02 mayo 2022

Acosos III y IV


Ángel caído (Aurelio Teno) - Patio de los Naranjos -
 Mezquita Catedral - Córdoba 

 III

La vida sigue y ampliar estudios conlleva trasladarse a la capital. Pepito ha dejado de existir. A partir de ahora lo nombraran por Pepe. Sus padres pretendían una carrera corta: bachiller elemental, 14 años, más tres años de magisterio, 17, y a currar, si fuera posible sacando las respectivas oposiciones, sueño de todos los padres de aquella época por aquello de la seguridad. Pero va a ser que no. A Pepe no le disgusta magisterio pero él quiere ir a la universidad para hacer una carrera de ciencias. Es bastante más largo, más costoso y requiere mayor esfuerzo, pero…  En el colegio, durante el bachillerato superior (16 años) tuvo la oportunidad de disfrutar de un laboratorio portátil de electromagnetismo[1] y quedó maravillado y sorprendido por sus efectos. Las materias de letras le encantan y se les da bien; las ciencias se le resisten, pero lo tiene claro. El curso previo a la universidad lo hará en la capital por consejo de sus últimos profesores. El problema de la residencia se resuelve con un piso de unas señoras conocidas, muy próximo al nuevo colegio: le darán habitación y comida, pero no le lavarán la ropa.

               El nuevo colegio es inmenso. Dicen que tienen miles de alumnos. Más alumnos que habitantes hay en su villa natal. Los campos de fútbol son casi estadios y los patios son mayores que la plaza de pueblo donde, tradicionalmente, se ubica la feria. En clase hay casi cincuenta alumnos para hacer el curso de acceso a la universidad. Volvemos a las andadas: aparecen los fantasmas del acoso. Joven de pueblo de clase media y humildes costumbres rodeado de hijos de la burguesía capitalina (médicos, abogados, industriales de cierta potencia, comerciantes venidos a más…) y de algunos hijos de caciques de pueblo. El acoso no se identifica con las clases altas, pero a veces coincide. Menos mal que en el piso-residencia los dos compañeros son de su igual y excelentes personas. Fueron tres amigos que compartieron un año repleto de experiencias y de buen rollo. Un año inolvidable para todos, incluido Felipe, un honrado y entrañable republicano, ya maduro, que compartía una de las habitaciones del piso y que contaba historias maravillosas.

    El caso es que la sensibilidad, cierta predisposición a las cosas sencillas, un trato respetuoso, algo de timidez etcétera siempre han estado reñidos con la chulería, la dominación y los aires de superioridad. En ese ambiente algunos intentaron que Pepe fuera – otra vez – objeto de sus bromas, de sus burlas y de sus carencias acomplejadas. Los prepotentes se ceban con los más débiles o con los que silencian / amortiguan su capacidad de respuesta antes los abusos y faltas de respeto. El ambiente alrededor de Pepe comenzó a enrarecerse, a hacerse irrespirable: cuatro o cinco compañeros,  por turnos, focalizaban sus hirientes comentarios o su vacío en su persona, ante la callada o la indiferencia de los demás. Pasaron un par de meses y Pepe no se sentía nada cómodo. Además la dificultad del curso iba en aumento: muchas materias nuevas, voluminosas, henchidas de conceptos bastante abstractos, sobre todo en las tradicionales ciencias. Al ser los mayores del colegio, último año, el tutor dejaba muchas veces solos al grupo de alumnos en las horas de estudio. Decía que eso era bueno para autoformarse. Las personas muy protegidas o muy vigiladas nunca alcanzan una decorosa madurez ni una independencia saludable.

    Hay que decir que la mayor parte de los compañeros se comportaban con normalidad: saludos, comentarios sobre las clases, alguna cosa personal, algún cigarro… las relaciones eran cordiales, teñidas de detalles inmaduros, pero dentro de una cordialidad propia de la edad y de las circunstancias. Como siempre hay de todo: dentro de los cincuenta dieciséisañeros resaltaba un grupo de gente más bulliciosa, más bromista, más irresponsable y, en general, con peor educación. Cuando el cura se iba hablaban a voces, dejaban aparecer sus risitas sonoras - a veces carcajadas – arrastraban sillas y pupitres, etc. En el grupo nadie les decía nada. Eran los más chulillos, los más protagonistas, los que más se hacían notar y, en apariencia, imponían sus modales.

    Un día, siguiendo con sus tonterías y faltas de respeto, se pusieron de acuerdo para centrar sus necedades en Pepe. Recogieron trozos de tiza de la pizarra y alternándose, cada cierto tiempo, se las tiraban. Pepe y los demás trataban de estudiar, intentaban aprovechar un tiempo siempre escaso. La primera ticita le dio en un hombro. Risitas en el fondo. Le molestaba mucho ese tipo de cosas pues él nunca se metió con nadie y le costaba trabajo pensar que alguien lo hiciera gratuitamente y por la pura diversión de machacar. El segundo trozo de tiza golpea en el libro que estudia, encima de su mesa. Mira, se incorpora un poco, otea el horizonte en circular e intenta seguir con su tarea. El grupo como tal no se da cuenta de lo que está pasando, cada cual va a lo suyo. Pepe en su interior está muy tenso, le han aumentado las pulsaciones, casi le tiemblan las manos, no puede concentrarse, y con cierto temor espera el tercer golpe. No sabe bien que hacer. Se siente incómodo, nervioso e intranquilo. La tercera tiza impacta en su cabeza ante las risas – ya importantes – del grupito de ¿bromistas? ¿agresores?. Pepe se arma de valor, se pone en pie y dirigiéndose al grupito de provocadores, con mirada de ira contenida, les dice: “El que tenga cojones que me tire otra tiza”. El grupo no sabe lo que ocurre. Los ofensores saben que lo que hacen está mal y actúan sibilinamente, dando a entender que ellos no saben nada y que Pepe ha perdido los estribos sin razón. Actúan como si la frase de Pepe les hubiera roto su concentración. Disimulan con soberbia, prepotencia y carita de no saber lo que está pasando. Pepe se sienta, está fuera de sí. Casi no ve las letras de su libro abierto. La rabia y la humillación se mezclan en su mente y en su cuerpo. Mira hacia abajo. Quisiera que todos, todos, desaparecieran. Ansía una soledad tranquila que le permita recuperar la calma. Supone que todas las miradas se posan en su figura y se siente observado, lo que nunca quiso y siempre evitó: no le gustaba nada llamar la atención.

    Su frase, a modo de sentencia, lo ha metido en un callejón sin salida. Lo sabe y aguarda. Imposible leer una línea. Mira de reojo en el preciso instante que uno de sus simpáticos compañeros le lanza una tiza que le impacta en la espalda. No es dolor físico el que siente, dado el minúsculo tamaño del proyectil. Es un imponente dolor psicológico. La adrenalina debe estar a tope. Con decisión se levanta y se dirige al compañero que finge estudiar y que le acaba de lanzar el trocito de tiza. El fingidor quiere ponerse en pie, pero antes de que termine recibe un tremendo puñetazo en la cara. Se tambalea, cae hacia atrás y con la espalda arrastra su silla y el pupitre trasero vecino. Con las piernas, al caer golpea su propia mesa que cae hacia delante. El estrépito es enorme. Libros y cuadernos regados por el suelo…Pepe enfurecido quiere seguir pegándole e intenta pisotearlo. Al bromista se le ha cambiado la cara. Está lívido. Unos compañeros acuden y lo ayudan a levantarse. Otros recogen los enseres desparramados por el suelo. Otros intentan que Pepe se tranquilice. A duras penas consiguen sentarlo y algo de normalidad se recupera. En esto llega el cura y pregunta que pasa. El delegado le explica que uno se ha escurrido y se ha caído un pupitre. Todos miran hacia abajo, nadie mira al cura de frente vaya a querer saber la verdad. El profe capta el mensaje que no va con él, entiende que no hay problema y comienza su clase de francés.

    El puñetazo – bofetón tuvo un efecto espectacular desde ese mismo día. Los bromistas atacantes decidieron dejar de hacerlo y varios compañeros dieron a Pepe una visibilidad que nunca había tenido. En un par de minutos, Pepe había dejado de ser juguete para alcanzar una consideración de igual y un sitio nunca pensados por él. De hecho algunos “de su cuerda, de su manera de ser” lo felicitaron en secreto por enfrentarse a aquellos pelmazos que no dejaban de interrumpir, más o menos, a todo el mundo. Pepe pasó a ocupar cierto liderazgo en la oscuridad, las asignaturas se derritieron ante su constancia y el curso de acceso a la Universidad fue superado con éxito, cosa que no pudieron decir todos aquellos cobardicas destructores de personalidades ajenas.

IV

El cuarto intento le ocurrió en su nueva residencia universitaria y se inició al año siguiente. Pepe llegó a pensar que tenía un problema o trastorno de personalidad pues no era normal que cada vez que cambiaba de lugar y ambiente hubiera bromistas que lo utilizaban como blanco de sus ocurrencias. La residencia en cuestión lo era para ciento cincuenta jóvenes, un poco la flor y nata de la burguesía andaluza de aquella época, aunque ya había unas superbecas del estado que permitían estudiar a jóvenes procedentes de clases bajas o humildes, siempre que destacaran por su esfuerzo e inteligencia. A Pepe como a todos los recién llegados le gastaron novatadas individuales y una gran novatada colectiva que resultó una fiesta. No lo pasó mal porque su carácter no era de enfrentarse con nadie, incluso en la colectiva se hartó de reir de la pinta que todos tenían, en pijama, con la raya del pelo en medio de la cabeza resaltada con pasta de los dientes, la cara pintada con kanfort negro o marrón y cantando el “Perdona a tu pueblo, Señor” con una vela en la mano por el campo de fútbol. Pasado ese periodo de cierta adaptación, los novatos siempre hacen amistad con los novatos. En un grupo siempre hay gente más espabilada o con un carácter más fuerte o más bromista que otros y Pepe, que pasaba una crisis muy fuerte de amores, volvió a sufrir algunos desprecios públicos y comentarios jocosos sobre su persona, sobre sus opiniones o sobre circunstancias que le afectaban. Las ofensas no eran continuas ni demasiado frecuentes, pero allí estaban los dardos que le disminuían de una forma especial y sobre todo le ridiculizaban. Definitivamente no era como la mayoría de sus compañeros. Los malintencionados adivinaban que era callado y abusaban. Esa situación se prolongó durante un par de años. Pepe no superaba su crisis amorosa, por el contrario la distancia la complicó algo más y las cartas llegaban de muy tarde en tarde repletas de palabras a destiempo. Aunque había teléfono, este no reportaba ningún consuelo y él no disponía ni del ánimo ni de los medios económicos suficientes para desplazarse en un fin de semana y charlar en vivo y en directo con aquella muchacha con algo de tranquilidad. Afortunadamente aparecieron un par de amigos que lo defendieron en público, fueron cómplices de sus desahogos y le recomendaron – encarecidamente – que dejara de ser un libro abierto para todos porque “No todo el mundo es bueno y no todos están preparados para escucharte. A casi nadie le importa lo que sientas o lo que pienses, así que cierra el pico y sólo comenta con quién te dé muestras concretas de respeto y consideración”. También le insistieron en evitar y alejarse de ciertos compañeros tóxicos, auténticos malasombras que se ensañaban con las debilidades del prójimo y pagaban con él sus complejos y sus traumas. La amistad como baluarte y el mandar a tomar viento fresco, en privado y en público, a tres o cuatro imbéciles casi de nacimiento, acosadores maltratadores, fue mano de santo. Los amigos pasaban por su habitación para charlar un rato, ir al cine, jugar al dominó o salir de paseo. Fue un apoyo decisivo y las cosas cambiaron por completo. En uno de esos veranos ese primer amor vehemente, lleno de idealismo, se fue al garete después de cuatro años. Ella más madura que él, necesitaba otro tipo de persona y, sobre todo, otros comportamientos. Rompieron. Pepe lo comprendió. La primera semana se sintió extraño pero enseguida encontró gente con la que salir, otras chicas, otros lugares … No lo pasó mal y aquel trago lo superó. Pasados varios meses, por una amiga común, le llegó el rumor de que ella, de alguna forma, esperaba algún tipo de encuentro, pero Pepe no fue y cada cual siguió su camino. Esa rotura sin sufrimiento y sin compartirla con nadie fue como algo natural. Sin duda fue señal de que algo estaba cambiando en su interior: supuso que cierta madurez había comenzado y eso le daba fuerza para afrontar nuevos retos.

    De vuelta a la macroresidencia, ya sin la carga de un amor poco o nada correspondido y con el apoyo de un círculo total, y seguro, de amigos, las relaciones y las notas mejoraron considerablemente. Aumentó su autoestima lo suficiente como para enfrentarse a un estúpido sevillano que le quería hacer creer que una compañera de clase – monísima por cierto y objeto de las miradas y deseos de media facultad – estaba colada por él y que quería una cita. Conocedor de la capullez del intermediario le dijo directamente que era un gilipoyas, que lo dejara en paz y que se metiera en sus cosas. “Tú para mí no existes, así que espero que yo no exista para ti. Agur” El bromista acosador, que tenía fama de gracioso, sorprendido por la contumaz respuesta no supo reaccionar. Abatido, ahogado en su propia vergüenza, se dio media vuelta, se marchó con el rabo entre las piernas y desapareció de su vida para siempre. Nunca más supo de él.

 

Primavera en Córdoba (2022, SM)



[1] Armario Torres Quevedo.

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