En memoria de todas las mujeres, víctimas de la violencia machista.
Era una flor que, presa en su maceta, tras la ventana, buscaba algo de luz.
Cada
día que pasaba se inclinaba algo más, hacia delante. Debido al movimiento de la
Tierra, los rayos del rey Sol penetraban más hondo y la persiana se tenía que
bajar unos milímetros.
Al
ver la inclinación de aquella hortensia, algunos pensarían que su motor era la
curiosidad y se volcaba un poco cada día con la intención de ver la calle, un
escenario, lejano para ella, difícil de atisbar desde allí arriba.
Pero
se equivocaban. La luz era su vida, un mecanismo de brújula vital para el
aguante de aquel vegetal níveo y delicado, con trazos casi rectos del eterno color
de las violetas.
La
peculiaridad de establecerse como planta la condenaba a fijar sus fundamentos
en la tierra. En su lugar, un limitado movimiento de aquel tronco le hacía
doblar la espalda con la única intención de beber luz. A pesar de ser joven y
prolija su belleza, la excesiva joroba de su tallo recordaba la chepa de una
anciana. La necesidad obliga, le comentó un geranio muy cercano.
La
Tierra siguió su curso y la persiana descendió demasiado. Bajó tanto, que el
ramal más frondoso de la hortensia terminó por sembrarse en la tierra vecina del
geranio gitano que la rondaba cerca.
Ya
ves, manifestó un clavel: Iba buscando luz y encontró un compañero. El tiesto
compartido era su nueva casa. Echadas las raíces emergió en vertical, empujando con fuerza. Y volvió a sus orígenes buscando al astro rey.
A
las personas nos ocurre lo mismo: nos inclinamos para buscar la luz tratando de
evitar la oscuridad de lo tóxico. Demandamos el comentario fresco y espontáneo,
la oxigenación del humor y la positividad de un buen paisaje. Perseguimos la
energía necesaria para seguir planeando aún con el viento en contra y
aterrizamos en la calidez de una mirada o en el aliento de un buen consejo
cómplice. El caso es encontrar una tierra amiga donde seguir creciendo.
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