sabía de memoria el contenido de los cajones y de los armarios. Con paciencia y observación supo perfectamente donde su madre ocultaba el manojo de llaves que daban acceso a todos los espacios cerrados de la casa.

               El armario de las galletas –su madre las compraba por cajas de cinco kilos para abaratar el precio- era uno de los más frecuentados gracias a una llave que se encontró en la calle y que –milagrosamente- abría aquella puerta generosa en tabletas de chocolate y galettes, galletas en francés. A veces, en una lata metálica de cola cao de un kilo, su madre guardaba perrunas, pestiños o roscos fritos, todos elaborados por su abuela María, enorme cocinera. Con la malicia inocente propia de un niño, se dio cuenta de que no podía hartarse de galletas o su progenitora se daría cuenta. Por otra parte, le atraía más el placer de lo prohibido que la cantidad de galletas que tomaba. Sabía buscar la espalda de su madre a la perfección y con su doble llave atracaba aquella inmensa caja de cartón, indefensa, repleta de crujientes golosinas. En aquellos años escaseaban los lujos y un alimento como las galletas eran algo especial.

               El reto de la pequeña caja fuerte rondaba por su mente. Era un salto cualitativo importante y abrir aquella caja-joyero se convirtió en obsesión. A pesar de su corta edad tenía muy desarrollada la sensación de dominio. Los cajones eran su reino, los objetos sus tesoros, las llaves, los juegos de dobles llaves, sus aliados. Su astucia, la mejor arma.

               Un día fingió estar enfermo. Les comentó a sus padres que le dolía la barriga. Aquello le costó un par de manzanillas con limón y no desayunar, pero se quedó en cama al cuidado de la señora que limpiaba la casa y preparaba la comida.

-        Algo te habrá sentado mal. ¿Tienes diarrea? ¿Ganas de vomitar?, le preguntó la madre antes de irse.

-        Solo me duele la barriga, respondió Romualdo.

-        Las manzanillas te sentarán bien. Son un remedio milagroso. Yo me tengo que ir a trabajar. Si te sientes mal llama a Dolores. Ella te atenderá.

               La casa de Romualdo tenía dos cotas. Su habitación estaba en la primera planta, junto a la de sus padres. Dolores trajinaba en la planta inferior. Apenas oyó que su madre salía se levantó. Andando de puntillas se dirigió al dormitorio de sus padres. Abrió la puerta central doble del gran armario ropero. La caja de caudales estaba allí debajo de unas sábanas. La llave no podía andar muy lejos. Ropa de cama, ropa interior, trajes colgados de las perchas, camisas, jerséis de lana, … el armario era un bosque de atuendos con olor a naftalina. En una esquina divisó los pañuelos de su padre perfectamente doblados. Los levantó uno a uno. De uno de ellos se resbaló la llave. El choque contra el suelo lo puso en modo alerta.

-        Dolores, desde abajo, preguntó: ¿Estás bien?

-        Sí, estoy bien. Se me ha caído una canica al suelo. Estoy jugando.

               Tomó la dentada llave y con sumo cuidado la encajó en la cerradura de la pequeña caja fuerte. Clon, clon, clon….. tres golpes de cerradura. La caja no se abría. Estaba impaciente. Media vuelta más. Tiró del asa y la caja se abrió. Allí estaban el dinero, las joyas y el reloj. Sus pupilas se dilataron. Aquella visión había actuado como una gota de atropina. Su corazón era un caballo al trote a punto de comenzar el galope.

               Sacó el reloj. Lo tuvo unos minutos puesto en la muñeca. Con sumo cuidado volvió a dejarlo en la misma posición, debajo de unos billetes. Al resto de contenido de la caja no le dio la menor importancia.

               La operación de abrir la caja y ponerse el reloj la repitió en varias ocasiones y nunca lo pillaron. Su sensación era no poder esperar a la primera comunión. Se sentía mayor e importante con aquella “joya” en su muñeca. Como papá, decía para su interior. Hablaba mentalmente, sin pronunciar palabra.

               Aquello de mover las agujas y darle cuerda le fascinaba, sobre todo girar las manecillas con la corona. Jugaba con el tiempo y ponía la hora que le daba la gana. El reloj era un enorme invento. Desconocía Romualdo que el tiempo no se puede detener porque depende de la velocidad a la que nos movemos y es imposible suspender el movimiento de todos los sistemas físicos. El reposo absoluto no existe. Pero eso lo aprendería después. Ahora, con un despertador fosforescente, Dolores, la mujer que ayudaba en la casa, le había enseñado a saber qué hora era, así que movía las agujas a su antojo, ponía una hora cualquiera e intentaba decirla. Dolores afirmaba o negaba. Romualdo se dio cuenta de que una aguja iba más rápida que la otra pero no llegó a percatarse de que la pequeña recorría una hora mientras que la grande daba una vuelta completa. Era demasiado niño para comprender esa relación.

Religiosamente, después de tomar el Longines en un préstamo efímero, volvía a dejarlo en su sitio. Cerraba la caja fuerte y devolvía la llave al escondrijo que su madre suponía secreto. A veces, antes de retornarla, acercaba la llave de perfil hasta sus ojos e imaginaba que la silueta de las cortas era una cadena de montañas.

Fascinado por el funcionamiento del reloj se preguntaba que habría debajo de aquellas agujas, cómo podían andar solas. Su madre le explicó que era lo mismo que un cochecito de juguete que tenía.

-        Ves, le das cuerda, lo sueltas y el coche corre, se mueve. La cuerda de un reloj o un cochecito es como la gasolina de los camiones y de los coches. Su curiosidad iba en aumento y sus preguntas también.

-        Pero, y la aguja chiquitita ¿por qué tiene un reloj para ella sola? Las grandes tienen un reloj grande y la pequeña tiene un “reloj” chico. ¿Por qué hay dos grandes y una sola pequeña?

               Su madre le explicó que el tiempo se mide en horas, minutos y segundos. Tres tiempos, tres agujas. El segundo es el tiempo más pequeño. 60 segundos suman un minuto y 60 minutos completan una hora. Cada día tiene 24 horas y 30 días hacen un mes. 12 meses forman un año. Para los días, meses y años usamos el calendario. Cada mes o cada día que pasa, arrancamos una hoja. Poco a poco lo comprenderás. Es fácil.

-        Yo veo que las agujas grandes pueden ser los padres y la pequeña, sola, es como si fuera la hija, expresó Romualdo.

-        Bueno, es una forma de verlo, pero las agujas, los objetos, no tienen hijos, le explicó la madre. Los hay grandes y pequeños.

-        ¿Y las agujas no se cansan?

-        A veces se paran porque les falta cuerda, pero no, los objetos no se cansan. Tampoco se cansa la pelota, ni una mesa. Los animales si se cansan.

-        Yo si me canso. Cuando corro mucho me canso….

-        Bueno vale ya, que tienes que cenar.

*****

Una tarde sus padres se fueron de compras. La muchacha no estaba. Romualdo se dirigió a la caja fuerte y cogió el reloj. Llevaba unas tijeras y una navajita. También cogió un pequeño destornillador que estaba en el cajón de la máquina de coser.

               En el taller del relojero del pueblo, un día había visto que al reloj se le levantaba una especie de tapadera por su parte inferior. Cogió la navaja, le costó, pero al final logró levantar la tapa y ver las entrañas de aquella maravilla. El tic–tac sonaba con más fuerza. Varias ruedas dentadas se movían como si estuvieran vivas. Unos minúsculos tornillos le llamaron la atención. El mecanismo era incomprensible para él. Alucinado Tomó el destornillador y lo introdujo en un hueco. La rueda grande se paró. Lo sacó y la rueda volvió a ir un poquito hacia delante y otro poquito hacia atrás. Era como si estuviese atascada. Siempre hacía lo mismo. Quería avanzar pero no podía. Volvió a introducir el destornillador. Reloj parado. Lo sacó, movimiento.

               Quiso seguir hurgando en las entrañas así que fue a buscar su tablero del parchís. Tenía cristal. Entre tijeras, destornillador y navaja destripó el Longines hasta dejar la caja casi hueca: sacó todas las ruedas, todos los muelles, todos los tornillos que pudo. El cristal del parchís se llenó de piececitas muy brillantes. Ya no se oía el tic–tac, pero si oyó que llegaban sus padres.

               Apresuradamente intentó meter todas las piececitas del reloj dentro de su cajita. No cabían. Sabía que había hecho algo mal y empezó a agobiarse. Buscó su cuaderno, arrancó una hoja y envolvió en ella todas las ruedecitas y demás pedacitos del mecanismo que no logró meter en su primitiva caja. Consiguió poner la tapadera y advirtió que había convertido el reloj en un sonajero. Las agujas habían perdido su centro. Los números de la esfera se habían quedado huérfanos. El tic-tac solo estaba en su memoria.

Días previos a la Primera Comunión su madre fue a buscar el reloj. En medio de una profunda decepción llamó a Romualdo y mostrándole el estropicio, le preguntó:

-        Pero hijo, Romualdo, ¿Qué has hecho?

-        Solo quería ver las tripas del reloj, respondió Romualdo con seguridad.

-        Pero lo has roto por completo. Ya no te servirá. Si lo viera tu abuelo se volvería a la tumba.

-        Aunque esté roto, a mí me gusta y no me importa ponérmelo. Es un recuerdo de mi abuelo.

               Ester no pudo remediar que un par de lágrimas le recorrieran las mejillas, una de cada ojo. Yo se lo explicaré a tu padre, dijo y luego lo abrazó.

Llegado el día de recibir a Cristo por vez primera, Romualdo, vestido de marinero, según costumbre de la época, lucía orgulloso en la muñeca el reloj-sonajero, recuerdo de su abuelo. Desde ese día fue el reloj más querido del mundo. El Longines envejeció con Romualdo hasta el final de sus días. Nunca se separó de él. Cuando murió se lo llevó a la tumba. La actitud de su madre ante su travesura y aquel ingenio que un día marcó las horas de un abuelo que nunca conoció, lo marcó para toda su vida. Raíces y ternura, un saludable cóctel.

 

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