|
Casa de la bruja, Tella, 2023 |
Preámbulo
En mayo de
2019, el día 23, encontré un artículo en ABC de Camilo José Cela. Corresponde al ejemplar del 6 de mayo de 1994 en
su edición de Sevilla. En él, un Cela extravagante, trastornado,
voluntariamente excéntrico, rayando lo grotesco, habla de los cincuenta y un
títulos más con los que “hubiera podido titularse, a igualdad de riesgos y
meditaciones” la primera novela que escribió después de obtener el Premio Nobel
de Literatura. Se trata de “El asesinato del perdedor”, editada por Seix Barral.
En esta obra tan sui géneris, una “Celada” más, y también en el citado
artículo, hijo de la primera, don Camilo menciona el nombre de Alcaracejos. De los cincuenta y un títulos que le da al
libro, a cual más disparatado, enigmático y esotérico, Alcaracejos es citado en
el décimo noveno y aflora con dos partes totalmente diferenciadas: por un lado
el asunto de la bruja y por otro el tema de las aguas mineromedicinales para
combatir el reuma, enfermedad que asocia con una acometida de la voluntad. Exactamente dice: “(19), La
bruja de Alcaracejos o tratado práctico de las mejores aguas mineromedicinales
para combatir el reuma y otros embates de la voluntad”.
Cómo llega CJC a
incluir en este libro la referencia de Alcaracejos es un misterio. Además, a mí
juicio, redacción y contenido del título son un despropósito en sí mismos.
Resulta evidente que Cela tuvo que
tener algún contacto con el pueblo. Pudo ser alguna referencia bibliográfica,
un comentario de alguien próximo o que un día pasara ocasionalmente por allí en
alguno de sus múltiples viajes. ¿Estuvo Cela en Alcaracejos? ¿Habló con
alguien? ¿Hubo una bruja en Alcaracejos? ¿Cuándo? ¿Aguas mineromedicinales
contra el reuma? ¿Qué embates de la voluntad se curan con agua mineral? Con un
enunciado largo y enigmático, lleno de pistas, don Camilo coloca a Alcaracejos
en su particular universo literario. Su genialidad era infinita.
Si Cela publicó esta obra en 1994 habrá que suponer que
la estuvo trabajando en los inicios de los noventa del pasado siglo, aunque del
encuentro – contacto- conexión del señor Cela con Alcaracejos no tenemos ni la fecha
ni idea de cuando pudo ser. Puedo imaginar que el vínculo ocurriera en décadas anteriores,
por ejemplo los sesenta o los setenta, aunque don Camilo escribiera su obra más
tarde. Lo importante es que ese nexo tuvo lugar. He aquí una posibilidad de lo
que pudo ocurrir.
Alcaracejos,
transcurre la primera semana de noviembre de
1972. Son las nueve de la noche y don Camilo entra con agilidad en el bar El
Control. Viene
de Ciudad Real. Va camino de Córdoba. Le encanta viajar en coche. Mucho más que
hacerlo en tren o en avión. Disfruta con cada acelerón, con cada curva, con
cada kilómetro, con cada parada. Su cuerpo se emborracha de sensaciones que
sólo se pueden sentir en el interior de un automóvil que marcha por carreteras
secundarias y eso le hace feliz. Pero está cansado. Le pide a su chófer que pare.
Le gusta el solitario cruce de caminos al que han llegado. La media luz biliosa
de alumbrado, la corpulenta imagen del cuartel que está enfrente, el perfil
gordinflón de un eucalipto adulto ya bastante podado, lo atrapan. Pueblo
desconocido para él. Escenario perfecto para tonificarse un poco sin tener que explicar
razones ni deseos.
El
tiempo es destemplado, hace fresco y el cielo lagrimea. Una ligera brisa que
viene de Dos Torres corta el cuerpo y la cara. Te obliga a andar deprisa y a
dejarte querer por la calidez del interior de un bar. Una vez dentro destaca,
sobre todo, el volumen de una televisión que los pocos clientes de la barra, indiferentes,
oyen sin escuchar.
-
Don Camilo: ¿Se
puede comer algo? Buenas noches.
-
Algo hay, buenas
noches, le responden desde el otro lado de la barra.
-
De momento
póngame un vaso de vino tinto, de la Rioja si puede ser, pero en vaso de agua
que suele caber más. Hum… Disculpe la pregunta: ¿Dónde carajo estoy?
La mujer lo mira sorprendida y, con
recelo –por si fuera una broma– le dice con voz tenue: Esto es Alcaracejos, a
setenta y cuatro kilómetros de Córdoba, la capital. Está usted en el bar El
Control.
-
¿Alcaracejos? Es
la primera vez que pronuncio ese nombre. ¿Muchos crímenes por aquí?
-
Lucía se quedó
muda.
-
Don Camilo insistió:
¿Que si matan a mucha gente por aquí?
-
Pues … lo mismo
que en otros sitios de España. Lo normal...¡muy pocos, a casi nadie!
-
¿Y robos? Debe de
haber muchos. Con el pedazo cuartel que tiene aquí la Guardia Civil este pueblo
debe ser de armas tomar. ¿Qué me pueden dar para comer?
-
Ahí tiene usted
la lista, en la pizarra.
-
¡Elíjamelo usted
que la conoce más!
-
Este es un bar de
tapas. El bacalao y el lomo son la especialidad. También hay bocadillos,
tortillas,… Si lo prefiere, cruzando la carretera, al otro lado tiene usted una
fonda y puede degustar de cuchara.
Don
Camilo no lo dudó. Apuró el vaso rápido, pidió la cuenta, salió y leyó el letrero,
ya viejo, escasamente luminoso, de “Fonda Nueva”. El chófer que había echado
gasolina en el surtidor de la puerta y que venía de dejar el coche en una calle
próxima se tropezó con él.
-
Vamos enfrente.
Comeremos mejor, le dijo.
Entraron. El ambiente, cargado de humo
del tabaco, les recordó a un casinillo de pueblo. Había dos mesas en las que
unos vecinos jugaban al dominó. Tres mirones con su copa en la mano asistían
expectantes al normal desarrollo de paradigmáticas partidas, roto ahora por la
presencia de los inesperados forasteros. Uno de los mirones, situado entre las
dos mesas, era capaz de seguir las dos partidas a la vez llevando en su cabeza
fichas y movimientos de los ocho jugadores. Mirar al dominó era casi una
profesión, superior a jugar, que requiere grandes dotes de observación,
concentración y memoria.
La conversación entre competidores
suele ser críptica para los no duchos: Me doblo, la ficha que menos pesa, el
trio en escalera, paso, doblador de primera jugador de tercera, repetitis,
repetitis,…, piensas más que un abogao,
a pitos, cierro, hay que saber buscarlas, la ficha que más pesa,…. Los dos foráneos
se sintieron atraídos por el peculiar léxico del que algo conocian y la
autenticidad de un ambiente cercano y popular. Quedaron impactados y atraídos.
Se colocaron cerca de una de las mesas y observaron los juegos sucesivos. Les
resultaba imposible no mirar, desviar la mirada para otro lado: “el Dodge Dart,
buen coche”, me
doblo, joder era cuadrar a blancas, va un tris – tras, me
voy,…, ¡cuenta! ¡Haz algo!....Si es que no puede ser, no tengo compañero, estoy
jugando contra tres. ¡Vale cinco! Les faltan dos para los sesenta. Tenías que
haber matado la salida. Eres un ponefichas. ¡Gordas, gordas…!
Terminó una partida y don Camilo
estaba rabioso por sentarse a jugar. No sabía mucho pero entre él y su chófer
se las apañaban bien de compañeros.
-
¿Les importa que
echemos una partidita? Así en diminutivo parecía que el favor-petición era de
menor grado.
Los locales remolineaban,
mentalmente y alrededor de la mesa, indecisos ante la propuesta de los
visitantes. Yo me tengo que ir, dijo uno. Es demasiado tarde, se justificó el
otro. Quedaron dos: Dionisio y Rafael. Uno del Madrid y otro del Barcelona,
pero jugando al dominó hacían equipo. Dionisio era el propietario de la fonda.
Rafael agricultor y amante de leyendas, mitos y fantasías, sobre todo locales.
-
Yo si es cortita
puedo jugar, dijo Dionisio.
-
Si les parece
bien, con que vayamos a cuarenta y salida tenemos suficiente, alegó don Camilo.
Se sentaron. Ambrosio, el chófer,
como señal de cortesía decidió ser el primero en remover las fichas. Comienza
el pressing psicológico. “A este hombre se le nota que, al menos, sabe
menearlas. Veremos si sabe ponerlas”, comentó Dionisio. Cada uno tiene que
elegir siete, comentó don Camilo irónico. Ambrosio, que ha movido, debe de ser
el último.
Comenzó
la partida.
Rafael anima la reunión con una de
sus frases preferidas. Por supuesto se trata de expresiones ya hechas, siempre
con intención. Grita y, torciendo la cabeza, dirige su voz a la cocina: ¡“Niñaaaa,
aparta ese agua que estos pollos se pelan bien!”
Don Camilo, tranquilo, preciso y
convincente no se dirige a nadie pero, con voz muy clara y alta, advierte –con
socarronería- haber detectado sólo pollos autóctonos que se convertirán en
gallinas conforme avance la partida, porque tanto Ambrosio como él tienen fama
de gallos de pelea.
Finaliza el primer juego y las
fichas no puestas suman cuarenta y cuatro, luego son cinco tantos. Ganará aquel
que antes llegue a los cuarenta y cinco. El tiempo pasa, apunta Rafael y la
columna de nosotros presenta cinco anotaciones. Ellos, don Camilo y Ambrosio
mantienen su casillero en blanco. 23 a 0. Dionisio con sus frasecitas de
cachondeo: ¡El marcador parece los pantalones de un cojo! ¡Cocinaaaa, quitad el
agua de una vez! En la sexta mano las fichas cambian y Ambrosio, con buen juego
a blancas, pega un cierre que vale diez puntos. Don Camilo burlón deja caer un:
¡Mientas más suban, más dolorosa será la caída! La siguiente ronda, la séptima,
vuelve a ser un cierre de 9 puntos para los forasteros, habiendo salido Rafael.
¡Victoria en campo extraño debiera valer el doble! deja caer Ambrosio. En dos
turnos el marcador ha pasado a 23–19. La octava es una victoria para los
visitantes, cuatro puntos más. Ambrosio, complacido, anuncia con sonrisa en la
cara: “23-23, estamos en Igualada, Barcelona.” La decena de los treinta
transcurrió con saltos muy pequeños en un escenario de gran equilibrio, a pesar
de que Dionisio tuvo el placer de ahorcarle el seis doble a don Camilo. Este,
impertérrito, con el afán de mitigar el golpe, respondió ladinamente que: “Es
mejor que te ahorquen el seis doble a que lo hagan por los cojones”. Dionisio
queriendo dejar claro que ese exabrupto no tenía nada que ver con su hazaña le
respondió con: ¿Quieres tomates?....pues ¡naranjas vendo! Dejémoslo, sentenció
el iriaflaviense.
Se llega a un 41–42 en medio de un
silencio impropio del local. Rafael sentencioso afirma que “En el dominó hay
que saber, pero la suerte influye mucho: la suerte es un misterio”. Aprovecha
don Camilo José para comentar que la vida también es un misterio en sí misma y
que está llena de leyendas y mitos, de situaciones prodigiosas. “Seguro que en
el pueblo se narran historias extraordinarias, sorprendentes, asombrosas”.
La partida llega a su final.
Dionisio y Rafael respiran hondo: por fin han ganado. Cortésmente dan la mano a
sus adversarios. Estos, agradecidos por el rato, deciden invitar a una copa, un
refresco, lo que sea. Los lugareños se ven obligados a aceptar por pura
cortesía.
-
¿Y decía usted,
don Camilo, que si en el pueblo se cuentan historias fantasiosas, extravagantes
e insólitas? interpeló Rafael.
-
España es tierra
de ficciones, de fábulas e invenciones. Por pequeño que sea el lugar tiene un
cuento que contar. Puede ser de amoríos, de amores no correspondidos,
bandoleros, de brujas o de milagros… siempre hay algo. ¿Alguna extravagancia
que narrar sobre el pueblo?
Rafael
sintió el estímulo del interés ajeno, dudó, y con su seriedad y buen tino dijo:
-
Hace años en el
pueblo hubo una bruja. Es una historia larga. Me llevará tiempo.
-
Usted dirá, dijo
don Camilo. Soy todo oídos y mi mente será una grabadora, pero antes permítame
que pida para Ambrosio y para mí algo que echarnos a la boca. Nuestros
estómagos están más vacíos que nuestras tripas después de una diarrea.
-
En la cocina
tienen migas “tostás” con sus torreznos, sardinitas de Málaga y chorizo del
pueblo. También con sus pimientos fritos, intervino Dionisio. Sobras del
mediodía, añadió. ¡Un tesoro gastronómico!, expresó para rematar.
-
Hagámosle los
honores que le corresponden a esas famosas migas mientras Rafael nos cuenta sus
historias. ¡Migas para dos lo más guarnecidas posible! solicitó don Camilo a la
cocina.
Era tarde, pero don Camilo conocía
perfectamente la psicología de los pueblos y sabía decir las cosas para salirse
con la suya. Sus viajes, cultura y manera de ser le ayudaban a mimetizarse
rápidamente con lo local, sus costumbres, sus dichos y los ambientes populares.
“Un buen plato de migas me hará dormir a pierna suelta y me preparará para el
amor, si hiciera falta, pues nunca se sabe lo que puede pasar”, sentenció. Por
cierto: ¿Tienen camas aquí, verdad? Si, respondió Dionisio. Pues que preparen
un par de habitaciones. Para mí con cama de matrimonio y un botijo. Las migas
me darán sed.
Y Rafael tomó la palabra
Rafael,
protegido con una copa de Montilla-Moriles, inició su exposición diciendo que
el relato de Bernarda, la bruja, tenía al menos cuatro generaciones pues se lo
había contado su bisabuelo, su abuelo y su padre. Con algunas variaciones, todo
había que decirlo, coincidían en lo fundamental. Creo que todos hemos añadido
alguna cosa de nuestra propia cosecha, confesó. Es lo normal remató don Camilo.
A eso se le llama fantasiosa sabiduría popular hereditaria.
Al parecer Bernarda perdió a su
madre siendo muy niña. Fue un accidente de carro, viniendo al pueblo. La
familia completa viajaba de día ante el rojizo riesgo nocturno de los lobos.
Vivian en un cortijo, en la Sierra, y cada cierto tiempo acudían a la villa
para comprar comestibles, algunas cosas de farmacia y saludar a los parientes.
Rafael, con solemnidad, indicó que
comenzaba el siglo XX, dicen que sería la primera decena, pongamos alrededor de
1905, cuando ocurrió el accidente de la madre de Bernarda. Los caminos eran
infames: estrechos, pedregosos y llenos de regueras, a veces verdaderos
barrancos. Barrancos variables que el agua caprichosa moldeaba a su antojo
ayudada por la considerable inclinación de algunas cuestas abajo. Siempre
viajaban en carro, muy despacio, soportando estoicamente los imprevistos
vaivenes laterales que les procuraban golpes, y hasta alguna magulladura,
contra los tableros laterales. Todo ocurrió en un instante: una enorme sacudida
hizo que el eje del carro se rompiera por la parte más próxima a una rueda. El
carromato se volcó lateralmente y la madre de Bernarda, sentada en una silla
dentro del carro se golpeó con una garrotera en la
sien izquierda. Por lo que dicen los médicos es una zona frágil. El hueso se
rompió y sirvió de cuchillo afilado para cortar la arteria: el
resultado es una hemorragia dentro del cráneo y fuera del cerebro. [En lenguaje
médico se produce un hematoma epidural]. A duras penas se recompusieron del
accidente y del susto, pero se quedaron tirados en mitad del camino. Andando,
Miguel, el padre, fue a pedir ayuda al pueblo y a las pocas horas se presentó
con otro carro. Se encontró a Bernarda intentando ayudar a su madre que no
paraba de vomitar en medio de un tremendo dolor de cabeza. Con el carro
prestado, sus dos mulas y la madre en muy malas condiciones llegaron al pueblo.
El médico local, sin medios, no pudo hacer nada. La mujer murió al día
siguiente dejando tres niños huérfanos y un viudo mudo, en estado de shock,
demolido por la pena. El entierro y sus escenarios previos de amortajamiento,
velatorio, responsos y gori–goris en la iglesia no ayudaron en nada. El
accidente imprevisto fue un garrotazo en toda regla, una catástrofe interior de
la que ni el marido ni la hija se recuperaron jamás. Bernarda a sus nueve años,
vestida de luto riguroso, con traje, pañuelo, velo, medias y zapatos –todo
demasiado grande, demasiado negro y todo prestado– era una almita en pena, una
niña necesitada de abrazos a la que nadie cobijó. En unas horas, con su madre
de cuerpo presente, había pasado de hijita de nueve años a ser la mujer de la
casa y madre potencial de sus dos hermanos pequeños. “Ahora tendrá que
encargarse de todo”, cuchicheaba la gente en voz baja cuando la veían pasar.
Al día siguiente del entierro
tuvieron que volver al cortijo: la gente humilde, los pobres, no podían tener
días un poco más libres ni para sentir el duelo. Además los animales
necesitaban de sus cuidados. Volvieron con Úrsula, tía de Bernarda y hermana
soltera de su padre. Su presencia duraría, al menos, una temporada, para que la
niña fuera haciéndose con la casa.
Bernarda pensó que la presencia de
su tía le vendría bien. Su padre era un hombre rudo, poco dado a demostrar
cariño y mimos por sus hijos. Estaba muy centrado en el trabajo y parecía
siempre de mal humor. Serio, responsable y trabajador, pero desconocedor por
completo de la psicología y necesidades de una niña y menos huérfana. Miguel
era de poca cultura y escasas palabras. Su paternidad se concretaba en ciertas
exhibiciones de autoridad y en el cuidado material de sus tres huérfanos. Poco
más.
Como el vacío en el cortijo era
enorme, Úrsula no tuvo ninguna dificultad en hacerse con todas las riendas del
hogar. La vida no cambió prácticamente nada ni para Miguel ni para sus dos
hijos pequeños, de cinco y siete años. Cada uno de estos tres siguió haciendo
lo mismo que hacía antes de morir Natalia. La peor parte se la llevó Bernarda
por ser mujer, hija mayor y huérfana. Una mujer en el seno de una familia
pobre, en el campo y a principios del siglo XX estaba condenada a las labores
propias de su sexo, como se ha dicho en España durante décadas. Al ser la mayor
de tres hermanos era el foco donde convergían las responsabilidades en el
entorno de ese hogar: no tenía escapatoria. Por último su orfandad la privaba
de la protección y el cariño de una madre. Las circunstancias trabajaban a
favor de su desamparo y en una semana la habían transformado en la víctima de
la situación: su vulnerabilidad era infinita.
El
padre trabajaba el huerto, araba, sembraba y se ocupaba del ganado mayor:
tenían un par de vacas, los dos mulos del carro y un burro encantador para
darle a la noria. Gallinas y conejos eran cosa de las mujeres. Miguel también
se ocupaba de pequeñas reparaciones de útiles y herramientas y como albañil, de
obras muy menores, no lo hacía mal. A veces se cansaba y se esfumaba de la casa
con la excusa del herraje de los mulos. Sus hijos y su hermana no decían nada.
En caso de necesidad sabían que lo encontrarían en la Venta del Barranco, lugar
de encuentro de cosarios, peregrinos, viajeros y comerciantes. El hombre no era
un follinga
pero tenía sus necesidades. Allí podía rozarse un poco y manosear de mala
manera a una ventera viuda que no se dejaba más. Entre copa y copa, el herraje,
alguna compra, manoseo y algún desahogo solitario pasaban los dos o tres días
que se tomaba de asueto.
Al inconsciente abandono que
Bernarda sufría por parte de su padre, se unía un despotismo de consideración
de su tía, la soltera. Para esta, la niña lo hacía todo mal. Las broncas, algún
alpargatazo y los malos modos estaban a la orden del día. Las lecciones que su
tía podía darle, eran lecciones de mala educación, de gritos sin sentido, de
mandatos ridículos, de echar cosas en cara y de obediencia ciega. Úrsula era la
encarnación de una dictadora manipuladora con dosis de maltrato.
-
Tienes que estar
agradecida de que yo esté aquí. Os estoy entregando mi vida en este maldito
campo, le repetía a Bernarda día tras día.
-
¿Pero es que no
sabes hacer nada? ¿Cómo puedes ser tan torpe y hacer las cosas tan mal?
-
Tú, a obedecer y
a callar, esa es tu obligación y sobre todo, punto en boca. ¡Chitón!
-
No creas que yo
he venido aquí para enseñarte, si tu madre no te enseñó es tu
problema..…¡tendrás que aprender sola!
Bernarda, en un ataque de rebeldía,
con tono suave pero con seguridad, le respondió a esto último: “Mi madre me
enseñó a leer y a escribir. Mis hermanos saben menos que yo, pero también leen
y escriben ya algunas cosas”.
-
¿Y eso para que
sirve en su sitio como este? Le respondió, enrabietada su tía.
Durante las cenas Úrsula, a la luz
de una vela y de una tenue lumbre, se quejaba a su hermano de lo poco que la
ayudaba Bernarda y de que no llegaría a ninguna parte una niña tan “mostrenca”,
palabra que Miguel intuía como algo malo, pero que en realidad no sabía lo que
significaba. Miguel escuchaba en silencio un día sí y otro también. Cuando la
situación se ponía demasiado agobiante para él, siempre le decía lo mismo:
-
Tú lo que
necesitas es un hombre. !Si lo sabré yo¡ ¡Estás como un anafre!
-
Aún no ha nacido
el hombre que me merezca, respondía la mujer.
-
El “Tú te lo
pierdes” de Miguel daba a entender el final de la conversación.
La realidad laboral de la casa era
bien distinta de la visión de Úrsula: Bernarda se levantaba la primera, tomaba
su tazón de leche y cuando su tía llegaba a la cocina se encontraba el fuego
bien encendido y la mesa preparada para desayunar. Mientras Úrsula hacía lo
propio, ella le preparaba un tazón de leche migada a sus hermanos. Luego los
aseaba y juntos recogían hierbas para dar de comer a gallinas y conejos,
cosechaban los huevos, limpiaban gallineros y conejeras, les ponían agua limpia
en los bebederos, etc. Los animales y su cuidado eran una referencia
fundamental para Bernarda y sus hermanos, un punto de cariño y buenas
vibraciones. Como hermana mayor, lógicamente, hacía la mayor parte del trabajo,
pero eso no importaba porque los dos pequeños aprendían. Se lo pasaban
realmente bien poniendo nombres a todos los habitantes de su pequeña granja. La
gran mastina “Dana” era una garantía contra visitas repentinas. La gata blanca
“Marta”, muy atenta a todo siempre y siempre omnipresente, completaba el
equipo. Nunca se vio un roedor, ni grande ni chico, en las inmediaciones del
cortijo. Dana y Marta siempre durmieron bajo el mismo techo y nunca tuvieron
ningún problema, rompiendo por completo aquello de que “se llevan como los
perros y los gatos”.
Los tres huérfanos ocupaban una
parte importante del tiempo en dar paseos de ensueño al aire libre. Conocían
perfectamente los alrededores y todos los caminos que se dirigían al cortijo. A
ratos perdidos, los días de frio o en las tardes de mucho calor, Bernarda en el
papel de maestra de sus hermanos, dentro de sus posibilidades, intentaba que
progresaran en lectura y escritura. Los niños se sabían de memoria algunos de
los pasajes de cuentos de Saturnino Calleja, libros
que le regalaron a su madre unos tíos ricos de Córdoba en una visita que les
hizo, tras la consulta a un viejo médico de la capital para aliviar el ánimo.
Por otra parte, el tercer foco de
atención de la mujer de nueve años eran las plantas: le gustaban todas. Eso
también lo había aprendido / heredado de su madre. Delante de la casa destacaba
una vieja parra y en varios arriates estaban plantados rosales, geranios y,
sobre todo, plantas aromáticas: romero, tomillo, hierbabuena, perejil,
manzanilla, lavándula, orégano y albahaca. En un rincón destacaba una hermosa
“Dama de noche”. En “tiestos” viejos se mantenían cintas, claveles, adelfas
varias, buganvillas y algunas otras. Con el huerto, lleno de árboles frutales,
constituían su particular paraíso vegetal. Aparte estaba todo ese campo abierto
con multitud de olivos
centenarios y encinas legendarias. En ese entorno los tres hermanos se sentían
como pájaros libres en las alturas. Cerraban los ojos e impulsados por un
viento limpio surcaban los caminos del cielo con sus mentes.
Además de hermanos, animales y
plantas, Bernarda cumplía con diligencia los mandatos de su tía: porteaba agua,
tendía la ropa, lavaba cacharros después de las comidas, recogía las habitaciones,
iba por leña, mantenía el fuego, etc…etc…Su tía era la cocinera oficial y la
que lavaba la ropa, pero en todo lo demás Bernarda –a pesar de la aridez de
aquella persona- procuraba que no estuviera sola en sus quehaceres.
Un día, tras una riña inmerecida,
Úrsula, que la consideraba su cenicienta particular, le dio más voces que un
melonero.
Bernarda, convencida de que quién bien te quiere te hará feliz, ahíta de
improperios, cruzando los dedos corazón sobre sus respectivos índices, los
apuntó hacia ella, en modo de pistolas, y le dijo: “Eres mala, malvada. Serás
una desgraciada toda tu vida”. Úrsula se puso hecha un basilisco y la acusó de
bruja y causa de todos sus males.
A partir de ahí Bernarda se dijo:
“Si para ti soy una bruja, haré cosas de bruja”, encontrando así –sin proponérselo- la forma de deshacerse de su
tía. Desde entonces se dedicó a pensar en ocurrencias propias de hechicería con
el único objetivo de que su tía volviera al pueblo. Cuando su padre mataba una
gallina, colgaba de una cuerda la cabeza del animal en la puerta del cortijo,
debajo de la parra. Explicaba que se ahuyentaban así los malos espíritus; por
las noches aullaba –a modo de pesadilla– solicitando la presencia de lobos; por
las mañanas, a veces, comentaba en el desayuno que había estado hablando con su
madre … Úrsula, que ya la miraba de reojo, empezó a tenerle miedo, a sentir
inseguridad ante su presencia. Un día se encontraron una liebre muerta en el
campo, le cortaron una pata y se la regalaron a su tía como muestra de afecto.
Le contaron que es símbolo de fortuna, prosperidad y abundancia, también de
fertilidad dada la facilidad de procreación de los conejos. La tía puso una
enorme cara de asco y lo consideró como una ofensa, una asquerosidad impropia
de un regalo que tiró a la candela delante de los niños. ¡El fuego lo purifica
todo!, les dijo recordando la fiesta de la Candelaria muy celebrada en el
pueblo en aquellos años. Cuando
todo esto ocurría, Bernarda procuraba que su padre no estuviera presente por lo
que siempre era una palabra contra otra.
El colmo fueron los tres cráneos de
oveja y la piel de culebra: los niños se presentaron un día con ellos pinchados
en unos palos a modo de mástiles. A su tía le dijeron que los habían utilizado
como vasos para beber agua en el arroyo y que los mantendrían en casa durante
un tiempo porque querían dibujarlos. “Así debe ser nuestra cabeza, más o
menos”, aseguró Bernarda. El pequeño Cándido llevaba contento en la otra mano
una camisa completa de culebra. Úrsula entró casi en estado de shock: las
calaveras de oveja, blancas y perfectas, le daban casi igual, pero el
imaginárselas como vasos le levantó el estómago. La piel de la culebra le
resultó repugnante y les rogó a los niños que lo tiraran todo lejos de aquella
casa.
-
Los dejaremos en
la parte de atrás para que no los veas. Tenemos que pintarlos.
-
¡Estáis más que
locos!, manifestó la mujer en actitud dogmática agitando su índice derecho.
Al día siguiente los niños volvieron
a la carga y persiguieron a la mujer con el cadáver de un rabilargo suspendido
de un palo por una fina cuerda. “Mira, tita, lo que hemos pescado en el campo”.
La mujer despavorida salió pegando voces en busca de su hermano que trabajaba
cerca.
-
Miguel,
Miguel….¡Socoooorroooo! Tienes unos hijos que son unos monstruos. No los
aguanto más. ¡Llévame al pueblo!….Te lo pido por las memorias de nuestra santa
madre y tu desafortunada esposa que en gloria estén. ¡¡¡¡ No aguanto más!!!
La mujer contó y recontó. Miguel no
dijo nada, como siempre escuchó hasta que la mujer, tras su prolongado
monólogo, calló. Se dirigieron al cortijo, una preparó sus cosas y el otro sus
dos mulas. Los niños escondidos en las proximidades observaron la escena. No
salieron de su escondrijo hasta que los perdieron de vista al trasponer en el
primer recodo del camino. Impulsivamente, saltaron y brincaron, rieron, se
abrazaron y terminaron dándose un aplauso.
Don Camilo y Ambrosio escuchaban sin
pestañear, pero sin dejar de comer. La velada estaba resultando deliciosa.
Rafael contaba las cosas con agilidad y realismo. Sin que te dieras cuenta, te
metía dentro de la historia. Era un narrador nato con una memoria prodigiosa y
un vocabulario sorprendente para un agricultor de un pueblo pequeño de la
Sierra. En el bar reinaba un acogedor y cómplice silencio. Hasta las cocineras,
que habían salido de su hábitat, estaban en la mesa de al lado absortas con la
narración, disueltas en el prodigioso océano de las palabras. Sus manos
apoyadas sobre los delantales, a la altura del vientre, delataban tranquilidad,
paciencia y una actitud activa de escucha placentera.
-
Siga usted, por
favor, le dijo la más joven.
-
Sí. Vale, pero
antes, una nueva copita, que el tanto hablar a solas me reseca la garganta y me
embota la mente.
Rellenaron las copas; otros pidieron
agua y Rafael, una vez remojadas sus trabajadas cuerdas vocales y estimulado su
cerebro, continuó diciendo:
Úrsula se va
El
camino hacia el pueblo, de casi dos horas, fue hijo de la procesión del
silencio. Únicamente el ruido de las pisadas de los mulos y algún bufido de
bestias y amo, para manifestar su desacuerdo con el estado de la vereda, fue lo
único que se oyó. A lo largo del camino, Miguel se mantuvo más serio que la
bragueta de un sardinero. La
gente del pueblo, siempre pendiente de cualquier movimiento por pequeño que
fuera, al verla entrar con el ceño fruncido y algunos bultos a modo de
equipaje, sospechó que volvía para quedarse.
-
Una vecina se
atrevió a preguntar: ¿Qué, Úrsula, ya de vuelta? ¿Algún problema?
-
Métete en tus
asuntos ... ¡Conocerás tú el percal!
Miguel la ayudó a bajar mientras
ella con cara de ofendida miraba hacia el otro lado. Úrsula sacó del refajo la
enorme llave de su casa, abrió bien el postigo y, a duras penas, después la
puerta. El olor a cerrado y a oscuridad le inundó la nariz. Peor fue la
sacudida de soledad que le invadió el alma. Pero no había marcha atrás.
Sentirse humillada por unos niños seducidos por el demonio, aprendices de
hechiceros y poseídos por el mal era mucho más de lo que ella podía soportar.
En su casa, aunque sola, estaría bien. En esos pensamientos entró Miguel con
unos bultos.
-
Un lacónico adiós
fue la única señal de despedida de su hermano.
En el pueblo Úrsula no perdió el
tiempo. Tuvo que dar explicaciones de su vuelta después de siete años. Empezó
por divulgar entre vecinas y conocidos –no tenía amigas- que los niños eran ya
mayores, que les había enseñado a defenderse y que Bernarda podría llevar la
casa con la importante ayuda, ahora sí, de sus hermanos pequeños. Que ella
tenía que rehacer su vida y mirar por ella.
-
¡Cada uno en su
casa y Dios en la de todos! ¡Es lo mejor!, terminaba diciendo resignada.
Pronto empezó a hablar mal de su
hermano Miguel: que si la tenía como una esclava, que la miraba con ojos
lujuriosos, que si le hizo pasar hambre…..después le tocó el turno a su sobrina
Bernarda: ¡Esa niña no es hija de mi hermano, es hija de Satanás! ¡Tiene un
pacto con el diablo! ¡Sólo piensa en hacer daño, en destruirme! ¡Colecciona
cadáveres de animales y utiliza calaveras de oveja para beber el agua! ¡Habla
con lobos por la noche y también con su madre! ¡A veces bebe sangre y juega con
cabezas de pollos y gallinas!....Lo siento por mis dos pobres sobrinos. Lo que
es ella, tiene menos vergüenza que una cabra debajo del rabo.
La mala fama de Bernarda se extendió
por el pueblo como una mancha de aceite congelado. Al principio despacio. La
gente incrédula, pasaba. Con el paso del tiempo y ante las embestidas de una
Úrsula insistente y dispuesta a aparecer como la gran víctima de la situación,
la fama de bruja de su sobrina fue calando y hasta el cura del pueblo intervino
en los sermones previniendo al personal de que Lucifer había tomado forma de
mujer joven y habitaba en la Sierra.
La vida continuó. Pasaron años
machacando y exagerando la imagen de pitonisa diabólica de Bernarda hasta que
un día de febrero la rutina estallaría en mil pedazos. El pueblo convulsionó.
Úrsula se levantó como todos los días. Había helado. Hacía un frio atroz. Se
arregló un poco, desayunó, se puso la toquilla por los hombros y salió al patio
para echar de comer a sus dos cerdos las sobras de la cena de la noche
anterior. Gruñidos de aprobación de los animales. Suciedad por el suelo dentro
de la zahúrda. Como todos los días Úrsula se aferró a la escoba y la pala, útiles
de limpieza y también, a veces, de defensa. Entró. Cerró la puerta. En su
primer intento de recoger la mierda se resbaló en un charco de agua congelada.
Cayó, con tan mala fortuna que se terminó dando un traicionero golpe en la
cabeza. Perdió el conocimiento. Estaba a merced de unos cerdos que la miraban
escépticos. Por un momento, siguieron comiendo sobras. Luego continuaron con
ella.
El grito de Vicenta, vecina de
fatigas y comentarios, con su jarra de leche, pudo oírse en el cuerno de
África. Los cerdos se asustaron. Les tiró primero la leche y luego la jarra.
Demasiado tarde. Se armó de valor, abrió la puerta y aprovechando el
desconcierto de los gorrinos sacó, arrastrando, lo que quedaba de aquella
desgraciada. Cerró la puerta y al comprobar que faltaba bastante Úrsula, se
desmayó al lado de unos despojos manchados de caca y orines de los glotones
asesinos, suciedad que le sirvió de mortaja para la eternidad. Los vecinos
corrieron para avisar al médico y al cura. El galeno solo pudo certificar la defunción.
El cura rezó una improvisada oración y dio la bendición a una masa de carne con
trapos, todo mordisqueado.
Sin Úrsula
La
noticia de la muerte de Úrsula corrió como los pollos de perdiz. A su hermano
Miguel fueron a buscarlo los municipales por orden del alcalde. Aparte de
papeles que arreglar en el juzgado, las costumbres mandaban y el entierro lo
debe presidir alguien de la familia. Miguel se vino con sus tres hijos y otra
vez de luto riguroso. Bernarda tenía ya 23, Francisco 21 y 19 Cándido. Habían
ido muy poco por el pueblo. No conocían a nadie. Tampoco eran conscientes del
revuelo que la llegada de Bernarda ocasionaría. Era un tumulto sordo, una
perturbación amortiguada, una revolución silente de comentarios bisbiseados.
Para un pueblo de 3.000 habitantes era demasiado, un acontecimiento histórico.
Los infinitos comentarios acerca de la muerte de Úrsula se sobrealimentaron con
la llegada de la bruja Bernarda.
Ya en el velatorio, las siempre
presentes chismosas con carita de cordero y afiladas palabras toquetearon al
pobre Miguel que se estaba quedando dormido:
-
¿Qué vais a hacer
con los guarros?
-
¿Es cierto que tu
hija le había echado el mal de ojo?
-
¿La enterrareis
por la Iglesia?
-
¿Y la casa? ¿Qué
vais a hacer con la casa?
Miguel acertó: no quiso responder
nada. En su interior pensaba que mañana, con la luz del amanecer, vería la
situación más clara. Además tendría que hablar con sus hijos. Todo había
ocurrido demasiado deprisa. Estas
trágicas circunstancias, ocurridas tan rápidamente, necesitaban su tiempo para
asumirlas. Además él, de natural tranquilo, llevaba mal que lo atosigaran y más
si le hacían preguntas inoportunas efectuadas por vecinas malintencionadas.
A la mañana siguiente, tras una
noche de velatorio con tres rosarios, algunas oraciones, escasas lágrimas y
chistes varios amaneció lloviendo. Dos rezadoras se habían pasado la noche
compitiendo con sus jaculatorias: “Señor, tened piedad de ella”; “Santa María,
rogad por ella”; “Señor mío y Dios mío, perdonad sus pecados”. Fueron pocos los
que velaron el cadáver de Úrsula. Los familiares, por pura obligación. Unas
vecinas trajeron leche, café y unos bizcochos caseros. Sobre todo son para los
familiares, dijeron cuando varios adultos se abalanzaron sobre la bandeja.
A eso de las diez, el entierro era a
las doce, llegó la sacristana preguntando por Bernarda. Venía de parte del
cura. En una cocinilla, al fondo, en el patio, a solas, le comentó que la
Iglesia no quería problemas, que su presencia en el funeral podría ser motivo
de escándalo, que alguien podría meterse con ella o culpabilizarla en público
de la mala muerte que había tenido su tía,…que ya hablaría el cura con ella,
pero que hoy era mejor que se quedara en la casa y que no apareciera por los
lugares sagrados: parroquia y cementerio. Era un aviso bienintencionado y,
sobre todo, por su bien, le comentó.
-
Ese cura es un
esquilahuevos.
Yo a mi tía no le he hecho nada, alguna broma en el campo y poco más, se
defendió Bernarda. Además, de eso hace ya muchos años. Es cierto que no nos llevábamos
bien pero su muerte ha sido una terrible desgracia que a todos nos ha pillado
por sorpresa.
-
Ya, ya,….pero en
el pueblo la gente habla mucho de tus –más que seguras- relaciones con los
mundos mágicos de hechiceros y brujas, tu afición por animales muertos, tus
contactos con ultratumba….Lo mejor será que te quedes en casa. Diría muy poco
de ti que pusieras al señor Cura en la tesitura de expulsarte de la iglesia.
Debes comprenderlo, un párroco se debe a su pueblo. Tiene que defenderlo. La
gente de aquí considera que te comunicas con el otro mundo, con los espíritus.
Y eso la Iglesia no lo ve bien.
-
Pero, ¿la Iglesia
no se dedica al espíritu?
-
Se dedica a
<<sus espíritus>>, que no son los tuyos. Espíritus los hay de
muchos tipos. Ya lo comprenderás con el paso del tiempo conforme te maduren los
años.
-
¿Y mis hermanos?
¿Podrán asistir ellos? Son unos niños.
-
Por tus hermanos
y tu padre no te preocupes. El cura no ha dicho nada. No hay problema. Por
cierto, dile a tu padre que lleve algún dinero… los entierros tienen unos
costes que siempre paga la familia. Te lo recuerdo por si lo desconocéis, ya
sabes, no quiero que quedéis mal por cuatro perras.
En sus adentros Bernarda sintió una
rabia turbadora, una impotencia infinita, pero no se dejó llevar. Volvió a repetirse
para sí: “Si me tratan como a una bruja, seré una bruja para ellos”. Se le
ocurrió decirle a la sacristana que le comunicara al Cura que estaba hasta el
moño de él, pero prefirió callarse.
Todas las ceremonias fueron bien y a
Úrsula la enterraron dos metros bajo tierra. Una cruz de madera, pinchada unos
centímetros, y unos tiestos-maceta de geranios ubicados encima, sobre la tierra
blanda, fueron los distintivos que su hermano dispuso. Uno de los vecinos que
tenía buena letra, con un ladrillo rojo pintó sobre la cruz: Úrsula, 3 de
febrero de 1919.
Bernarda estuvo sola la mayor parte
de la jornada así que tuvo tiempo de pensar lo que haría. Hablaría con su padre
y sus hermanos. Su propuesta era clara: se quedaría en el pueblo. El padre
podría ir y venir al cortijo según su antojo, cuidar de su ganado, sembrar,
quedarse allí o pasar temporadas, pero ella había decidido permanecer en el
pueblo cuidando a sus hermanos y ejerciendo de bruja. Lo tenía muy claro: “Si
quieren que sea bruja, lo seré, pero será a su costa. No les va a salir
gratis”.
Recién llegados del cementerio
Bernarda les comunicó su determinación. Los hermanos la adoraban. No hubo
ningún problema. El padre la aceptó sin más: seguiría con el campo, animales,
cosechas … iría, vendría o permanecería según necesidades. Podría continuar con
su vida en la medida de sus deseos. Bernarda le prometió que, llegado el caso,
también cuidaría de él. Para ti soy tu hija mayor. Siempre me has respetado. Yo
siempre te respetaré y llegado el momento me ocuparé de ti.
Tras el entierro
Al
día siguiente del entierro de Úrsula, temprano, por la puerta de atrás, hija y
padre, Bernarda y Miguel, provistos de dos grandes garrotes, sacaron los
cochinos. Lo hicieron en silencio y sin ruido, como haciendo algo malo. Nadie
los vio. En bandolera, Miguel llevaba la escopeta de sus horas de caza. En los
bolsillos de su vieja chaqueta estaban los cartuchos. Siguieron el camino hacia
el Santo, vieja ruta mozárabe. Los cuatro iban juntos como si tal cosa, con el paso
tranquilo y la mente absorta en sus propios pensamientos. Los cochinos miraban
al suelo, ellos el horizonte. Después de una hora de camino y varios desvíos
llegaron a un barranco. Los cerdos, ayudados por las trancas, no tuvieron más
remedio que acomodarse en él. Miguel cargó su escopeta y apuntó a la cabeza del
primer animal: descerrajó dos tiros. Al cerdo se le doblaron las cuatro patas a
la vez. Volvió a cargar y esta vez los dos disparos fueron directos al cuello.
Hizo lo mismo con el segundo cerdo. Ante la posible duda gastó dos cartuchos
más en cada uno. Los cerdos, pensados para la matanza, habían tenido un final
impensable, impropio de los cerdos. Yacían juntos. Se los comería la madre
Tierra. Terminada la operación entre el padre y la hija acarrearon un buen
montón de aulagas, “matajierve”, ramas viejas de encina, pasto, jara pringosa y
algunos troncos secos de sucesivas podas. Rociaron todo aquello con aceite de
oliva y le pegaron fuego. Durante un par de horas no dejaron de traer todo lo
que pudiera arder consiguiendo una pira descomunal. Querían borrar aquellos
cerdos del mapa, evaporarlos. Unas lanchas de granito, paladas de tierra y más
ramas maltaparon los restos de los cerdos que siguieron con su proceso de
incineración. El barranco se había transformado en un primitivo horno
crematorio. Al medio día ya estaban de regreso en el pueblo. Se sentían
satisfechos y estaban seguros de que lo que habían hecho era lo correcto y lo
mejor. Ante una cruz de término, desnuda, en la entrada del pueblo, junto a la ermita
de San Sebastián, juraron que nunca jamás volverían a criar cerdos.
El segundo objetivo fue la vivienda.
Era una casa típica del pueblo con su dintel grabado y jambas, con pequeñas
ventanas, con su largo pasillo central de piedras y estancias con bóvedas de
arista. La cocina ocupaba el centro de la casa. Al final tenía patio, corral y
huerto. Para empezar registraron todos los armarios y lugares posibles que
contuvieran ropa. Prácticamente toda la de Úrsula fue al estercolero donde las
llamas dieron buena cuenta de ella. Respetaron algunas piezas a estrenar porque
les resultaba demasiado tirar. Ganas no les faltaban, pero la razón se impuso a
los impulsos. Supusieron que pertenecerían al ajuar de Úrsula: seguramente hubo
un tiempo en que pensó casarse. ¿Quién pudo ocupar el corazón y la mente de
Úrsula?: misterio. También aprovecharon la ropa de las camas si estaba, a su
juicio, en buenas condiciones. Zapatos, zapatillas, botas, babuchas,
alpargatas, chancletas, etc … todo acabó en la hoguera. Nadie debía de usar los
zapatos de Úrsula.
Encargaron cal, mucha cal. Durante
tres días estuvieron blanqueando, recogiendo gotas, moviendo muebles, … dieron
un tremendo meneo a las habitaciones, a la cocina, a la fachada y al patio,
incluidas una cuadra y la trágica zahúrda. Con la cámara no se atrevieron del
todo, pero tiraron y quemaron montones de trastos viejos. La organizaron.
Recolocaron cántaros, lebrillos, celemines, aperos y cajas con botes de
conservas. Los cristales de las ventanas pasaron de translúcidos a
transparentes, dejando ver las cortinillas de encaje del interior que colgaban
de una barra de madera. Limpiaron y fregaron hasta que cayeron rendidos. Con
agua, jabón y cal querían borrar toda la historia de la casa. Era el comienzo
de una nueva etapa. La dejaron más limpia que un jaspe. Habría
un modelo de casa antes y otro después de la decisión de Bernarda: quedarse a
vivir en casa de sus padres.
Sobre lo limpio, por todos los
rincones de la casa, usaron Zotal y en
especial en patio, corral, zahúrda y cámara, producto que no le había pasado
desapercibido a Bernarda por sus múltiples aplicaciones. Este poderoso
insecticida
y desinfectante era muy famoso en aquella época. Por sus manos pasó una lata
que Bernarda leyó con curiosidad y que acabó copiando en un papel: “Zotal no es corrosivo, ni cáustico, ni
venenoso. No mancha, ni oxida, ni es inflamable. En la vid se puede utilizar para curar la Filoxera, Oidium, Mildew
y demás enfermedades de las viñas; se riegan o pulverizan las cepas durante la
primavera con solución de Zotal del 3 al 5 % según el desarrollo de los
insectos. En árboles frutales y plantas Zotal destruye la Serpeta, Poll Roig,
orugas, hormigas, pulgones, negrilla, Gomilla y demás enfermedades del naranjo,
olivo, limonero, ciruelo, almendro, albaricoquero, higuera, melones, habas,
patatas, arroz y otras plantas y árboles frutales”. Otra especialidad de la
casa era el Jabón Zotal, ideal de los jabones desinfectantes y medicinales. Un
artículo aparecido en el ABC de ese mismo año [1919] comentaba que por sus
condiciones antisépticas era “indispensable para los que padecen
de herpes, caspa, granos, escoriaciones, sarpullidos, sabañones, grietas,
manchas de la piel y otras enfermedades cutáneas, por rebeldes que sean”.
Ni el Zotal ni su jabón derivado faltarían en esa casa a partir de este
momento, para eso estaban los cosarios y los arrieros. De todas formas Bernarda
lo pensaba como una medicina a recomendar a sus convecinos y por supuesto les
cobraría por ella y por los consejos.
Miguel vuelve
a la Sierra
Hecha
la limpieza y ordenados los enseres en toda la casa fijaron el día de vuelta al
cortijo, pero antes, para robustecer la despensa del padre en aquel campo único,
adquirieron algunas provisiones no caducas. A partir de esas fechas el hombre
viviría sólo. Una soledad voluntaria que interrumpiría cuando le viniera en
gana, pero soledad al fin y al cabo. Debía de tener consigo una buena despensa.
Una vez en la finca, los hijos
empaquetaron toda la ropa que tenían. Del padre, solo la mitad. Lo mismo
hicieron con la mitad de los animales domésticos. Para su traslado al pueblo
utilizaron unas rudimentarias jaulas confeccionadas con cañas y juncos:
gallinas y conejos saldrían de aquel lugar por primera vez en su vida. La gata
Marta también. Algunos tiestos de macetas se vieron en el carro para completar
el exiguo jardín que tenía Úrsula. No olvidaron sus libros guardados
cuidadosamente entre sábanas limpias con olor a plancha. Dana, noble y leal, se
quedaría en el campo. La cola oscilante de un perro cariñoso con mirada
profunda sería la última imagen de aquel entrañable lugar, casi sobrenatural,
paradisiaco para ellos. Los hijos se alejaron. El silencio abrazó a Miguel ante
la atenta observación de la perra que parecía peguntar qué estaba pasando.
Dicen que nadie puede poner puertas al campo pero Miguel, a pesar de estar en
campo abierto, sintió que varias puertas se cerraban a la vez, de golpe. Era el
punto y final de una etapa. Solo las puertas invisibles del recuerdo le podrían
conectar con un pasado que empezaría a añorar en el mismo momento que sus hijos
se fusionaron con las encinas del fondo del camino y desaparecieron.
Bernarda en el pueblo
Desde
el principio Bernarda adoptó actitudes, formas y hechos asociados a la imagen
que ella tenía de bruja. De sobra sabía que no lo era, pero estaba decidida a
interpretar ese papel. En casa, fue madre y hermana mayor de sus hermanos, pero
para la gente de la calle tenía muy claro que sería una bruja total. En su
interior se convenció de que al pisar el umbral de su puerta, al salir, dejaría
allí la vergüenza, sentimiento que recogería al volver. En consecuencia tuvo
que mantener y aumentar el nivel de excentricidades propias de una hechicera y
algunas cosas más. El sórdido trabajo realizado por Úrsula se olvidaría si ella
no lo seguía alimentando. Si la gente quería carnaza, la tendría. Además ser
bruja para ella sería una forma de vivir, un auténtico negocio, un rol adosado
a su personalidad.
Se vistió, para siempre, de luto
riguroso, incluido un gran pañuelo que le cubría la cabeza. El pañuelo era
amplio y, echado hacia delante, le tapaba la cara en muchas ocasiones, casi una
cobijada.
El cambio de estaciones no afectaba a su forma de vestir, aunque sí a la
espesura de los tejidos. Al principio la gente pensó que era el luto por la
muerte de Úrsula pero Bernarda supo desde el principio que sería su uniforme.
Habló con sus hermanos y les pidió ayuda: ellos deberían de hacer su vida
normal pero con habilidad dejarían traslucir hechizos, recetas medicinales como
si fueran pócimas, comportamientos extraños, sueños, rezos extravagantes
etc…tendrían que afanarse para conseguir que, socialmente, su hermana mayor
fuera considerada como una pérfida bruja. Y así lo hicieron. Sin su valiosa
colaboración y complicidad, la bruja Bernarda hubiera sido de tercera división.
Cándido de 19 y Francisco de 21
encontraron trabajo fácilmente tirando de parientes de sus padres: el primero
en la fonda/tienda/bar y el segundo como mozo ayudante en las tareas del campo.
Al menos la comida estaba asegurada y siempre caía alguna cosa extra propia de
sus trabajos: A Cándido un dinerillo en forma de propinas y a Francisco
productos derivados de las huertas y del cuidado de los animales. Los dos eran
personas serias.
La fonda/tienda/bar de Cándido era
una plataforma excepcional para difundir la imagen de hechicera de su hermana.
En la fonda se hospedaban dos guardias civiles jóvenes cuyo alojamiento pagaba
el Ayuntamiento y raro era el día que no llegaba hasta allí algún viajero. Su
amistad con los guardias era una garantía para Bernarda: sabía que si alguien
se pasaba con ella los tendría de su parte y si Bernarda se metía en algún lío,
era fundamental conocer su opinión. Los viajeros solían ir de paso, pero más de
uno visitó a Bernarda acuciado por el futuro y la inseguridad de sus negocios o
por raros problemas de salud. Además pagaban bien y en metálico. La tienda era
un ir y venir constante de personas del pueblo y el bar tenía su clientela,
poca, pero fija. El poder de influencia de Francisco era más limitado pero
ninguno de los dos ocultaba a nadie las múltiples rarezas de su hermana,
extravagancias que Bernarda les comentaba en las cenas al calor de la lumbre y
a la luz de una vela. Al menos en la casa se quitaba el pañuelo, pero su cara
vista por medio de una llama que nunca estaba quieta, proyectaba unas sombras
que transformaban el rostro en el de una persona desconocida, extraña.
Bernarda les decía a sus hermanos:
-
Debo de tener
fama de curandera; de pitonisa que adivina el futuro observando una vela o
tirando unas cartas; mis habilidades pasan por hablar con los muertos y
rescatar los secretos que se llevaron a la tumba; debéis decirle a la gente que
en casa tengo, aparte de dos perros y tres gatos, flores y hojas de adelfas
disecadas que como sabéis son tóxicas y afectan al corazón, a las tripas y a
los nervios de humanos; también guardo plantas medicinales que obtengo del
campo y puedo sanar mentes de personas perdidas. Hablo con las ánimas benditas
en mitad de la noche, porque “A las ánimas benditas no se les cierra la puerta,
se les dice que pasen y entran contentas”. Puedo encontrar agua en la mitad de
un campo, interpreto las nubes, las noches de tormenta y detecto el espectro de
fantasmas vivientes. Cuido de una pareja de rabilargos en una jaula a la que
dejo sus dos puertas abiertas, hablo con cuervos y estorninos e interpreto sus
gestos: los pájaros siempre dicen la verdad. Y por supuesto que también leo las
manos.
-
Pero todo eso es
puro cuento, una exageración. Eso no es verdad, tú no eres así, respondió
Cándido.
-
La tía Úrsula
plantó la semilla en ese territorio, si hubieran sido buenos vecinos, personas
honradas, esas ideas serían pensamientos muertos, no existirían; pero nadie me
preguntó, nadie vino a hablar conmigo. Se lo creyeron todo sin más. Esa es su
culpa y su responsabilidad. Ahora pagarán por ello y van a pagar con
dependencia, miedo y dinero. Si me consideran un ser superior a ellos, seré
superior, una guía de lo oculto, de lo que no comprenden, de lo que les da
miedo….aunque en la realidad no lo sea. Será nuestro secreto. ¡Juguemos!
-
¿No te volverás
loca? le preguntó Francisco.
-
Estoy más cuerda
que nunca. Cuidaré de vosotros hasta que voluntariamente decidáis abandonar
esta casa. No os faltará de nada. Os ayudaré en todo a cambio de que aumentéis
y divulguéis mi falsa brujería mágica y misteriosa. A partir de mañana he
pensado en un nuevo negocio. Os cuento: Venderé Agua de Rosas Verdes. Solo es
agua del Pozo de los Tres Palos mezclada con hierbabuena, pétalos de rosas y un
chorreón de miel aromatizada con matalauva. En el pueblo existe la leyenda de
que esa agua es la más pura y cristalina de estos lares y que además, por el
terreno en el que está, es buena para la salud, sobre todo para las
articulaciones, el corazón y el reuma. Solo tengo que recordarle a la gente su
existencia y lo buena que es. Vosotros tendréis que ocuparos de traerme el
agua. Con dos o tres cántaros a la semana me apaño. Del resto me encargo yo.
-
Hablas más que
una urraca borracha le respondió Francisco. No creo que tengas que hablar
tanto. Recuerda aquel proverbio que decía “Soy dueño de mis silencios y esclavo
de mis palabras”.
-
Cierto, pero las
bujas somos habladoras. La palabra es el mejor instrumento de una bruja que se
precie. Y si hablas de temas tabú o de misterios, muchísimo mejor. La gente se
tiene que creer que los árboles hablan, que la hemorragia mensual de la mujer
explica ciertos estados de ánimo y que los muertos conversan entre ellos. Las
palabras envuelven los pensamientos de aquellos que te escuchan, se desconectan
de los propios, y quedan prisioneros de los tuyos. La palabra ayuda a que los
ignorantes se crean listos e inteligentes. Cuidaos de los halagos porque llevan
esencia de dominio al explotar vuestra vanidad. Hay que saber hablar para
conquistar la voluntad de los necios, de los ricos, de los poderosos y de los
vanidosos. Hay que decirles lo que quieren oír para tenerlos a tu merced.
Palabrería y brujería son grandes aliadas y prácticamente pertenecen a la misma
familia. Ojo que las palabras también sirven para lo más hermoso y para lo más
bueno. La mayor parte de todo lo que nos rodea, sean palabras, objetos,
actitudes o sentimientos tienen al menos una dualidad, así con un cuchillo
puedes cortar jamón y también puedes matar. Vosotros quedaros siempre con la
parte buena. Seréis mucho más felices.
Para aumentar su imagen de
hechicera, Bernarda amarró sendas escobas en las ventanas de la casa con el fin
de recordar su magia de volar aunque jamás nadie la vio hacerlo y comenzó a
visitar el cementerio con cierta frecuencia. No iba todos los días. Iba al
amanecer. No hacía nada especial. Sólo daba un paseo por allí, se quedaba un
buen rato, releía algunas lápidas y a veces se santiguaba o ponía los brazos en
cruz, sobre todo si había alguien mirándola. El día de los difuntos llegaba muy
temprano y pasaba allí esa jornada y la noche siguiente, con un ayuno de
veinticuatro horas. Si alguien le preguntaba ponía los ojos en blanco y decía
palabras ininteligibles, como si fuera un trance, provocando, normalmente, la
huida de la atrevida preguntona. Con el tiempo cambió de táctica y respondía lo
primero que se le venía a la cabeza previo pago de unas pocas monedas, según la
voluntad. Con cierta malicia introducía en sus respuestas palabras de la zona
con connotaciones sexuales como chamariz, polla, puta, zumbel o regar
el perejil.
Cuando alguien moría asistía a los
velatorios, daba el pésame a los familiares y les preguntaba si querían conocer
algún secreto del muerto, previo diálogo con ellos sobre sus intenciones y
deseos. Tenía que situarse. Necesitaba datos. De todas formas les explicaba que
los muertos, no están muertos del todo porque aún se comunican. Emiten
vibraciones que ella podía captar e interpretar. Es por eso que conviene
esperar las veinticuatro horas antes de enterrarlos, para que tengan tiempo de
morirse un poco más y de transmitir sus ultimísimos sueños, secretos y
emociones. También se les puede preguntar, aunque no siempre responden. Ella
estaba allí para escucharlos e interpretar las vibraciones que seguían
emitiendo.
Otra de sus preferencias públicas
era acudir temprano a las casas que tenían matanzas. Solicitaba los dos ojos,
un diente, el rabo y un poco de sangre del cerdo. Si no lo hacían prometía en
tono solemne que los espíritus diabólicos caerían sobre aquella familia a lo
largo de ese año y desde luego a la matanza la cagaría la mosca. Con esas
peticiones especiales cumplidas, la familia podría estar tranquila. Si ocurría
algo malo se justificaba diciendo que de no haberle entregado aquellas partes,
lo malo hubiera sido muchísimo peor. Sobre todo, con este tipo de astucias
generaba autoridad hacia su persona y conseguía perturbar la tranquilidad de la
gente. A veces, los más crédulos le regalaban alguna morcilla o un trozo de
tocino, viandas que ella siempre aceptaba con el máximo gusto, pero más que
nada por satisfacción del donante. Ese era el pago por controlar o convencer a
los malos espíritus para que no actuaran en aquel domicilio.
Como buena hechicera preparaba un
mejunje de tila con romero, polvo de bellota seca machacada, clavo y un par de
hojas de amapola flotando por encima. En primavera recogía todas las amapolas
posibles y las almacenaba en casa, en su bodega. Prefería las amapolas nacidas
en las cercas próximas al cementerio porque transmitían la tranquilidad de los
muertos. También aseguraba que era la mejor defensa para sobrellevar las
molestias de la mujer en los días de menstruación, pero el brebaje tenían que
apurarlo en su presencia.
Había madrugadas que no podía
dormir. Se despertaba y le resultaba imposible atrapar el sueño. Entonces sin
hacer ruido se vestía, cogía uno de sus faroles, todos hechos con cáscara de
sandía o de calabaza vaciadas de pulpa, y recorría el pueblo arrastrando una
cadena. En su pecho colgaba una cruz de mediano tamaño hecha de varetas de
olivo sujetas por un cordel de cáñamo. Todas sus ocurrencias las llevaba a la
práctica con la intención de consolidar y aumentar su relación con el
esoterismo. Como buena observadora que era, sabiendo que no le quitaban el ojo
de encima, y para generar supersticiones y miedos, se detenía en las puertas
cuyos dinteles estaban fechados o esculpidos con símbolos religiosos,
especialmente marianos. 1772, 1783, 1784 y 1785, eran las fechas en las que el
pueblo había sido visitado por los buenos espíritus, según decía ella. De forma
especial se inmovilizaba, a modo de éxtasis, en la casa de la calle Cumbre
número 21 dónde la fecha esculpida, 2771, llevaba a pensar en un error del
picapedrero, fuera analfabeto o letrado. En el pueblo circulaban las dos
versiones sobre acierto o desliz, pero Bernarda lo tenía claro: no se trataba
de ningún error. En uno de sus trances puso un espejo grande enfrente de la
cifra. Los números se dieron la vuelta y claramente se pudo entrever 1772.
Intuitivamente restó ambas cantidades: 2771 – 1772. Fue la primera persona del
pueblo que lo hizo y se encontró con 999. Lo interpretó, y así lo vendió, como
una señal inequívoca que confirmaba su autoridad de bruja y la capacidad de
comunicarse con el más allá. Había descifrado un mensaje de siglos gracias a la
revelación de una legión de espíritus al mando de su ángel de la guarda al que
dibujaba con un cuervo en el hombro.
El cambio definitivo
Impulsada
por los tres nueves repetidos y segura de que significaba una transformación
personal radical, Bernarda la asumió y los interpretó como un traslado. Hacía
tiempo que lo llevaba pensando. No quería –de ninguna manera- que su fama de
misteriosa, ni lo enigmático y estrafalario de sus actos, perjudicara a sus
hermanos. Admitida en el pueblo su condición de traductora de lo impenetrable y
de sus relaciones con el más allá, con la certeza de que la gente la tenía
considerada como alguien muy extraña que incluso les daba miedo a los niños,
fue en busca de su padre y entre los dos construyeron un chozo en el paraje denominado
el Pozo de los Tres Palos. Un chozo de paja y de tamujos con
armazón de palos de encina: todo muy bien sujeto con tomizas, cuerdas artesanales
de esparto. Si las cosas no fueran bien podría reubicarse en otro lugar, igual
que hacían los pastores con sus rebaños ante los cambios de estación. Bernarda
sabía que los chozos no eran para siempre pues
el revestimiento acabaría pudriéndose por la acción del agua y los cambios de
temperatura de la zona, pero le pareció el modelo de vivienda más adecuado para
una bruja de aldea. Viviría sola. Estaría fuera del pueblo, pero no
excesivamente lejos. Allí recibiría visitas, leería las manos, echaría las
cartas, vendería plantas silvestres medicinales, usaría la vela a modo de bola
de cristal, daría consejos y pondría en valor sus magníficas dotes naturales de
psicóloga. No cobraría nada pero aceptaría con agrado lo que la gente quisiera
darle: dinero, fruta, berzas del tiempo o un pedazo de cerdo. Para combatir la
soledad, el padre le regaló un par de perdigones con sus jaulas y ella se llevó
solo a su gata Marta y a la pareja de rabilargos. Sus hermanos le dieron tres
gallinas, un gallo y una coneja ya preñada. Los animales dan que hacer pero
alegran la vida y ayudan a subsistir. Sus preferidas fueron siempre las tres
gallinas por aquello de su relación con la hechicería y el tarot, sus huevos, su
carne y su capacidad para sacar pollitos. Es por esto que le pidió a su padre
que hiciera una rosquera para
usarlo de gallinero, con puerta de madera y algo de paja salpicada que serviría
de suelo. Durante el día dejaba
las gallinas sueltas pero al caer la noche las encerraba ante el temor dudoso
de la visita de alguna alimaña, zorros y jinetas principalmente.
El vivir en el chozo le permitía
innovar algunas técnicas adivinatorias. Se inventó hacer un círculo con cartas
en el suelo y una pequeña hoguera con incienso en el centro. Soltaba una
gallina con los ojos tapados por una venda roja que luego sustituyó por una cómoda
capucha copiada de un halcón. Con las cartas que pisaba la gallina interpretaba
el futuro de la persona que –previamente- le había donado unas pocas monedas o
algunos comestibles. Por tradición utilizaba las cartas de la baraja española.
Era de la opinión de que la suerte, mala o buena, emanaba del entorno de las
personas y de sus propias decisiones. Elaboró su propia escala: oros, dinero;
copas, amor, suerte; espadas, dolor y sufrimiento y bastos, enfermedades, fueran
leves a graves.
El as era siempre lo peor o lo
mejor. Dependía del palo. La serie de números 2, 3, 4, 5, 6, 7 representaban
una gama de valores, de menos a más, así el dos de espadas era un dolor suave y
el siete de copas una suerte o un amor colosal. Para la sota reservaba la
aparición de un servidor, un ayudante, un criado. El caballo lo identificaba
con viajes y la figura del rey era el poder, la autoridad, lo correcto, lo
lógico.
Esa capacidad natural con la que la
naturaleza la había dotado le permitía conectar mensajes y significados,
siempre en líneas muy generales y teniendo en cuenta las respuestas de los
clientes, piezas fundamentales de las interpretaciones. Siempre lo más
importante de todo era la información que sutilmente podía sacarle a la
clientela, para ello le preguntaba por su forma de vestir, amistades, comidas,
compras, vecinos, animales de su entorno, etc… con esa información se
aproximaba algo a lo que la persona quería escuchar.
Desde la zona del Pozo de los Tres
Palos, mirando al sur, Bernarda podía observar un panorama excepcional, una
singular cadena de sierras y elevaciones manchadas de tonos verdes y ocres: el
cerro de La Chimorra a la izquierda, el más alto del lugar; la uve
característica del Puerto Calatraveño; a la derecha el Cerro Sordo, grande y
con un perfil redondeado. Al fondo, entre dos cerros mayores, el de la derecha con
los vestigios de históricas minas, se ve uno menor muy pulido. En ese cerro se
situó el castillo árabe del Cuzna, hecho
de adobe, similar al que aún hoy existe en las proximidades de El Vacar. En la
cima de este cerro hay una humilde cueva, próxima al castillo, con un
pozo-trampa en su recorrido interior, que la comunica con el Arroyo del
Lentiscar, afluente del Cuzna. Se cuenta que esta modesta galería podría ser
una posible salida del citado castillo, en caso de peligro de sus moradores.
Otros afirman que pudo ser producto de trabajos mineros. Pero todos cuentan la
leyenda según la cual la noche de San Juan, a las doce y con luna llena, sale
la mora al Cuzna a lavar madejas de hilos de oro. Si le llamas la atención a la
mora o le quieres quitar sus dorados hilos, se convierte en una fiera y te
devorará. Si aguantas el ataque, la fiera se desvanece y la mujer se enamorará
de ti.
Los inviernos de Bernarda eran muy
duros. Desde diciembre hasta marzo se congelaban los charcos, manantiales y
arroyos. Algunos días, Bernarda, para sacar agua del pozo, tenía que tirar una
piedra y partir así la tapadera de hielo que impedía al cubo llegar al agua
líquida. Además fueron años lluviosos, lo que convirtió los caminos en
impracticables por el exceso de barro. En primavera, durante los meses de abril
y mayo, fueron frecuentes fuertes tormentas, algún granizo y rabiosos
chaparrones. Esa climatología dificultaba mucho la vida de Bernarda. La gente
no venía a consultar al chozo, así que era ella la que tenía que ir al pueblo
para buscar clientes: había que sobrevivir. Habló con sus hermanos y algunas
consultas las pasaba en su antiguo domicilio, bajo techo. Los veranos tampoco
fueron fechas propicias por el extremado calor. La escasez de ingresos, cierto
cansancio de tanto interpretar el papel de bruja y las inclemencias del tiempo,
unidos a los augurios de aquel 999, la empujaban a reinventarse, a desempeñar
otros roles, a cambios radicales en la existencia que había llevado hasta
ahora.
El agua del Pozo de los Tres Palos era
realmente extraordinaria. Con frecuencia venía gente del pueblo a buscarla,
bien para regadío usando grandes cubas o bien para el abastecimiento de las
casas. También acudían mujeres a lavar la ropa y echaban allí la jornada
entera. Sus inacabables manantiales subterráneos eran de una calidad sublime.
Bernarda, por costumbre, evitaba la conversación con aquellas aguadoras
ocasionales porque le daba una aureola de misterio. Si le hablaban, respondía
con frases cortas, contundentes. Ante la llegada de aquellas “peregrinas por el
agua” con sus cántaros en la cabeza, confiando en su instinto, volvió a
preparar otro bálsamo teniendo como base el líquido elemento de los Tres Palos.
Esta vez lo elaboró con sabor a romero, tomillo, hierbabuena, esencias de jazmín,
manzanilla y tila…. mezcló plantas, sabores y sustancias. Al final añadió un
poquito de miel. Sabía por experiencia que un toque de dulzor le vendría bien.
Una delicia que le dio fama e ingresos en el pueblo y alrededores …. pero
aquello lo hizo más por entretenimiento que por brujería. En el fondo Bernarda
estaba convencida de que esa situación no podría durar mucho. Su cuerpo y su
mente estaban preparados para la partida pero la ocasión no se le acababa de
presentar. Con paciencia infinita esperaba, esperaba … La rutina era su
compañera fiel.
El final
Rafael
continuaba con su charla. Todos estaban atentos porque desconocían cuál sería
el final de aquella historia. Fue entonces cuando Rafael insistió en que hasta
aquí el relato era más o menos real, pero en el final había división de
opiniones. Diferencias que, según su criterio, correspondían más a los deseos
de los contadores de historia que a la realidad.
Bueno, dijo, yo les voy a resumir
los finales que conozco. Luego me inclinaré por uno como el más probable.
Don Camilo no pudo remediarlo y en
voz alta comentó: “Joder con este pueblo, joder con Rafalito y joder con la
historia. Así que tienes un menú de finales … pues cuenta y termina de una vez
que nos tienes en ascuas.” Si don Camilo, así es, pero es un menú cerrado,
concretó Rafael, que prosiguió como sigue:
Fue
en una mañana fresca de agosto cuando una madre y su hija se encaminaron al
chozo de Bernarda para intentar averiguar si la joven encontraría buen marido
en un viudo que la pretendía. El sol se asomaba con timidez por el horizonte.
Madre e hija acudían temprano a la cita pues no querían estar en boca de nadie
ni que nadie les preguntara sobre lo comentado con la bruja pitonisa. Desde
lejos vieron humo al que no dieron, en principio, la menor importancia. Pero
conforme se iban acercando se dieron cuenta de que la choza se había
transformado en una hoguera: era toda la choza lo que ardía. Sin saber bien que
hacer, se aproximaron al fuego. Su miedo se acrecentaba ante la hipotética
visión de ver a Bernarda entre las llamas, pero nada, de Bernarda ni rastro.
Pensaron que Bernarda habría ardido ya con todos sus animales, bien de motu
proprio o por las malas artes de un vengador anónimo. Ante la impotencia de
apagarlo, esperaron que el fuego cumpliera su misión. En las cenizas no
observaron nada sospechoso que pudiera corresponder con posibles restos de
Bernarda. Así que, algo más tranquilas, volvieron sobre sus pasos y la madre,
después de dejar a la hija en casa, fue a dar parte de lo sucedido a las
autoridades. La noticia corrió de boca en boca y el pueblo entero peregrinó
hasta las embrujadas cenizas tratando de averiguar las causas de lo ocurrido. A
la gente le inquietaba desconocer el paradero de Bernarda. Cada cual pensó y
dijo lo que le vino en gana pero en la imaginación popular prendió la idea de
que, tras recoger todas sus cosas, Bernarda se había fugado con un pastor. Al
fin y al cabo era una mujer que tenía sus necesidades. Un pastor que se movía a
su antojo por la sierra con chozo, mastines de majadas y ovejas. El amor
apasionado de la bruja había sido el causante de la precipitada desaparición.
Otros afirmaban que, por razones
imposibles de confirmar, la bruja había muerto envenenada por voluntad propia.
Tomado el veneno se habría puesto a andar camino de la sierra en busca de los lobos.
Ya muerta, los animales la habrían devorado muriendo ellos también por la carne
envenenada y saldando así una vieja deuda que Bernarda tenía con ellos.
Para otros, la versión aceptada fue
que las brujas eran inmortales y como mucho, Bernarda, se había disuelto en el
aire recorriendo veredas y senderos de oscuras energías trazadas en el cielo.
En los Pedroches, su destino era vagar por los cerros, bajar a los barrancos,
recorrer la sierra y reunirse en las singulares cuevas, próximas a la Chimorra,
la noche del 30 de abril al 1 de mayo, Noche de Walpurgis o Noche de las
Brujas. Allí llegaban volando en sus escobas o viajando sobre gatos enormes o
cabras poderosas. En esa sesión concentraban todas sus energías alrededor de un
fuego de plantas aromáticas y mediante extraños rituales se las transmitían a
las brujas que aún ejercían como tales en la vida ordinaria. Rítmicos golpes de
piedra sobre piedra, o palo sobre palo, llenaban el silencio a modo de
primitiva música para bailar compulsivas danzas. En el pueblo esa noche se
colocaban cruces en las puertas hechas con madera de boj, doblaban las campanas
de la iglesia, se invertían las escobas y a pequeñas hogueras prendidas en las
calles se le arrojaba sal. Solteros y solteras, con capucha y descalzos, daban
vueltas al pueblo azotados por viejas. Era la forma de satisfacer a los malos
espíritus y mantenerlos alejados de su vida y familias. Para proteger al ganado
se colocaban unos dientes de ajo en umbrales y puertas de las cuadras junto a
una lamparita de aceite o una vela encendida. El ajo combatía los vampiros,
ahuyentaba la mala suerte, el mal de ojo y eliminaba las malas vibraciones.
Para mí, el final más probable es el
que viene ahora. Es el más verídico y el que más veces me han contado,
prosiguió Rafalito:
Un soleado día de aquella primavera,
trece de mayo por más señas, se paró un arriero para dar agua a su acémila.
Bernarda observó aquel carro con el techo adornado con flores de cristal,
pinturas de colores y una caballería obediente con carita de buena y pelo
algodonado.
El hombre sacó agua del pozo.
Primero bebió él y luego le dio al asno en el abrevadero, unas piletas de
piedras de granito dignas de Tutankamon. Contaba la leyenda que los
picapedreros de los Pedroches tuvieron sus ancestros en el antiguo Egipto. Por
tierras de Asuán había grandes canteras por lo que lo usaron para muchas de sus
magníficas construcciones y bellas esculturas, en especial granitos rojos,
rosas, grises y negros. Por esos misterios de la historia, sus técnicas y sus herramientas,
a lo largo de miles de años, se instalaron en Los Pedroches habida cuenta de la
abundancia de dicha roca por estos lares. El agua de aquel divino manantial, en
aquellas trabajadas pilas, sabía mejor y los animales, con su especial
sensibilidad, notaban la diferencia. Era un agua que, suavemente, calmaba la
sed del cuerpo y del espíritu y te animaba a seguir bebiendo.
El
arriero le preguntó a la mujer:
-
¿Vives aquí?
-
Digamos que estoy
de paso y conozco la zona. Te estaba esperando, respondió Bernarda.
-
Nadie me esperó
nunca y nadie sabe cuándo voy a llegar ni cuando me voy, contestó el arriero.
-
Yo sí, soy una
bruja.
-
¿Sabes? Yo no
creo en tonterías y menos en las brujas. Solo veo una mujer que me mira con
ojos de esperanza.
-
Ante mi tengo a
un hombre que no le teme a nada, tosco y duro como la roca de granito, pero con
corazón de fresa. Si me invitas, me voy contigo, dijo Bernarda muy segura de
sí.
-
No te pienso
invitar, solo puedo decirte que en el carro cabemos los dos, así que tú
decides.
-
Tendrías que ponérmelo
fácil, ya ves que te convengo. Hablamos con la frescura de una flor que amanece
y con la confianza de años de conocerse, sin nada que temer y nada que ocultar.
Los dos sabemos que la casualidad no existe. Tampoco el disimulo ni el engaño.
Llegado el momento te irás o yo me iré. No nos diremos nada.
-
Eva usó la
manzana. Lo tuyo es la palabra, expresó el arriero. Recoge lo que te
identifique. Si esa es tu voluntad, por mí no ha de quedar. No está bien
rechazar lo que tan sanamente emerge en tu camino. Tendrás techo, comida y
calor del hogar desde el mismo momento que te subas al carro.
-
Bernarda cogió su
ropa y un garrafón de agua de aquel divino pozo. Quiero llevarme a Marta.
Ninguna de las dos seriamos lo que somos sin la otra: ella es mi prolongación
en el reino animal y yo la represento delante de los hombres. Vendrá detrás del
carro, fueron las últimas palabras de Bernarda. Antes de abandonar el chozo
para siempre, tiró una herradura para atrás y se alejó de allí. No le importó
ni el cómo ni dónde había caído.
-
Arrieros somos y
en el camino nos encontraremos, comentó el hombre al iniciar la marcha. Así son
las cosas. Ya somos cuatro con el asno, remachó Bernarda.
Desde
tiempo ancestral los abuelos, a la luz de la lumbre y la memoria, les cuentan a
sus nietos que el arriero anónimo y Bernarda se quisieron a muerte. Tuvieron
varios hijos. Compraron otro carro y siguieron con la vida de comprar y vender
mercancías por alquerías, cortijos y entre ventas. Los parajes del Cuzna, predios
calatraveños, curvas del Guadalbarbo y cima de la Chimorra fueron testigos insuperables
de sus vidas y peripecias. Muchas personas se los encontraron acampados con sus
hijos a la vera de caminos, en las riberas de ríos o siendo testigos mágicos de
picarescos idilios entre encinas y granitos, siempre disfrutando de la Naturaleza
y de un cielo transparente con estrellas diamantinas.
Y hasta aquí puedo contar, comentó
un Rafael agotado. Este es el final del final, aunque hay gente que sigue
prolongando la jácara con los hijos de Bernarda, el atraco de unos bandoleros,
la visita de una zorra o el incendio de uno de los carros. La gente mayor tiene
mucha imaginación y encadenan historias con facilidad, a veces de su propia
vida. Así es, apostilló don Camilo que abrazó a Rafael con inusitada
afectividad juntándole el pecho con la espalda. Gracias ha sido una velada
inolvidable. La tendré en cuenta y os tendré en cuenta.
***
Pensamos
que esta leyenda que Rafael le contó a don Camilo después del dominó, pudo ser la
razón del título que veinte años después se publicó con más de cincuenta
nombres. Todo en CJC era una exageración, su cuerpo, su obra y sus enormes
disparates surgidos de una imaginación prolífica y fecunda. Nos cabe el honor
de que Alcaracejos estuvo en la mente del Marqués de Iria Flavia y figura en la
relación de títulos de un Premio Nobel. No todos los pueblos de España pueden
decir lo mismo.
El paso de don Camilo por
Alcaracejos no ha sido tan celebérrimo como su conocido Viaje a la Alcarria,
pero todo puede cambiar a partir de ahora. Para colmo, Alcar-ria y Alcar-acejos
tienen la misma raíz.
Camilo José Cela Trulock. (Iria Flavia, La Coruña, 11/05/ 1916 -Madrid,
17/01/2002). Escritor y académico español, premiado en múltiples ocasiones: es
obligado citar el Príncipe de Asturias de las Letras (1987), el Nobel de
Literatura (1989) y el Miguel de Cervantes (1995). En 1996, el día de su
octogésimo cumpleaños, el Rey don Juan Carlos I le concedió el título de
Marqués de Iria Flavia.
Novela española Siglo XX * Editorial
Seix Barral. Barcelona. 1994.
238 p. Colección 'Biblioteca breve'. Cela, Camilo José. ISBN: 8432207020.
Braguetero, hombre muy
dado a los placeres de la carne. Pizarro, J., Vocabulario de los
Pedroches, Córdoba, 1988, pag 112
Pizarro, J., Vocabulario
de los Pedroches, Córdoba, 1988, pag 81
Fue un potente
desinfectante, microbicida, desodorizante, insecticida, antisárnico, etc.
creado por la compañía
Burgoyne Burbidges de Londres, la cual parece que fue fundada en 1741. Esta
casa lo comercializó a nivel mundial.
En España, parece ser que
fue José Tejera de la Torre quien obtuvo la concesión para su comercialización,
estableciendo su negocio en 1909 en Camas, Sevilla. En la Real Orden del 31 de
diciembre de 1909, el Ministerio de Hacienda da conformidad a la petición de
José Tejera de la Torre de clasificar el Zotal como insecticida para la
ganadería y la agricultura. Uno de los primeros anuncios apareció en La
Vanguardia del 4 de julio de 1910.