08 abril 2025

El contenedor de envases

 



            Son las siete y media de la mañana. El frescor de la noche entra por la ventana, semiabierta. Estoy sentado frente al ordenador que encendido me espera. Me muevo entre coser o hilvanar algunos pensamientos, hijos de reflexiones, lecturas, creencias, experiencias y escuchas. Desde la ventana, abajo, en la calle, atisbo tres enormes contenedores de residuos. En sus entrañas debieran de albergar —por separado— envases, orgánica y papel, pero tengo la seguridad de que eso no es así. Como todos los días, como todos los meses desde su nacimiento, los contenedores cargados de paciencia esperan ratos de utilidad: momentos de recibir y minutos periódicos en los que alguien rescate lo que en el interior de sus paredes almacenan, bien sea por los servicios públicos o las expertas manos de algún desconocido.

            A las ocho menos cuarto llega el primer visitante. Es un hombre maduro, delgado, de tez morena; lleva gafas, pantalones de pirata, camiseta floreada de tirantes y calza unas ligeras chanclas. Su barba es de dos o tres días, cabeza rapada. Circula por la acera montado en una vieja bicicleta, síntesis de otras "bicis". Entre su mano y el manillar se deja ver un móvil. Atrás, amarrado al portaequipajes, lleva un cajón de fruta de plástico azul por el que asoman un par de barras metálicas. Una señora con bolso y bolsa de supermercado se tiene que apartar para dejarle paso. Observo que frena y, sin bajarse, para justo a la altura del contenedor de envases, el amarillo. Con pericia abre la tapa, se apoya, mete la cabeza y escruta su interior. No parece interesarle nada. Deja caer la inmensa tapadera y vuelve a pedalear con pesadumbre. Sigue su camino.

            No han pasado ni cinco minutos y el impasible contenedor tiene la segunda visita del día. En este caso se trata de un joven muy desgreñado, con pantalón corto y una camiseta inmaculadamente blanca que deslumbra. Lleva una gorra verde puesta al revés. Por los piñones y las ruedas deduzco que su bicicleta es de montaña. Parada obligatoria en el contenedor amarillo. Se ve que duda, saca el móvil y enciende la linterna. Con un palo largo que debe llevar un cáncamo, puntilla o algo parecido a un gancho de percha, intenta pescar algo dentro. La tapadera levantada me impide ver de qué se trata. Al final lo deja caer. En el contenedor de orgánica no se para casi nadie, pero este joven se detiene en el de papel, el azul. Saca algunas cajas de cartón, dos cajones de madera y una lámpara con pie metálico. Desarma la lámpara y recoge todo el metal dejando fuera lo demás. La bici arrastra un extraño remolque artesanal de marca desconocida, por supuesto sin homologar. Se nota que lo ha hecho él o alguien de su familia con restos de restos. Es basto, poco estético, pero funcional. Las ruedas giran bien y en el cajón que soportan sobresalen por todos lados hierros, barras metálicas y alambres. En ciertos momentos los niños sustituirán a la chatarra. Como elemento de almacenaje y transporte, el remolque es algo sustancial en sus vidas. Se le nota contento.

            La ventana acapara toda mi atención. Tras diez minutos sin incidencia, observo que se detiene un señor: va perfectamente vestido. Lleva un pantalón gris, camiseta gris oscura, gafas de sol y gorra del F. C. Barcelona. Conduce una bici nueva; no es grande, no tiene barra; podría ser la típica de un joven o de una chica. Una mochila marrón le cuelga de la espalda. Parece limpio y sus modales son suaves. Levanta la tapa, pero antes se ha colocado las gafas encima de la gorra para ver mejor. Vistazo general. Nada. Devuelve la tapa a su sitio con una inusitada delicadeza. Antes de continuar, se coloca unos auriculares que los supongo conectados al móvil. En efecto, lo saca, marca un número y comienza a hablar. Reanuda la marcha. Un par de palomas lo observan desde lo alto de una farola. Al fondo, una madre solitaria empuja a su hija en el columpio del parque y dos vagabundos se fuman un pitillo; charlan animadamente sentados en un banco próximo.

            Aún no es media mañana y es el turno de una mujer. Por sus ropas y estilo, estimo que es rumana. Un amplio cintillo a la cabeza le recoge el pelo y, colgado del cuello, por delante, lleva un bebé que parece dormir. Mira los tres contenedores. De su actitud y forma de mirar se desprende poca fe. Mira con ligereza, como diciendo: "Aquí no encontraré nada". "Otros, más madrugadores que yo, habrán mirado ya". En el contenedor de los papeles encuentra una especie de esterilla. La saca, la observa y la extiende sobre el césped. De un enorme pañolón saca un bocata y una botella de agua. Se sienta en la esterilla y le da el pecho al niño mientras ella da cuenta del bocadillo. La gente pasa por la acera, pero no mira. Por indiferencia o por respeto, la intimidad de la mujer con su recién nacido parece quedar a salvo. Un hombre moreno, con abundante pelo negro, ajado pantalón vaquero y con sandalias destrozadas, la interrumpe mediante grandes aspavientos, elevando la voz y diciéndole cosas que yo no puedo oír. Ella, con rapidez felina, recoge su improvisado campamento y lo sigue con el niño, apresurando el paso tras la bicicleta en la que él va montado.

            La mañana avanza y el número de echadores y recogedores va en aumento. Una mujer y una jovencita, a las que no conozco, arrojan varias bolsas al contenedor de envases. La ventana abierta —ahora sí- me permite escuchar lo que la mujer dice: "Hace tiempo que teníamos que haber hecho esto. "No se pueden acumular tantísimos trastos". La joven, antes de tirar su última bolsa, saca un perro de peluche y le pide a la mujer que le permita conservarlo: ¡Este no! Dice. — ¡Vaaaaleee! —responde la mujer, que supongo es su madre. Al rato llega un hombre muy delgado. Viste de oscuro con una mascota negra. Bicicleta adaptada con caja atrás no muy grande. Mira en el contenedor amarillo y su cara refleja cierta satisfacción. Empieza a sacar todas las bolsas que hace unos minutos han depositado las dos mujeres. Vuelca su contenido en la acera y procede a elegir objetos. Las baldosas cubiertas de rotuladores, juguetitos, muñecos, cuentos, cochecitos, cintas de casete, cajitas, DVDs, agendas, estuches, etc. se han transformado en un espacio multicolor parecido a un top manta. El hombre sigue separando piezas con sus manos y va metiendo en una mochila lo que le parece mejor. Una pareja de jóvenes pasa por su lado y tiene que pisar el césped porque transitar por la acera es imposible. Miran, pero no dicen nada. Una señora que baja con el carrito de la compra, ante la murallita de objetos y la nula intención del hombre de levantarse, decide cruzar la calle y cambiar de acera. De pronto, el buscador se levanta, coge sus bártulos y desaparece de la escena con rapidez. Allí ha dejado, a ojos vista, todo lo que no le ha interesado. Podría haberlo devuelto al interior del contenedor, pero no lo hizo. La imagen resulta desoladora. Hasta mañana por la mañana que pasen los barrenderos, todo aquello estará allí desperdigado y dando la negativa imagen del contenedor violado. Me pregunto si estas situaciones se arreglarán algún día. El soterramiento de contenedores evitaría la alteración que supone vaciar y dejar, pero por ahora es lo que hay mientras los exploradores de estos depósitos de objetos ya no queridos no aumenten su conciencia cívica.

            Son casi las ocho y media de la tarde/noche y mi perplejidad tiende a infinito: se para una furgoneta y de ella salen un hombre y un niño. Podría deducir que son padre e hijo. "Abre la puerta y ayúdame desde arriba", le indica el hombre. El chico entra en la furgoneta y por su puerta trasera asoma una bicicleta estática enorme. Al verla, me viene a la mente la imagen de un búfalo metálico salvaje de esos de la feria, ya que la forma de sus manillares me recuerda sus cuernos. La máquina, desde lejos, da la impresión de ser pesada. "Empuja", le dice el padre mientras él tira hacia fuera. Tras gran esfuerzo, la bici aterriza en el suelo, golpeándolo. Entre los dos la arrastran un poco y la sitúan al lado del contenedor de envases. Tienen prisa, la dejan allí y se van. La secuencia que acabo de ver me hace reflexionar con tristeza porque a cinco minutos del lugar hay un centro de recogida selectiva de basuras, mobiliario, escombros, etc. Por otra parte, esa persona mayor ha hecho cómplice al niño de su dejadez y desconsideración por lo colectivo, de su insolidaridad y de su malísima educación ambiental. Además, abandonar una bici de esa categoría en plena vía pública da una imagen de nuevos ricos que detesto. Seguramente no tenían dónde colocarla o se aburrieron de ella. La bici parece sentirse abatida al lado del contenedor. Es como si sintiera vergüenza de los dueños que ha tenido y esperara que alguien la recoja. No parece gustarle mucho el sitio en el que la han dejado.

            Un niño desciende por la calle cogido de la mano de su madre. Seis, siete años. Habla en voz alta y parece sentirse muy feliz. Al llegar a la altura de la bici desechada, se suelta y, cuando la madre se quiere dar cuenta, ya está encaramado en el asiento de la estática. Los pies no le llegan al suelo.

— ¡Qué guay, mamá!

—Baja de ahí. ¡Cualquiera sabe quién se habrá sentado en ese sillín!

-¿Nos la podemos llevar?

—Ni pensarlo… Es demasiado grande y seguro que no funciona. Cuando la han tirado, por algo será.

—Pues a mí me gusta. Parece un caballo.

—Vámonos. Tu padre nos está esperando.

— Ajuuu… Mamá… pues yo la quiero.

La madre tira del niño calle abajo y los dos desaparecen de mi vista.

            Durante un rato la gente sigue pasando por la acera y nadie toma en cuenta a la aparatosa bicicleta. En eso una señora mayor se detiene. Con parsimonia echa mano del bolso, saca sus gafas, se las coloca y observa con detenimiento la bici sin ruedas. La mira y la remira. Se agacha y con la mano hace girar los pedales. Aparentemente van bien. Vuelve a la acera y rastrea en el interior de su bolso. Toma su móvil y hace una llamada. Pasados unos minutos, aparece una camioneta con un 4x4 impreso en su costado. Está como partida por la mitad de manera que, delante, permite viajar a dos personas y en la parte de atrás – caja de carga, batea, cama, platón o palangana – se pueden transportar objetos grandes. Se bajan dos mozalbetes. Ambos llevan la cabeza afeitada, pantalones bombachos, camiseta negra de tirantes y chanclas. Sus brazos delatan el uso de las pesas en el gimnasio. La mujer les indica con la mano y, en un plis-plas, la plúmbea bicicleta —que parece tener alas— vuela por los aires y se posa suavemente en la batea de la camioneta.

— ¡Listo! —dice uno de ellos.

Me la dejáis en la terraza acristalada que da al jardín —aclara la señora.

            Desde mi ventana-observatorio, me digo: "Lo que se va por lo que se viene". El contenedor a veces actúa como escaparate de ocasión para dejar o para recoger, sin intermediarios, sin publicidad, sin discusión por el precio. Otras veces es un auténtico basurero donde mucha gente deja fuera lo que le da la gana.

            Los jóvenes se van y la señora, con alguna dificultad para andar, sigue su camino subiendo por la calle. El desplazamiento alternativo de sus caderas, primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha, indica cierta descompensación que generó el paso de los años.

            Entretanto, junto al contenedor de papel y cartón, se ha parado una furgoneta. Se bajan dos jóvenes armados con sus respectivos cúteres en la mano. Con asombrosa habilidad deshacen unas cuantas cajas de cartón que estaban fuera y las van colocando en la furgo. Sondean el contenedor azul y extraen los cartones que alcanzan. Como parece haber más material, uno de ellos rebusca en la furgoneta y vuelve con una especie de arpón para pescar los cartones del fondo. Sus movimientos son tan mecánicos y certeros que me recuerdan a los robots. "Deben de estar muy acostumbrados", pienso.

            El escenario de los contenedores parece no tener límites. No doy crédito a tanta afluencia de visitantes. Llega un carro de tres ruedas empujado por una mujer que claramente tiene pinta de extranjera: Faldón largo de colorines, de piel totada, pañuelo medio caído a media cabeza, bastante delgada… El carro que empuja está medio lleno o medio vacío, da lo mismo. La calificación no alterará el contenido de los hierros que lleva. A una distancia prudencial la sigue un hombre montado en una bicicleta que habla por el móvil sin perder de vista a la mujer. Deduzco que será su pareja, seguramente su marido. La dama rebusca en los contenedores. A veces se inclina tanto –dentro de ellos- que parece que se caerá dentro. Sin saber muy bien cómo lo hace, siempre cae de lado de la acera. Aparca su “tres ruedas”, saca una pequeña bolsa de su mochila y comienza a dar bocados a una manzana que transportaba. El marido hace lo propio: bocata, móvil, litrona y a sentarse en el césped al lado de su mujer. Se nota cierta jerarquía en la relación. Pienso que son valores absorbidos sin que nos demos demasiada cuenta. La fuerza de la costumbre es la mayor fuerza conocida. Así son las cosas.

            No ha pasado un cuarto de hora y en escena aparece un hombre de mediana edad y mediana estatura. Rubio, con cara redonda, gafas oscuras, barba de hace unos días, camiseta amarilla rayada de líneas verdes y una gorrilla roja. Empuja un supercarro que tiene por paredes somieres oxidados. Con paso lento, pero rítmicamente, desciende por la acera. Apacigua su marcha, aunque no se detiene del todo y, de forma magistral, empuja hacia arriba la tapadera del contenedor. Antes de que esta caiga, ha examinado el interior y decide continuar su recorrido. Tengo el tiempo justo para reconocer lo que acarrea y que a través de los somieres puedo ver. Transporta cuatro ruedas que están encima del colchón que ocupa el fondo. Distingo dos maletas que parecen estar en buen estado. A su lado, un viejo radiador. Varias mochilas cuelgan del tramo superior de los somieres. De pronto el hombre se detiene, saca unos auriculares del bolsillo y con ellos se tapa los oídos. Los conecta a su móvil e intenta buscar algo deslizando su dedo por la pantalla táctil. Frunce el ceño. Intenta concentrarse. Por la expresión del rostro deduzco que ha empezado a oír. ¿Música? ¿Un partido de fútbol? Quién sabe. Se guarda el móvil y prosigue su camino.

            El desfile por los contenedores parece no tener fin. Mi sorpresa impotente e incrédula me acosa cuando veo que un buscador, con toda su tranquilidad, abre la tapadera del contenedor y mete a un niño que esperaba en la acera. Me quedo estupefacto. El chiquillo es menudo y ágil. Seis, siete años quizás. Lleva ropa muy amplia, como prestada, y unas zapatillas de deporte que en un tiempo fueron blancas. Gorra de cazador. Se le ve feliz. Desde fuera, el adulto le indica con un palo las bolsas y los objetos que quiere mirar. Mi posición solo me alcanza a ver una pequeña mano que entra y sale. Al menos, estos devuelven a las entrañas del contenedor lo que no les atrae.

            Concluyo en que contar historias de los contenedores es un buen medidor del consumismo de la comunidad[1]. Sería como una especie de despilfarrómetro: por un lado está lo que se tira, quién lo tira, en qué estado está lo que se tira y dónde lo tira. De otra parte están las personas que lo recogen, sean empleados del ayuntamiento, trabajadores de alguna asociación de interés público o emigrantes de Europa que viven de lo que tiramos. Tanto los que aportamos como los que recogen, formamos parte de una inmensa galaxia de curiosos actores con una historia por contar. Nunca pensé en el contenedor como punto de encuentro de culturas y de ciudadanía. La psicología de todas estas personas y sus sentimientos quedan por ahora fuera de nuestro alcance, pero me inclino a pensar en la existencia de una Vía Láctea de anécdotas y de un libro con millones de páginas repletas de asombrosas respuestas. Un universo social por descubrir. ¡Vivir para ver!, que dirían mis abuelas.

            Los contenedores son un magnífico escenario para evaluar la educación de la ciudadanía, ya que separar la basura en casa, no depositar la orgánica antes de su hora, no dejar nada fuera de los contenedores, utilizar los centros de recogida selectiva de muebles, electrodomésticos, escombros, etc… son acciones propias de una sociedad preocupada por el medio ambiente y por la imagen de tu ciudad.

 



[1] Sería de gran interés socio- cultural que alguien elaborara una tesis doctoral sobre este tema.