28 noviembre 2021

Papel de calco

 

Cuando éramos niños, los malos en dibujo, calcábamos todo tipo de hojas, animales, caras o dedos de la mano y el pie. Tenías que hacerlo con mucha rapidez mientras el maestro ocupaba su tiempo y su atención en otros compañeros. Colocabas el original sobre el cristal de una ventana, encima la libreta de rayas y con el lápiz perfilabas, al menos, la forma, el exterior. La sombra era otra cosa. Bajo una intensa sensación de fraude parecía que, al limitar el continente, el contenido no era tan importante. Copiar en vertical era bastante incómodo y hacerlo en horas de clase, a la vista de todos, podía ser peligroso. Entre el chivato de turno, llamador de atenciones, y la experiencia del maestro, cualquiera de los dos, podían arruinarte la nota y parte de la tarde. Aparte del suspenso y la mala conciencia estaba la sanción de repetir sin truco el dibujo de marras y emplear horas extras que salían de tus ratos de juego.

               En casa, el copieteo era más natural y en general más fácil: con el flexo, el cristal de la mesa y la tranquilidad que daba la ausencia de testigos, el pulso no bailaba y crecía la atención. Cometías los errores intencionadamente para que tu obra pareciera realmente tuya. Recuerdo que mi técnica gravitaba en trazar contornos paralelos, más pequeños o más grandes que el del original. Así, al superponerlos, las coincidencias brillaban por su ausencia. Ese trabajo a escala unido a deslices forzados escondía la triste realidad de no saber pintar, pero salí del paso.

               Con el tiempo mi padre se empeñó en que aprendiera a escribir con la máquina. Mira que lo intentó, pero mi espíritu caótico y mi escasa dedicación frustraron el intento para desdicha mía: aún hoy necesito mirar el teclado[1] y escribo con cuatro dedos, lo que me hace perder una enormidad de tiempo y cometer excesivos errores. Tengo que reconocer que mi contacto con la máquina de escribir fue una relación de odio más que de amor pues me quitaba tiempo para jugar y mis fallos, por falta de atención, desinterés o prisa, quedaban señalados hasta la eternidad: entonces no había tipex ni de cinta ni líquido y para corregir remarcabas encima del error la letra verdadera y quedaba una mancha bastante indescifrable. Mi padre silueteó mis manos en un papel en blanco y escribió dentro de cada dedo las letras a golpear, pero sirvió de poco. Aprendí algunas palabras como tabulador, carro, bloqueamayúsculas, marginador, barra espaciadora, tecla de retroceso,…. pero no conseguí mecanizar ni mis manos ni mi mente. Aquel método, aunque eficaz, resultó ser para mí como un bozal mental. Me llamó mucho la atención lo del papel de calco, contenedor de infinitos escritos superpuestos. Ese sencillo efecto multiplicador que te permite el papel de calcar me dejó tan fascinado que, después de más de cincuenta años, le ha dado nombre al blog donde pretendo ejercer de aprendiz de las letras. De alguna forma entiendo que, al escribir, calco lo que refleja mi cerebro, aunque no sea un duplicado exacto ni la pantalla esté compuesta de papel, pero me agrada la metáfora. Al final, este sistema digital, permitirá difundir copias ilimitadas como si fuera un mágico papel para calcar.

El papel de calcar, como las hojas tiene su haz y envés; como la vida, tiene su cara y cruz, encierra -silencioso - multitud de palabras que su tinta fusiona y permite la replica de páginas idénticas enteras. Es lo que más me llama la atención: fue una sencilla hoja de papel ahorradora de tiempo, pero su hora pasó y es pieza de museo.

Hacer literatura me parece difícil: es pura creación reservada a los dioses, pero desde mi vida y mi experiencia, con mis fallos y aciertos, es lo que modestamente intento.




[1] El teclado QWERTY es la distribución de teclado más común. Fue diseñado y patentado por Christopher Sholes y vendido a Remington en 1873.

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