Ángel caído (Aurelio Teno) - Patio de los Naranjos - Mezquita Catedral - Córdoba |
III
La vida
sigue y ampliar estudios conlleva trasladarse a la capital. Pepito ha dejado
de existir. A partir de ahora lo nombraran por Pepe. Sus padres pretendían una
carrera corta: bachiller elemental, 14 años, más tres años de magisterio, 17, y a
currar, si fuera posible sacando las respectivas oposiciones, sueño de todos
los padres de aquella época por aquello de la seguridad. Pero va a ser que no. A Pepe no le
disgusta magisterio pero él quiere ir a la universidad para hacer una carrera
de ciencias. Es bastante más largo, más costoso y requiere mayor esfuerzo,
pero… En el colegio, durante el bachillerato superior (16 años) tuvo la
oportunidad de disfrutar de un laboratorio portátil de electromagnetismo[1] y quedó maravillado y
sorprendido por sus efectos. Las materias de letras le encantan y se les da bien; las ciencias se le resisten, pero lo tiene claro. El curso previo a la universidad lo hará en la capital por consejo de sus últimos profesores.
El problema de la residencia se resuelve con un piso de unas señoras conocidas, muy próximo al nuevo colegio: le darán habitación y comida, pero no le lavarán la ropa.
El nuevo colegio es inmenso.
Dicen que tienen miles de alumnos. Más alumnos que habitantes hay en su villa natal.
Los campos de fútbol son casi estadios y los patios son mayores que la plaza de
pueblo donde, tradicionalmente, se ubica la feria. En clase hay casi cincuenta alumnos para hacer
el curso de acceso a la universidad. Volvemos a las andadas: aparecen los fantasmas del acoso. Joven de pueblo de
clase media y humildes costumbres rodeado de hijos de la burguesía capitalina
(médicos, abogados, industriales de cierta potencia, comerciantes venidos a
más…) y de algunos hijos de caciques de pueblo. El acoso no se identifica con las clases altas, pero a veces coincide. Menos mal que en el
piso-residencia los dos compañeros son de su igual y excelentes personas. Fueron
tres amigos que compartieron un año repleto de experiencias y de buen rollo. Un
año inolvidable para todos, incluido Felipe, un honrado y entrañable republicano, ya maduro, que compartía una
de las habitaciones del piso y que contaba historias maravillosas.
El caso
es que la sensibilidad, cierta predisposición a las cosas sencillas, un trato
respetuoso, algo de timidez etcétera siempre han estado reñidos con la chulería, la dominación y los aires de
superioridad. En ese ambiente algunos intentaron que Pepe fuera – otra
vez – objeto de sus bromas, de sus burlas y de sus carencias acomplejadas. Los prepotentes
se ceban con los más débiles o con los que silencian / amortiguan su capacidad de respuesta
antes los abusos y faltas de respeto. El ambiente alrededor de Pepe comenzó a enrarecerse,
a hacerse irrespirable: cuatro o cinco compañeros, por turnos, focalizaban
sus hirientes comentarios o su vacío en su persona, ante la callada o la
indiferencia de los demás. Pasaron un par de meses y Pepe no se sentía nada
cómodo. Además la dificultad del curso iba en aumento: muchas materias nuevas,
voluminosas, henchidas de conceptos bastante abstractos, sobre todo en las
tradicionales ciencias. Al ser los mayores del colegio, último año, el tutor
dejaba muchas veces solos al grupo de alumnos en las horas de estudio. Decía
que eso era bueno para autoformarse. Las personas muy protegidas o muy
vigiladas nunca alcanzan una decorosa madurez ni una independencia saludable.
Hay que
decir que la mayor parte de los compañeros se comportaban con normalidad:
saludos, comentarios sobre las clases, alguna cosa personal, algún cigarro… las
relaciones eran cordiales, teñidas de detalles inmaduros, pero dentro de una
cordialidad propia de la edad y de las circunstancias. Como siempre hay de todo: dentro de
los cincuenta dieciséisañeros resaltaba un grupo de gente más bulliciosa, más
bromista, más irresponsable y, en general, con peor educación. Cuando el cura
se iba hablaban a voces, dejaban aparecer sus risitas sonoras - a veces
carcajadas – arrastraban sillas y pupitres, etc. En el grupo nadie les decía
nada. Eran los más chulillos, los más protagonistas, los que más se hacían
notar y, en apariencia, imponían sus modales.
Un día,
siguiendo con sus tonterías y faltas de respeto, se pusieron de acuerdo para
centrar sus necedades en Pepe. Recogieron trozos de tiza de la pizarra y
alternándose, cada cierto tiempo, se las tiraban. Pepe y los demás trataban de
estudiar, intentaban aprovechar un tiempo siempre escaso. La primera ticita le dio en un hombro. Risitas en el fondo. Le molestaba mucho ese tipo de cosas pues él nunca se metió con nadie y le costaba trabajo
pensar que alguien lo hiciera gratuitamente y por la pura diversión de
machacar. El segundo trozo de tiza golpea en el libro que estudia, encima de su
mesa. Mira, se incorpora un poco, otea el horizonte en circular e intenta
seguir con su tarea. El grupo como tal no se da cuenta de lo que está pasando,
cada cual va a lo suyo. Pepe en su interior está muy tenso, le han aumentado
las pulsaciones, casi le tiemblan las manos, no puede concentrarse, y con
cierto temor espera el tercer golpe. No sabe bien que hacer. Se siente
incómodo, nervioso e intranquilo. La tercera tiza impacta en su cabeza ante las
risas – ya importantes – del grupito de ¿bromistas? ¿agresores?. Pepe se arma
de valor, se pone en pie y dirigiéndose al grupito de provocadores, con mirada
de ira contenida, les dice: “El que tenga cojones que me tire otra tiza”. El
grupo no sabe lo que ocurre. Los ofensores saben que lo que hacen está mal y
actúan sibilinamente, dando a entender que ellos no saben nada y que Pepe ha
perdido los estribos sin razón. Actúan como si la frase de Pepe les hubiera
roto su concentración. Disimulan con soberbia, prepotencia y carita de no saber
lo que está pasando. Pepe se sienta, está fuera de sí. Casi no ve las letras de
su libro abierto. La rabia y la humillación se mezclan en su mente y en su
cuerpo. Mira hacia abajo. Quisiera que todos, todos, desaparecieran. Ansía una
soledad tranquila que le permita recuperar la calma. Supone que todas las
miradas se posan en su figura y se siente observado, lo que nunca quiso y
siempre evitó: no le gustaba nada llamar la atención.
Su frase,
a modo de sentencia, lo ha metido en un callejón sin salida. Lo sabe y aguarda.
Imposible leer una línea. Mira de reojo en el preciso instante que uno de sus
simpáticos compañeros le lanza una tiza que le impacta en la espalda. No es
dolor físico el que siente, dado el minúsculo tamaño del proyectil. Es un
imponente dolor psicológico. La adrenalina debe estar a tope. Con decisión se
levanta y se dirige al compañero que finge estudiar y que le acaba de lanzar el
trocito de tiza. El fingidor quiere ponerse en pie, pero antes de que termine recibe un tremendo puñetazo en la cara. Se tambalea, cae hacia atrás y con
la espalda arrastra su silla y el pupitre trasero vecino. Con las piernas, al caer
golpea su propia mesa que cae hacia delante. El estrépito es enorme. Libros y
cuadernos regados por el suelo…Pepe enfurecido quiere seguir pegándole e
intenta pisotearlo. Al bromista se le ha cambiado la cara. Está lívido. Unos
compañeros acuden y lo ayudan a levantarse. Otros recogen los enseres
desparramados por el suelo. Otros intentan que Pepe se tranquilice. A duras
penas consiguen sentarlo y algo de normalidad se recupera. En esto llega el
cura y pregunta que pasa. El delegado le explica que uno se ha escurrido y se
ha caído un pupitre. Todos miran hacia abajo, nadie mira al cura de frente vaya
a querer saber la verdad. El profe capta el mensaje que no va con él, entiende que no hay
problema y comienza su clase de francés.
El puñetazo – bofetón tuvo un
efecto espectacular desde ese mismo día. Los bromistas atacantes decidieron
dejar de hacerlo y varios compañeros dieron a Pepe una visibilidad que nunca
había tenido. En un par de minutos, Pepe había dejado de ser juguete para alcanzar una consideración de igual y un sitio nunca pensados por él. De hecho algunos “de su cuerda, de su manera de ser” lo
felicitaron en secreto por enfrentarse a aquellos pelmazos que no dejaban de
interrumpir, más o menos, a todo el mundo. Pepe pasó a ocupar cierto liderazgo
en la oscuridad, las asignaturas se derritieron ante su constancia y el curso
de acceso a la Universidad fue superado con éxito, cosa que no pudieron decir
todos aquellos cobardicas destructores de personalidades ajenas.
IV
El cuarto
intento le ocurrió en su nueva residencia universitaria y se inició al año siguiente. Pepe llegó a pensar que tenía
un problema o trastorno de personalidad pues no era normal que cada vez que
cambiaba de lugar y ambiente hubiera bromistas que lo utilizaban como blanco de
sus ocurrencias. La residencia en cuestión lo era para ciento cincuenta
jóvenes, un poco la flor y nata de la burguesía andaluza de aquella época,
aunque ya había unas superbecas del estado que permitían estudiar a jóvenes
procedentes de clases bajas o humildes, siempre que destacaran por su esfuerzo e
inteligencia. A Pepe como a todos los recién llegados le gastaron novatadas
individuales y una gran novatada colectiva que resultó una fiesta. No lo pasó mal porque su carácter
no era de enfrentarse con nadie, incluso en la colectiva se hartó de reir de la
pinta que todos tenían, en pijama, con la raya del pelo en medio de la cabeza
resaltada con pasta de los dientes, la cara pintada con kanfort negro o marrón
y cantando el “Perdona a tu pueblo, Señor” con una vela en la mano por el campo
de fútbol. Pasado ese periodo de cierta adaptación, los novatos siempre hacen
amistad con los novatos. En un grupo siempre hay gente más espabilada o con un
carácter más fuerte o más bromista que otros y Pepe, que pasaba una crisis muy
fuerte de amores, volvió a sufrir algunos desprecios públicos y comentarios
jocosos sobre su persona, sobre sus opiniones o sobre circunstancias que le afectaban. Las ofensas no eran continuas ni demasiado frecuentes, pero allí estaban los dardos que le
disminuían de una forma especial y sobre todo le ridiculizaban. Definitivamente
no era como la mayoría de sus compañeros. Los malintencionados adivinaban que era callado y abusaban. Esa situación se prolongó durante un
par de años. Pepe no superaba su crisis amorosa, por el contrario la distancia
la complicó algo más y las cartas llegaban de muy tarde en tarde repletas de
palabras a destiempo. Aunque había teléfono, este no reportaba ningún consuelo y él no disponía ni del ánimo ni de los medios económicos suficientes para
desplazarse en un fin de semana y charlar en vivo y en directo con aquella muchacha con
algo de tranquilidad. Afortunadamente aparecieron un par de amigos que lo
defendieron en público, fueron cómplices de sus desahogos y le recomendaron –
encarecidamente – que dejara de ser un libro abierto para todos porque “No todo el mundo es bueno y no todos están
preparados para escucharte. A casi
nadie le importa lo que sientas o lo que pienses, así que cierra el pico y sólo
comenta con quién te dé muestras concretas de respeto y consideración”.
También le insistieron en evitar y alejarse de ciertos compañeros tóxicos,
auténticos malasombras que se ensañaban con las debilidades del prójimo y
pagaban con él sus complejos y sus traumas. La amistad como baluarte y el
mandar a tomar viento fresco, en privado y en público, a tres o cuatro
imbéciles casi de nacimiento, acosadores maltratadores, fue mano de santo. Los
amigos pasaban por su habitación para charlar un rato, ir al cine, jugar al
dominó o salir de paseo. Fue un apoyo decisivo y las cosas cambiaron por
completo. En uno de esos veranos ese primer amor vehemente, lleno de idealismo,
se fue al garete después de cuatro años. Ella más madura que él, necesitaba
otro tipo de persona y, sobre todo, otros comportamientos. Rompieron. Pepe lo
comprendió. La primera semana se sintió extraño pero enseguida encontró gente
con la que salir, otras chicas, otros lugares … No lo pasó mal y aquel trago lo
superó. Pasados varios meses, por una amiga común, le llegó el rumor de que ella,
de alguna forma, esperaba algún tipo de encuentro, pero Pepe no fue y cada cual siguió su
camino. Esa rotura sin sufrimiento y sin compartirla con nadie fue como algo
natural. Sin duda fue señal de que algo estaba cambiando en su interior: supuso
que cierta madurez había comenzado y eso le daba fuerza para afrontar nuevos
retos.
De vuelta
a la macroresidencia, ya sin la carga de un amor poco o nada correspondido y con el
apoyo de un círculo total, y seguro, de amigos, las relaciones y las notas
mejoraron considerablemente. Aumentó su autoestima lo suficiente como para enfrentarse a un estúpido sevillano que le quería hacer creer que una
compañera de clase – monísima por cierto y objeto de las miradas y deseos de
media facultad – estaba colada por él y que quería una cita. Conocedor de la
capullez del intermediario le dijo directamente que era un gilipoyas, que lo
dejara en paz y que se metiera en sus cosas. “Tú para mí no existes, así que espero que yo no exista para ti. Agur” El
bromista acosador, que tenía fama de gracioso, sorprendido por la contumaz
respuesta no supo reaccionar. Abatido, ahogado en su propia vergüenza, se dio media vuelta, se marchó con el
rabo entre las piernas y desapareció de su vida para siempre. Nunca más supo de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario