Obra de Miguel L. Navarrete (Alcaracejos, 2022). Colección "Sensaciones" |
¿Se puede soñar que te despiertas en mitad de un sueño mientras tu cuerpo sigue dormido? Parece ser que sí. Al menos eso es lo que le pasó a Federico Tornero aquella noche lluviosa de noviembre: En su sueño, fue testigo despierto de su propio sueño.
Se
soñó despierto. Estaba en Costanilla del Mar. Lo sabía porque delante de él leyó
un letrero que daba la bienvenida. El pueblo estaba en feria. A su espalda, dos
casetas invitaban al personal a divertirse: en cada una de ellas actuaba un
grupo musical con el encargo de amenizar las fiestas desde el mediodía. En
ambas sonaba la música muy alta. Uno era un conjunto de rock duro, una peña con
cuatro componentes vestidos con ropa cara rota, con tatuajes y piercings. En la
carpa de al lado, elegante y de gala, cantaba una mujer morena, con una voz
potente, canciones españolas. El compañero, con corbatón y smoking, tocaba un
piano eléctrico. En la pista, una pareja de personas mayores bailaban
agarrados. Sus caras reflejaban una triste alegría. Sonreían impregnados de
ausencia, sin saber bien por qué. Sus pasos traslucían constantes de rutina, prestos
pero mecánicos y con muy poca estética. Era una danza huérfana de sentido,
regada con el hábito y la repetición, producto de haberla practicado muchas
veces a lo largo del tiempo.
Federico,
en su perplejidad, se dio cuenta de que tenía que ser un sueño porque recordaba
perfectamente que anoche se acostó en su casa de Cuenca ¿Cómo podía ser que se estuviera
viendo en la feria de Costanilla? ¿Qué había hecho para llegar allí? Caminó. Se
alejó del bullicio siguiendo a una mujer que vestía un estampado a la que no le
pudo ver la cara porque andaba más deprisa que él. La mujer tiraba de un niño
con una gorra roja. Cogido de su mano daba enormes chupetones a una bola de fresa
helada que culminaba el cucurucho.
De
pronto, Federico se encontró ante un enorme muro de piedras muy talladas. A su
lado yacían descomunales trozos. A modo de un complot de largo recorrido, el
tiempo y la falta de mantenimiento habían unido fuerzas para derribar algunas
de sus partes. Estaba delante de una gran abertura a través de la cual se podía
observar, abajo, el centenario puerto costanillés. Dos inmensos brazos, curvos
y desiguales, de piedra y hormigón, como dos grandes hoces enfrentadas a
diferente altura, encerraban una especie de mar menor dejando libre la bocana
del puerto: A la derecha pudo ver el dique de abrigo. En él se diferenciaba con
claridad un paseo inferior protegido de los vientos y el agua. Cada cierta
distancia unos escaloncitos permitían subir a la parte de arriba, una especie
de púlpito alargado de hormigón donde la plenitud y la extensión de un mar de
color cielo, extrañamente en calma, te hacían su prisionero. Al final, elevado sobre
una construcción cilíndrica, muy sólida, se encontraba el viejo faro observador
de cúpula redonda, vidriera transparente, con una balconada circular y pretil protector,
en apariencia frágil. Desde allí un horizonte lejano y nítido, como si fuera
recto, era el lugar del encuentro ficticio del cielo con el agua.
En
el puerto, en la hoz de la izquierda, siglos atrás, se había construido una
pequeña fortaleza con dos esbeltas torres y un recinto cuadrado, amurallado,
para defender la ciudad ante invasores y piratas. Por sus almenas asomaban las
bocas de unos viejos cañones, hoy con seguridad decorativos. Un mástil huérfano,
vertical, de madera, crecía como si fuera un árbol sin sus ramas: quería
pinchar una nube violeta de algodón. En su extremo, una gaviota, sin vértigo,
con vista de Linceo, vigilaba la costa. La marea, ahora baja, dejaba ver los
cimientos en rampa, cubiertos de algas, de la vieja muralla defensora. En la
arena, de una minúscula playa lateral, unas rocas tranquilas esperaban volver a
ser cubiertas por el agua.
Federico
pensó en esos enormes brazos de hormigón: nunca llegarían a encontrarse del
todo, nunca abrazarían nada. Estaban hechos para proteger sin tocarse. Su éxito
estaba en su calculada y obligatoria separación. Eso sí: podrían mirar en su
interior y observar su mutuo desgaste; comprobarían como el agua y el tiempo
modelaban las piedras del vecino, una batalla lenta con vencedor seguro.
Podrían escuchar los bramidos de un viento atronador y un mar embravecido, pero
nunca se enlazarían por sus extremos. Sólo sus desprendidos y pequeños granos
de arena entrarían en contacto, al mezclarse, en las poco profundas aguas de la
ensenada.
Un
brusco encuentro ocurrió en aquel sueño real. Sucedió que Federico Tornero,
perito mecánico de titulación y profesor de Electrotecnia en la Universidad, se
tropezó de repente con Mª Ángeles Glaciar, compañera en el departamento de
Electrónica.
El
caso es que Costanilla[1],
un término en desuso[2],
debía su nombre a la presencia de numerosas calles cortas y en cuesta, rodeadas
de otras con menor inclinación. Al estar enclavada en un relieve irregular, próximo
al mar, resultaba un pueblo pintoresco y atractivo.
La
profe visitaba con alumnos las particularidades urbanísticas de Costanilla[3]
del Mar, tras la instructiva visita a la fábrica de microchips avanzados
situada en sus proximidades. El repentino encuentro agitó sus corazones y la
respuesta fue un abrazo de larga duración. Era la salida natural y lógica a la
inexplicable atracción que ambos sentían, nunca dicha y menos concretada. Ella
con melenita, pelo castaño oscuro y gafas de sol. Él con barba de talibán y
cabeza rapada.
-
¿Estamos
demasiado cerca? preguntó él.
-
No.
Estamos bien, respondió ella.
Federico
siempre que saludaba, besando a una mujer, procuraba mantenerse inclinado hacia
fuera para no rozar su pecho. Le resultaba entre violento y aprovechado ese
tipo de contacto…. En su sueño lo intentó, pero esta vez no fue así. Su
compañera se pegó a él a lo largo de toda su vertical y entre los dos cuerpos
no había el más mínimo resquicio que pudiera atravesar la luz. Le preguntó que
hacía por allí y ella le respondió que estaba de excursión con sus alumnos,
dando una vuelta al pueblo. Tras el abrazo más largo y apretado del mundo, un
alumno le espetó: ¡Seño, que tenemos que irnos! La pareja parecía soldada por
todos sus puntos de contacto. Una ambulancia que pasaba deprisa, con su sirena
devolvió a Federico a la soñada realidad. ¡Se separaron!
Ya
solo, el sueño continuó en la habitación de un hotel. Estaba pintada de azul.
Allí estaba su jaula. Él, en Cuenca, tenía un pájaro, pero observó que dentro
había dos pajarillos más. ¿Cómo es posible que hayan entrado esos dos con la puerta cerrada? En su
ensoñación pudo ver como su pájaro abría la puerta de la jaula con un extraño
movimiento de palanca del pico. Atónito, confirmó lo que había sospechado: “Los animales son bastante más listos de lo
que parecen y sólo en los sueños podemos comprobar algunos de sus poderes
especiales”. La puerta de la jaula se abrió y los dos pajarillos remontaron
el vuelo. El suyo quedó dentro después de volver a cerrar la portezuela.
Al
permanecer despierto en el sueño, Federico Tornero lo estaba disfrutando de lo
lindo pero en su subconsciente quería volver a Cuenca y fue a buscar su coche. Al
aproximarse se tropezó con una chica joven muy bonita: pelo recogido con raya
central de la que salen dos rayas a izquierda y a derecha a distintas alturas,
cejas finas depiladas, grandes y profundos ojos verdes, nariz pequeña
insinuada, labios carnosos, cuello largo, camisa verde rayada -con bolsillo- en
la que destacaban cinco botones de un verde más oscuro. Federico la reconoció
enseguida: Era la chica del cuadro que presidía la entrada del Museo de arte
abstracto español en las Casas Colgadas …. pero de carne y hueso. Su esbeltez y
aquella forma de andar lo dejaron abrumado. Parecía que flotaba en el aire.
Entonces
pudo pensar y se dijo: ¡Qué sueño más
potente y más real estoy teniendo! La chica le habló pero no entendió nada
de lo que le dijo. Era un idioma desconocido para él. Se acercó a ella pero esta
se alejó caminando hacia atrás, sin perderle la cara….la distancia hizo que
cada vez la viera más pequeña hasta que desapareció de su vista.
Quiso
entrar en el coche pero no encontró la llave. Las únicas que llevaba encima
eran las llaves de su casa. ¿Cómo es posible que su coche estuviera en
Costanilla del Mar y las llaves en Cuenca? Su cabeza le estaba gastando una
mala pasada. El ring del despertador lo sacudió de verdad. Aún estuvo un rato
en duermevela. Al poco tiempo sonó el teléfono. Era su compañera de la
universidad Mª Ángeles Glaciar. Lo estaba esperando abajo, en la puerta.
[1] En Madrid existe
la calle de la Costanilla, citada por Galdós, que posteriormente tomaría el
nombre de Costanilla de los Capuchinos.
Costanillas, plural, nombra a barrios históricos de ciudades como Córdoba,
Sevilla o Segovia.
[2] Cita literal de Wikipedia: “Igual olvido han
sufrido otros términos en desuso como alameda, adarve, altozano, espolón,
portillo, travesía o travesera,... Interesado por el tema, en 1840, Fermín
Caballero, siendo alcalde de Madrid, reunió una lista de los nombres genéricos
de las vías urbanas, recopilando un total de catorce maneras de denominar una
calle: carrera, corredera, callejón, cuesta, costanilla, pretil, portal, arco,
pasadizo, plaza, plazuela, campillo, puerta y postigo. En el siglo XXI, el
callejero de Madrid añade a la lista del alcalde romántico otros diecisiete
términos de urbanismo: avenida, cañada, cava, escalinata, glorieta, galería,
gran vía, pasaje, paseo, paso, plazoleta, ribera, ronda, senda, vereda y
vía".
[3] En la calle
Costanilla de Valladolid, luego calle de la Platería, nacería el que fuera
tercer amo del Lazarillo de Tormes y de ello presume ante Lázaro en el “Tratado tercero” de la obra.
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