Cuando éramos niños, los malos en
dibujo, calcábamos todo tipo de hojas, animales, caras o dedos de la mano y el
pie. Tenías que hacerlo con mucha rapidez mientras el maestro ocupaba su tiempo
y su atención en otros compañeros. Colocabas el original sobre el cristal de una
ventana, encima la libreta de rayas y con el lápiz perfilabas, al menos, la
forma, el exterior. La sombra era otra cosa. Bajo una intensa sensación de
fraude parecía que, al limitar el continente, el contenido no era tan
importante. Copiar en vertical era bastante incómodo y hacerlo en horas de
clase, a la vista de todos, podía ser peligroso. Entre el chivato de turno,
llamador de atenciones, y la experiencia del maestro, cualquiera de los dos,
podían arruinarte la nota y parte de la tarde. Aparte del suspenso y la mala
conciencia estaba la sanción de
repetir sin truco el dibujo de marras y emplear horas extras que salían de tus
ratos de juego.
En
casa, el copieteo era más natural y
en general más fácil: con el flexo, el cristal de la mesa y la tranquilidad que
daba la ausencia de testigos, el pulso no bailaba y crecía la atención.
Cometías los errores intencionadamente para que tu obra pareciera realmente
tuya. Recuerdo que mi técnica gravitaba en trazar contornos paralelos, más pequeños
o más grandes que el del original. Así, al superponerlos, las coincidencias
brillaban por su ausencia. Ese trabajo a escala unido a deslices forzados
escondía la triste realidad de no saber pintar, pero salí del paso.
Con
el tiempo mi padre se empeñó en que aprendiera a escribir con la máquina. Mira
que lo intentó, pero mi espíritu caótico y mi escasa dedicación frustraron el
intento para desdicha mía: aún hoy necesito mirar el teclado[1]
y escribo con cuatro dedos, lo que me hace perder una enormidad de tiempo y
cometer excesivos errores. Tengo que reconocer que mi contacto con la máquina
de escribir fue una relación de odio más que de amor pues me quitaba tiempo
para jugar y mis fallos, por falta de atención, desinterés o prisa, quedaban
señalados hasta la eternidad: entonces no había tipex ni de cinta ni líquido y para corregir remarcabas encima del
error la letra verdadera y quedaba una mancha bastante indescifrable. Mi padre
silueteó mis manos en un papel en blanco y escribió dentro de cada dedo las
letras a golpear, pero sirvió de poco. Aprendí algunas palabras como tabulador,
carro, bloqueamayúsculas, marginador, barra espaciadora, tecla de retroceso,….
pero no conseguí mecanizar ni mis manos ni mi mente. Aquel método, aunque eficaz, resultó ser para mí como un bozal
mental. Me llamó mucho la atención lo del papel de calco, contenedor de infinitos escritos superpuestos. Ese sencillo efecto
multiplicador que te permite el papel de calcar me dejó tan fascinado que,
después de más de cincuenta años, le ha dado nombre al blog donde pretendo
ejercer de aprendiz de las letras. De alguna forma entiendo que, al escribir,
calco lo que refleja mi cerebro, aunque no sea un duplicado exacto ni la
pantalla esté compuesta de papel, pero me agrada la metáfora. Al final, este
sistema digital, permitirá difundir copias ilimitadas como si fuera un mágico
papel para calcar.
Hacer literatura me parece difícil: es pura creación reservada a los dioses, pero desde mi vida y mi experiencia, con mis fallos y aciertos, es lo que modestamente intento.
[1] El
teclado QWERTY es la distribución de teclado más común. Fue diseñado y patentado
por Christopher Sholes y vendido a Remington en 1873.
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