Todo ocurrió en un bar cualquiera, en un rato cualquiera. Rafael entró y observó tras la barra a un camarero joven y a una mujer madura, la encargada. Ambos vestían de negro. Ella, pelito corto y blanco, con corte muy moderno, como si fuera joven. Él tenía barba poco densa, camiseta ajustada, con bíceps de gimnasio y pelo a lo cepillo. La jerarquía es patente, por años y presencia.
Al
otro lado de la barra, en la parte del público, había una chica joven con moda
tipo ETA en pelo y vestimenta. Intercambiaba palabras con un chico muy alto. Este,
llevaba un desgastado pantalón vaquero y mochililla a la espalda. Una melena
larga y descuidada le tapaba la cara: no la dejaba ver. Tampoco el veía
demasiado. El chico no paraba de moverse de un lado para otro mientras pegaba la
hebra, embelesadamente, con la chica. Parecía que flirtean alojados en sus
risas y abundantes palabras. De pronto, ella cogió el teléfono y puso reguetón a tope de volumen.
El
local es pequeño y, aunque Rafael se sienta en un rincón apartado, no puede distanciarse
de lo que está ocurriendo a cuatro metros de él. El diálogo entre los jóvenes
es vivo y en directo: emiten con potencia. Los datos que le llegan, irremisiblemente,
lo arrastran a implicarse y monta su película: La mujer encargada, con pelo
corto y blanco, debe ser la madre de la chica. La joven sale con el chico
–seguramente- sin mucho compromiso. Desde su esquina, Rafael intuye que la chavala,
inventando una excusa, ha pasado por el bar para que la madre conozca a su
pareja o le dé alguna cosa. María, la madre, en su parcela al otro lado de la
barra, ha pensado lo mismo.
La
madre se muestra afectuosa y le dice a su hija:
— ¿Quieres que te cocine algo?
— Vale. —Prepara lo de siempre —le respondió la hija.
— ¿Te refieres a la tortilla de jamón con tomate natural?
— ¡Bingo! —contestó la chiquilla.
En
paralelo, el chaval requiere un bocadillo al camarero joven. “¿De qué lo
quieres?”, le pregunta al muchacho.
— A mí me da lo mismo, le responde desde su cara oculta.
— Tienes que acostumbrarte a pedir aquello que te gusta. Ese me da lo mismo tienes que concretarlo, matiza el camarero. “Así, sin aclarar, no sé lo que ponerte”.
— Bueno,
pues que sea de jamón. Un bocadillo de jamón, indica sin mirarlo.
La
mujer, diligente, se mete en la cocina. Desde la calle, con la música a todo
trapo, entran tres jóvenes. Parecen africanos. Van superarreglados, con
pantalón vaquero, distintas sudaderas y zapatillas blancas. Uno de ellos, mirando
hacia la barra, reclama: “Máquina, por favor”. Se refiere al tabaco. El
camarero toma el mando a distancia y activa el mecanismo. La máquina responde
con un piloto en verde que guiña sin cesar. Los tres chavales, entre evidentes
bromas ruidosas y exteriores, dudan sobre la marca. Al final, optan por un Ducados. Rafael, en su rincón, piensa
que son muy pocas las personas que saben que el nombre de Ducados proviene de
la moneda de oro que se incorporó al diseño del aspecto inicial. Recuerda que, hace
ya muchos años, cuando con dos paquetes no tenía suficiente y buscaba nervioso
la compra de un tercero, su nariz y su boca servían de chimeneas. Estaba seguro
de que con el alquitrán que acumulaban sus alveolos se podrían asfaltar, al
menos, las mesas del despacho.
— Tiene
usted los pulmones como un brasero de picón, qué barbaridad —le
dijo el médico al ver aquella placa vestida de luto riguroso.
Y
claro, tuvo que dejarlo después de varias noches durmiendo en un sillón ante la
imposibilidad imposible de hacerlo horizontal.
La
mujer encargada salió de la cocina. Rafael volvió a la realidad. La vio con las
dos manos ocupadas por sendos platos. En uno la tortilla; en otro, el
bocadillo. María, se dirigió a los jóvenes. Les dijo:
— Espero
que estén buenos. ¡Que aproveche!
— El
olor resucita a los muertos —añadió la mozuela.
— ¡Qué
buena pinta tienen! —apostilló el chaval.
Con
un movimiento rápido, el chico agarró su bocata y le dijo a la chica:
— Ahora
mismito vuelvo.
Salió
muy tranquilo, casi con parsimonia, sin llamar la atención. Nadie le dijo nada.
La chica comenzó a dar cuenta de su rica tortilla, aliñada con amor de una
madre, y pidió un vaso de agua.
— ¿A
dónde ha ido tu amigo? —preguntó el camarero.
— No
sé. Me ha dicho que ahora viene. Pero que… ¡Amigo mío no es!
— ¿Cómo?
— ¿Que
no conoces a ese chaval con la conversación que teníais? —le
preguntó la madre.
— ¡Para
nada! Se me pegó en la calle. ¡Tiene muy buen rollo! ¡Se empeñó en entrar aquí
conmigo! —
¡Es divertido! —respondió la hija.
— Hija
mía, parecemos tontas. Ese chico nos ha utilizado; nos ha hecho una envolvente
perfecta y nos ha pagado con un “simpa”. —Javier, por fa –le dijo al
camarero—
asómate a la puerta a ver si está ahí todavía.
Javier,
literalmente, voló sin alas. En la calle, mirando a derecha e izquierda, intentaba
identificar a alguien que llevara mochila y melena –vertical antifaz y
mascarilla a la vez—; buscó el pantalón vaquero…, pero nada. El mozalbete
había desaparecido. Con cara de desesperación volvió al bar. Las dos mujeres
tradujeron su rostro relleno de impotencia. No preguntaron nada.
— ¡Hijo
de la gran china! — ¡Qué habilidad! —gruñó la madre.
— ¡Como
estratega un diez! —exclamó Javier. Es que ni por un instante se me ha pasado
por la cabeza que no fuera amigo de su hija.
— ¡Seguro
que no es la primera vez que lo hace! —replicó la hija. Como me lo tropiece
por ahí, le voy a montar un pollo del tamaño de un avestruz. ¡Será imbécil!
En
ese escenario, como todos los días, entró don Agapito, alias “heredero de
Séneca”, que venía a convidarse.
— ¿Qué
está ocurriendo aquí? ¿Son impresiones mías o está revuelto el gallinero? —preguntó.
— Nada,
don Agapito, que nos acaban de hacer un “simpa” delante de nuestras narices y
no hemos podido evitarlo —masculló la madre. —Vamos a tener que cobrar primero y
luego servir o bien servir con una mano y cobrar –en simultáneo- con la otra.
— ¡Hay
gente pa tó! — ¿Y ha sido mucho el daño? —susurró el recién llegado.
— Poca
cosa: un bocata de jamón —aclaró Javier.
— De
poca cosa nada —replicó la encargada, que era jamón ibérico y, al pensar
que era amigo de mi hija, lo cargué un poco más.
— ¿Hablamos
de diez o doce euros? —preguntó el abuelete. ¡Eso es poca cosa!
María, la madre, se encabritó y
dijo:
— Mire,
don Agapito, ciertamente la cantidad no es mucha, pero… la calidad del acto es
importante. Me siento engañada y humillada por un niñato pícaro y sinvergüenza.
Ha utilizado a mi hija como cebo en un anzuelo y yo he picado por la atmósfera
que el “pájaro” ha creado con tino y habilidad. Nos ha hecho colaborar a los
tres: Javier, mi hija y yo. Ahora ya, de nada vale lamentarse.
— María,
te conozco desde hace años y eres una profesional como la copa de un pino. No
me gusta verte así. ¡Olvídalo! Tanto amor propio no conduce a nada bueno. Ahora
eres rehén del bocadillo y del sinvergüenza. Era Santa Teresa la que decía:
“Nada te turbe, nada te espante…” Así que calma. Si ya no tiene arreglo, ¿de
qué te preocupas? El otro se habrá comido el bocadillo y estará tan feliz. No
merece la pena.
— ¡Claro,
como a usted no se lo han hecho!… espetó María.
— No
me digas eso… Cuando alguien muere, tú mueres un poquito; cuando alguien roba,
tú sufres alguna consecuencia del robo aunque no te des cuenta; cuando alguien
nace, tú vuelves a nacer; cuando alguien es feliz, algo de su felicidad te
llega… porque nadie somos una isla del todo… todos estamos conectados. —Formamos
parte de la energía del universo y todo nos afecta a todos… —explicó
don Agapito.
— ¡Ay,
don Agapito, que bien habla usted! Las cosas que dice… Con razón le apodan “el
heredero de Séneca”. — ¿Le apetece otra copita? —dijo María con un tono de voz
irresistible.
— Viniendo
de usted, no le puedo negar la invitación. —Con tal de satisfacer sus
deseos soy capaz de tomarme la botella —respondió el abuelo.
— No
me diga usted esas cosas que me ruboriza —apuntó la mujer titubeando.
— No se lo
digo para que se ruborice. Se lo digo porque es la verdad. Ah, y le tengo que
decir que no soy “el heredero de Séneca”. En todo caso, y como mucho, seré “un
heredero más del prestigioso filósofo cordobés”.
— Pues para
mí es usted la reencarnación del célebre maestro –apostilló la mujer.
— En
ocasiones así, es conveniente tener a mano un buen bote de sonrisas. Dejémoslo:
Ya es demasiado tarde —remachó el invitado.
Rafael,
en su rincón, estaba rindiendo —sin haberlo pretendido— un
imprevisto homenaje al convidado de piedra.
Primer final: Pasadas un par de horas,
en un bar del extrarradio, la hija y el melenudo se juntaron para preparar el
segundo “golpe” del día. Engañar al prójimo y comer gratis, se había convertido
en un hobby obsesivo. Eran emocionantes ese tipo de experiencias. Toda una secreción
de adrenalina de la buena.
Segundo final: a las pocas semanas, la
chica y el “comedor de bocatas de jamón” se encuentran en la verbena de un
barrio. Ella monta en cólera y a voces, lo llama ladrón, imbécil, aprovechado,…
— Págame
lo que le debes a mi madre o llamo a la policía —le chilla.
La
gente se arremolina. El chaval se ve atrapado. La chica con la que va le
pregunta:
— ¿Se
puede saber qué pasa? ¿Qué número estás montando ahora?
Superado
por el conjunto de circunstancias, con todo el dolor de su corazón, el chico se
echa mano al bolsillo trasero del pantalón, saca un billete de diez euros y se
los entrega a Lydia diciéndole:
— Toma,
para tu madre. Siempre consideré que aquel bocata era una invitación. No volví
porque me puse malo de repente y me tuve que ir para mi casa.
— Espero
que ya estés recuperado y no te cruces más en mi camino. Aparte de ladrón eres
un mentiroso y por favor: ¡Pélate un poco! Estarías mucho más guapo.