25 agosto 2025

La poliédrica aprendiza




Para Pedro y Platecor: Su trabajo y dedicación me inspiraron.

 A sus cuarenta años, Antonia vivía sola. Trabajaba en una asesoría que estaba especializada en solucionar cualquier tipo de trámites, todos los trámites. El papeleo era la columna vertebral de aquel negocio. Lo mismo se defendía un pleito con un banco, que arreglaban herencias, que se solicitaba permiso para un coto de caza. Las fronteras de aquellos despachos las marcaban los clientes, pues el equipo de compañeros y compañeras —todos con gran experiencia en su sector— eran conocedores de rincones y vericuetos relativos a la declaración de la renta, fueran de particulares o de empresas; permisos de armas; administración de fincas; alquileres de viviendas y locales, urbanos o rurales; seguridad social; contabilidad de PYMES, etc.

          Ella gozaba de gran prestigio como administradora de fincas. No había comunidad de vecinos, ni de propietarios, que se le resistiera a sus prudentes observaciones ni a sus acertadas soluciones presupuestarias. Tenía útiles, y múltiples, contactos con electricistas, albañiles, cerrajeros, pintores, empresas de limpieza, aseguradoras y cooperativas de mantenimiento, en general. En este particular terreno de la empresa, el jefe no daba un paso sin su consentimiento o su consejo. Se conocía a los presidentes de todas las comunidades —llevaba casi noventa— por nombre y apellidos y, en sus archivos, disponía de una ficha con el perfil de cada colectivo. A las comunidades las calificaba con variados adjetivos: tranquila, conflictiva, pamplinosa, exigente, participativa, molesta, problemática, educada, etc., y a los presidentes o presidentas los trataba como si fueran alcaldes de una pequeña aldea. De todos tenía el número de teléfono y dirección de correo electrónico. Los problemas de convivencia eran la mayor fuente de conflictos, para los cuales había que tener una psicología especial que daban la experiencia y los años. Las quejas, por incómodos ruidos o por la suciedad que generaban algunas obras, estaban a la orden del día, sobre todo en escaleras y ascensores.

          En una ficha elaborada por ella, anotaba la edad del edificio, número de plantas y cantidad de pisos; población estimada del bloque; número de ascensores y de trasteros; cuarto de bicicletas; cuarto de contadores de agua y de luz; calefacción central o individual; cocheras; patios de luz; azoteas; locales comerciales en planta baja; pisos en alquiler o en venta, etc. Cualquier reparación —por pequeña que fuera— quedaba anotada en el apartado de incidencias. Las obras de cierta envergadura tenían su propia carpeta donde constaban los presupuestos pedidos, los aceptados, plazo de ejecución, pagos a cuenta, liquidación, etc.

 
     
Así que, cuando asistía a una junta, disponía de un exhaustivo dossier informativo que la hacía salir airosa de cualquier situación, por difícil y pantanosa que fuera. En su trabajo era una mujer muy segura de sí misma y una excelente profesional.

          Particular atención prestaba —siempre fuera de su horario laboral— a las transacciones de inmuebles, fueran compras, ventas, alquileres o herencias, faceta que en ocasiones excedía al ámbito de su empresa. Su excelente fama como administradora le facilitó muy buena imagen como intermediaria. Conocedora de todos los pormenores de las comunidades, siempre con una discreción encomiable y un tacto similar al de un topo de nariz estrellada, participaba con soltura en tratos de compra-venta y alquileres. Ganaba un dinerillo extra como comercial de asuntos inmobiliarios —corredora en otros tiempos—, pero siempre con una profesionalidad madura y exigente. Su jefe lo sabía, pero la dejaba hacer. Era consciente de que para Antonia lo primero era la empresa. Lo otro, su negocio particular, era una actividad colateral que a él no le perjudicaba para nada.

          Con ese dinero extra, y con la información privilegiada asociada a su contexto socio-laboral, compró un local de cien metros cuadrados en una esquina perfecta de un buen barrio, muy bien comunicado con el centro. La empresa propietaria, dedicada a la venta de flores, abandonaba el negocio por dificultades familiares. Su idea era arreglarlo y transformarlo en un apartamento familiar dedicado al turismo. Una buena amiga tenía una empresa que —por un precio módico— se ocuparía de todo una vez terminada la obra.

    La obra es cosa tuya —le había dicho su amiga. Llámame cuando la tengas terminada y con los muebles puestos.

          Antonia arregló todo el papeleo para iniciar la obra. Buscó entre sus albañiles, pero todos estaban ocupados. No tenía prisa, aunque el gusanillo de empezar la carcomía por dentro. Terminó buscando un albañil, con su ayudante, amigo de un amigo. El albañil era un polifacético que hacía de todo, pero con el síndrome del pato. El pato corre, vuela, nada y canta, pero bien, bien, lo que se dice bien, no hace nada. El albañil no iba del todo bien. La obra progresaba, pero lo hacía despacio y faltaban muchos remates en algunas cosas: grifos que goteaban, falta de una segunda mano de pintura en algunas habitaciones, luces que no encendían y la línea recta era una quimera entre los azulejos de la cocina. La solería, como era para pisarla en palabras del albañil, pues tampoco tenía que ser perfecta. Cada semana Antonia le daba una cantidad de dinero como sueldo y como pago de los materiales. Todo, claro está, con sus correspondientes facturas y recibos.

          Un día el albañil le comentó que si le podía adelantar los 35.000 euros que faltaban para terminar… había encontrado un chollo de materiales, pero exigían pagar al contado y ¡ya! Antonia accedió a ello. A los dos días se pasó por la obra para echar un vistazo y se encontró todo aquello vacío: allí no había ni rastro de los albañiles, ninguna herramienta y, prácticamente, ningún material. Encima de medio saco de cemento encontró las llaves y una nota: “Lo siento”, decía.

          La primera reacción fue de una impotencia absoluta. Lloró, gritó; lloró y gritó. Los 35.000 dolían, pero el mayor agobio era ver todo aquello sin terminar. Antonia tenía guardada una pequeña cantidad para comprar los muebles en AKIAY, lo cual podría esperar, pero buscar otro albañil polifacético que terminara y cubriera los flecos pendientes le resultaba superior a sus debilitadas fuerzas y a su pobre ánimo. Decepcionada, se fue a su casa con los hombros caídos y las piernas pesadas. Esa noche, se acostó sin cenar. No pudo dormir. Solo podía pensar en cómo salir de aquel atolladero. Estaba rota por dentro.

          Pasaron las semanas repletas de rutina y con el ánimo bajo mínimos. Hablaba poco. Buscaba la soledad ensimismada en sus penosos pensamientos. Una tarde, tras la jornada de trabajo, estaba en casa viendo la televisión. De repente, el enchufe de la estufa pegó un chispazo. Saltó el diferencial: se fue la luz.

          Con la energía vital por los suelos, desenchufó la estufa:

    Vaya mierda, pensó.

          Conectó el diferencial y colocó la estufa en otro enchufe.

    Si es problema de la estufa, volverá a saltar —se dijo. Si no se corta la luz, el problema está en el enchufe.

          La luz no se cortó. La estufa volvió a calentar. Tocó el enchufe —presunto problemático— y notó que estaba suelto y algo caliente.

          Antonia, conocedora de los tutoriales de tuyoube, se metió en internet y buscó cómo solventar los problemas que podría dar un enchufe. Lo primero era cortar la corriente, el interruptor general y luego quitar los tornillos y adentrarse en el dispositivo. Todo parecía bastante fácil. Encontró que uno de los cables del interior se había soltado. Analizó con sumo interés los vídeos y dedujo que aquello no debía tener mucho problema. Colocó bien los cables y apretó los tornillos. ¡Todo debía quedar bien sujeto! Le pareció que la reparación tenía buena pinta, así que volvió a enganchar el interruptor general y conectó la estufa en el enchufe recién arreglado. ¡Perfecto!

          Aquel mínimo paso fue una reducida gran satisfacción. Nunca había sido una “manitas”, pero ese arreglo le subió su disminuida autoestima. La hizo sentir bien. Fue al frigorífico y cogió una cerveza. Se preparó un aperitivo. El primer sorbo le encendió la bombilla: Ella terminaría el local que el albañil dejó a medias. Preguntaría a su red de empresas colaboradoras de mantenimiento; con vídeos de tuyoube y los consejos de algún comerciante, completaría poco a poco todo lo que quedaba por hacer. Aparte de salirle más económico, se entretendría. Aprendería fontanería, electricidad, carpintería, albañilería, etc. Pintaría y hasta diseñaría algún mueble. ¡Todo lo iba a hacer ella!

          Estaba convencida de que el mejor aprendizaje sería la práctica, así que se puso manos a la obra. Lo primero que hizo fue cambiarse el nombre: de ahora en adelante se llamaría Toñi. Antonia había pasado a la historia. Cada día, después de la jornada intensiva, se dedicaba a sus chapuzas. Aleccionada por compañeros, compró una serie de herramientas básicas. Empezó por los enchufes y los interruptores que daban problemas. Estos pequeños arreglos, debido a la ubicación de los mismos, llevaban aparejadas labores, también pequeñas, de albañilería o de carpintería. Con cuidado y muy despacio culminó la instalación de lámparas, apliques y plafones. Combinó luces cálidas con blancas, consiguiendo una iluminación ambiental adecuada para cada estancia. Para la revisión definitiva del diferencial, solicitó la ayuda de un técnico. Las puertas, todas blancas, se las puso un compañero y la cocina la compró en una empresa que cerraba por liquidación. En ambos casos actuó de peona aprendiza. La fontanería la resolvió por el método de ensayo–error. La ducha la tuvo que colocar hasta cinco veces, pero al final quedó perfecta. Para la instalación del termo eléctrico, contrató a una empresa. No era cuestión de arriesgar. Los asuntos de carpintería metálica y cristales, por fortuna, los había terminado el sentido estafador. Todos estos remates le llevaron varios meses, pero al cabo de un año su piso lo sentía más suyo; las cosas se habían hecho a su gusto y se había ahorrado un buen dinero. Además, había aprendido una barbaridad. La pintura final no tendría ningún problema. Midió todas las habitaciones y, sabiendo el destino de cada una de ellas, encaminó sus pasos al “Palacio de las Pinturas”, empresa experta en el asunto. Cada dormitorio llevaría un color; la cocina tendría su propia personalidad con un color diferente. El salón y los pasillos irían en un tono beige, muy clarito. Con las recomendaciones que le dio la firma comercial y su gran sentido común, dejó su casa hecha un primor. Pero lo esencial fue que se sintió satisfecha consigo misma. Con esfuerzo y tesón, había conseguido tornar en muy positiva una situación que, en principio, calificó como desastrosa.

          Al final, aprendió tanto que se dedicó a modificar pisos, hacer reformas, rediseñar habitaciones, mejorar cuartos de baño… Abandonó su trabajo y creó una empresa constructora de innovaciones y mejoras. Todo por su cuenta. Trabajaba como una operaria más, aparte de ser la directora de obras. Nunca sospechó que tuviera esa pasión por el mantenimiento, la modificación y la restauración de viviendas. Diariamente, daba las gracias al cielo y al destino por haber puesto aquel albañil en su camino, albañil que sin querer le dio la oportunidad de conocer una vocación que la colmó de felicidad y la mejoró como persona. El azar había manifestado, una vez más, su enorme capacidad para cambiar el rumbo de la vida. Azar, esfuerzo y capacidad de adaptación, motores y escultores eternos de personas y situaciones.


26 julio 2025

Juan y las moscas

 


Juan abandonó la tienda de electrodomésticos sin mirar atrás. Olía mucho a plástico y su ropa se impregnó de aquel olor. Nada más salir, una mosca se le colocó detrás de la oreja. No era estar mosqueado o pendiente de algo; fue que, físicamente, una pequeña mosca se le quedó pegada a su piel. La quitaba, volaba un poco y regresaba a la nariz, a la comisura de los labios, a la calva... Juan no dejaba de mover sus manos para ahuyentarla. Hacía movimientos muy extraños, como si estuviera poseído por un demonio o por un mal.

            Tantas veces se posó en la cara y en los brazos que, aunque la mosca desaparecía a ratos, Juan seguía agitando manos y brazos en modo de espantamoscas. Ya no quería evitar que se le posaran o no, quería evitar que se le acercaran.

            Pasó por un restaurante chino que tenía la puerta abierta. De él salieron tres moscas pequeñitas. Las tres siguieron la estela de Juan con continuas amenazas de aterrizar en su cuerpo. Es como si lo hubieran estado esperando. El tamaño de las moscas era inversamente proporcional a su perseverancia, así que no le dieron ni un momento de reposo.

    Qué pesadas —dijo, y siguió andando.

            Al volver la esquina, se tropezó con una amiga. Al verlo agitado, le preguntó:

    ¿Te pasa algo?

    Pues sí —respondió Juan. Llevo casi media hora espantando moscas. Me dan un asco horrible y además son muy molestas... Es como si mis hormonas las atrajeran... No me dejan en paz ni un segundo. Igual es mi sudor o el olor a plástico que arrastro desde la tienda de Miguel.

    Los humanos somos muy atractivos para las moscas... —le comentó Irene. Las atraen el sudor, los restos de comida sobre la piel y la humedad. Por otra parte, como son insectos de sangre fría, nuestro calor corporal les ayuda a mantener su temperatura.

    ¡Vaya! No sabía que eras tan experta en moscas —expresó Juan.

    Tuve un buen profesor de Biología y le encantaban estas curiosidades. Si lo piensas, es de sentido común —manifestó la amiga. A veces, también se posan en la piel por casualidad.

    Mira, Irene, ya está bien de explicaciones —refunfuñó Juan. Yo lo que quiero es que me dejen en paz. Me importan un bledo las moscas y su comportamiento, pero me gustaría saber por qué hoy, precisamente hoy, no me dejan en paz. ¿Tienen las moscas manías persecutorias? —preguntó.

    Igual eres diabético y no lo sabes. Las moscas tienen tendencia a instalarse en ambientes azucarados. Lo dulce, como por ejemplo la miel, las atrae sin remisión, siguió explicando Irene.

    Sí, afirmó Juan. Yo aprendí en la escuela aquella famosa poesía, y fábula a la vez, de Samaniego que decía:

A un panal de rica miel
dos mil moscas acudieron,
que por golosas murieron
presas de patas en él.
Otra, dentro de un pastel
enterró su golosina.

Así, si bien se examina,
los humanos corazones
perecen en las prisiones
del vicio que los domina.

            Juan estuvo todo el rato intentando despegarse de su cuerpo a las tres moscas. Al finalizar la conversación que mantuvo con su amiga, se habían convertido en trece. Realmente era insoportable y el continuo movimiento de sus extremidades superiores le estaba resultando agotador.

    Me voy —le dijo. ¡Menuda historia me ha caído encima!

             Se despidió sin más, acompañado de un enjambre de moscas que casi le tapaban la cara y no le dejaban ver. Agobiadísimo, entró en un bar. Las moscas lo siguieron. Los escasos clientes se quedaron estupefactos. Juan era una persona con la cabeza rodeada de moscas por todas partes. Parecía un cabezudo, salvando las distancias. La gente empezó a protestar ante la presencia de tanto insecto.

    Haga algo —le exigieron al dueño.

            Ante la llamada de atención de este, Juan le explicó al patrono que no podía hacer nada. Solo mover sus manos y darse manotazos que apenas tenían efecto.

    Me puede pedir un taxi, por favor —imploró Juan al señor de la barra.

            Este, con tal de quitarse aquella situación de encima, accedió y a los pocos minutos llegaba un taxi a la puerta. Juan salió corriendo y consiguió quitarse algunas moscas de encima, pero más de la mitad se metieron en el taxi con él. Juan empezó a sentir pequeños mordisquitos en su cara. Las moscas lo estaban devorando en vida. Eran moscas de establo que muerden para obtener sangre. Pero ¿qué relación tenían las moscas de establo con él?

            El taxista estaba esperando que le dijera la dirección del destino. Miró por el espejo retrovisor y se horrorizó al ver una cabeza casi cubierta por las moscas. Juan intentaba hablar, pero tenía miedo de abrir la boca ante el peligro de que aquellas malditas moscas se instalaran en su garganta. Recordó lo feliz que sería el papamoscas cerrojillo, pájaro que abre el pico para que entren las moscas. Aunque, quién sabe, igual se atragantaba con la presencia de tanto insecto. Este consumado insectívoro es de pequeño tamaño, cuerpo compacto, cabeza ancha y pico fino. Tiene una llamativa mancha blanca en la frente. En la catedral de Burgos, un autómata llamado Papamoscas abre la boca a todas las horas en punto y con su mano derecha acciona el badajo de una campana. Él, en cambio, no podía abrir la boca ni un segundo. Con la mano izquierda se tapó la nariz para impedir el paso a unas atrevidas y aventureras moscas que amenazaban con invadirlo. Por fin tomó un papel y escribió la dirección de su casa. El camino se le hizo largo, larguísimo, con un taxista que no dejaba de vigilarlo por el espejo retrovisor.

            Al llegar a su casa, pagó como pudo y se bajó del coche. Manos y cara, únicas partes al destapadas de su cuerpo, seguían cubiertas por cientos de moscas que casi no le dejaban respirar. El taxi se alejó con rapidez. Para el taxista el trayecto había sido una pesadilla. Al bajarse Juan, por fortuna, todas las moscas se bajaron con él.

            Entró en su casa y fue directo al cuarto de baño; tenía náuseas y vómitos. Se sentía fatal. Un intenso y repentino dolor abdominal le obligó a inclinarse para paliar en algo el dolor de la tripa. No tenía ganas de comer. Las moscas seguían revoloteando a su alrededor y se turnaban para posarse en él. Encontró unos guantes. Con apuros se los colocó en las manos. Tener las manos libres de moscas le reportó un gran consuelo. ¿Qué podría hacer? Recordó que en la cochera tenía un resto de tela de mosquitera. Buscó unas tijeras y una grapadora. Tenía la esperanza de fabricarse una especie de bolsa protectora que lo aislara de la nube de moscas que no dejaban de darle mordisquitos y más mordisquitos. Su abdomen estaba hinchado, lo que le hacía sentir una tremenda sensación de estar lleno. Como si se hubiera comido una vaca. Siguió confeccionando una bolsa que cosió con la grapadora. Vestido, sin zapatos, desesperado, se metió en la ducha. Le dio a tope al agua fría, cosa que detestaba. Las moscas, sorprendidas y molestas por la frialdad del agua, salieron disparadas. Juan sintió su rostro liberado. Con rapidez se colocó en la cabeza la bolsa que había fabricado, la cual amarró en su parte inferior con una cuerdecita que tenía preparada. Estaba empapado, pero sin moscas sobre su cuerpo, que ahora, como locas, deambulaban por la habitación. Con cuidado, abrió la puerta. Salió y la cerró de prisa, aunque algunas moscas lo siguieron. Esto impedía que se quitara la reciente protección de su cabeza. Recordó un documental sobre Kenya. Aparte de las maravillosas maravillas naturales que el país encierra, tenía en la mente fotogramas de niños llenos de moscas. Nadie, ni siquiera ellos mismos, se molestaban en apartarlas. Todos estaban sonrientes mostrando unos dientes más que blancos.

            El dolor abdominal, las náuseas y vómitos no remitían. Cada minuto se sentía peor. Tendría que llamar al 061, emergencias sanitarias, y pedir ayuda. Se sentía débil y desanimado, pero antes tendría que ponerse ropa seca. Su aspecto lo suponía horroroso y poco digno. Las moscas seguían zumbando a su alrededor, pero al no poder posarse sobre su cuerpo, sintió cierto alivio. Guantes y bolsa mosquitera habían funcionado. Se sintió destemplado. Buscó un paracetamol de 600 y se lo tomó con un poco de agua.

     Me sentará bien —dijo.

             No habían pasado un par de minutos cuando vomitó el agua y el paracetamol. Mala cosa eso de los vómitos. Con enorme dificultad, yendo de habitación en habitación, consiguió despistar a todas las moscas. Se secó bien, se puso ropa limpia y volvió a colocarse la bolsa mosquitera y los respectivos guantes. Si una mosca más se posara sobre su rostro, se volvería loco. Era un enorme martirio, del tipo de la gota malaya. Exhausto por tanto vómito, el dolor de vientre, la fiebre y las moscas, llamó al 061. Les dio abundantes detalles sobre su situación, incluidas las perseverantes moscas.

             El equipo de sanitarios se presentó con todo tipo de precauciones. No faltó una enorme bolsa mosquitera de cuerpo entero. Juan pensó que era similar a una de esas bolsas que esconden los cadáveres, aunque con agujeritos para poder respirar. Embolsado, lo trasladaron al hospital. Todas las moscas se quedaron en la casa. El cuadro clínico no era bueno. El médico del equipo diagnosticó un infarto intestinal. Cuando llegaron al hospital, lo llevaron directamente a hacerle un TAC. En media hora tenían los resultados. La necrosis intestinal, debida a la interrupción del flujo sanguíneo, era demasiado amplia para remediar la situación con medidas quirúrgicas.

            Uno de los médicos se dirigió a Juan y le dijo que sería conveniente contar con la presencia de un familiar, que estaba demasiado solo. Tendría que quedarse en observación. Juan llamó a su hermano Alberto, que vivía a cuatro horas de allí. Le contó todo lo ocurrido y que se quedaría en observación, que no era urgente, pero que si podía, que se viniera.

     El intestino es un segundo cerebro —comentó un enfermero.

             Juan moriría en pocas horas. Poco a poco fue perdiendo conciencia hasta entrar en coma. Su hermano no llegaría a tiempo. Las moscas actuaron como genuinas señales de alarma. Su agudo sentido del olfato había detectado que Juan se estaba pudriendo en vida. Sus antenas, a modo de nariz, cubiertas de receptores quimiosensoriales, les permitían identificar sustancias volátiles que emana la materia orgánica en descomposición. La primera mosca que acudió, reveló que Juan llevaba muriéndose ya varias horas.

 

 

16 mayo 2025

En un bar cualquiera... ¡un simpa!

 


Todo ocurrió en un bar cualquiera, en un rato cualquiera. Rafael entró y observó tras la barra a un camarero joven y a una mujer madura, la encargada. Ambos vestían de negro. Ella, pelito corto y blanco, con corte muy moderno, como si fuera joven. Él tenía barba poco densa, camiseta ajustada, con bíceps de gimnasio y pelo a lo cepillo. La jerarquía es patente, por años y presencia.

               Al otro lado de la barra, en la parte del público, había una chica joven con moda tipo ETA en pelo y vestimenta. Intercambiaba palabras con un chico muy alto. Este, llevaba un desgastado pantalón vaquero y mochililla a la espalda. Una melena larga y descuidada le tapaba la cara: no la dejaba ver. Tampoco el veía demasiado. El chico no paraba de moverse de un lado para otro mientras pegaba la hebra, embelesadamente, con la chica. Parecía que flirtean alojados en sus risas y abundantes palabras. De pronto, ella cogió el teléfono y puso reguetón a tope de volumen.

               El local es pequeño y, aunque Rafael se sienta en un rincón apartado, no puede distanciarse de lo que está ocurriendo a cuatro metros de él. El diálogo entre los jóvenes es vivo y en directo: emiten con potencia. Los datos que le llegan, irremisiblemente, lo arrastran a implicarse y monta su película: La mujer encargada, con pelo corto y blanco, debe ser la madre de la chica. La joven sale con el chico –seguramente- sin mucho compromiso. Desde su esquina, Rafael intuye que la chavala, inventando una excusa, ha pasado por el bar para que la madre conozca a su pareja o le dé alguna cosa. María, la madre, en su parcela al otro lado de la barra, ha pensado lo mismo.

               La madre se muestra afectuosa y le dice a su hija:

     ¿Quieres que te cocine algo?

    Vale. Prepara lo de siempre le respondió la hija.

     ¿Te refieres a la tortilla de jamón con tomate natural?

    ¡Bingo! contestó la chiquilla.

               En paralelo, el chaval requiere un bocadillo al camarero joven. “¿De qué lo quieres?”, le pregunta al muchacho.

    A mí me da lo mismo, le responde desde su cara oculta.

     Tienes que acostumbrarte a pedir aquello que te gusta. Ese me da lo mismo tienes que concretarlo, matiza el camarero. “Así, sin aclarar, no sé lo que ponerte”.

    Bueno, pues que sea de jamón. Un bocadillo de jamón, indica sin mirarlo.

               La mujer, diligente, se mete en la cocina. Desde la calle, con la música a todo trapo, entran tres jóvenes. Parecen africanos. Van superarreglados, con pantalón vaquero, distintas sudaderas y zapatillas blancas. Uno de ellos, mirando hacia la barra, reclama: “Máquina, por favor”. Se refiere al tabaco. El camarero toma el mando a distancia y activa el mecanismo. La máquina responde con un piloto en verde que guiña sin cesar. Los tres chavales, entre evidentes bromas ruidosas y exteriores, dudan sobre la marca. Al final, optan por un Ducados. Rafael, en su rincón, piensa que son muy pocas las personas que saben que el nombre de Ducados proviene de la moneda de oro que se incorporó al diseño del aspecto inicial. Recuerda que, hace ya muchos años, cuando con dos paquetes no tenía suficiente y buscaba nervioso la compra de un tercero, su nariz y su boca servían de chimeneas. Estaba seguro de que con el alquitrán que acumulaban sus alveolos se podrían asfaltar, al menos, las mesas del despacho.

     Tiene usted los pulmones como un brasero de picón, qué barbaridad le dijo el médico al ver aquella placa vestida de luto riguroso.

               Y claro, tuvo que dejarlo después de varias noches durmiendo en un sillón ante la imposibilidad imposible de hacerlo horizontal.

               La mujer encargada salió de la cocina. Rafael volvió a la realidad. La vio con las dos manos ocupadas por sendos platos. En uno la tortilla; en otro, el bocadillo. María, se dirigió a los jóvenes. Les dijo:

     Espero que estén buenos. ¡Que aproveche!

     El olor resucita a los muertos añadió la mozuela.

     ¡Qué buena pinta tienen! apostilló el chaval.

               Con un movimiento rápido, el chico agarró su bocata y le dijo a la chica:

     Ahora mismito vuelvo.

               Salió muy tranquilo, casi con parsimonia, sin llamar la atención. Nadie le dijo nada. La chica comenzó a dar cuenta de su rica tortilla, aliñada con amor de una madre, y pidió un vaso de agua.

     ¿A dónde ha ido tu amigo? preguntó el camarero.

     No sé. Me ha dicho que ahora viene. Pero que… ¡Amigo mío no es!

     ¿Cómo? ¿Que no conoces a ese chaval con la conversación que teníais? le preguntó la madre.

     ¡Para nada! Se me pegó en la calle. ¡Tiene muy buen rollo! ¡Se empeñó en entrar aquí conmigo! ¡Es divertido! respondió la hija.

     Hija mía, parecemos tontas. Ese chico nos ha utilizado; nos ha hecho una envolvente perfecta y nos ha pagado con un “simpa”. Javier, por fa –le dijo al camarero asómate a la puerta a ver si está ahí todavía.

               Javier, literalmente, voló sin alas. En la calle, mirando a derecha e izquierda, intentaba identificar a alguien que llevara mochila y melena –vertical antifaz y mascarilla a la vez—; buscó el pantalón vaquero…, pero nada. El mozalbete había desaparecido. Con cara de desesperación volvió al bar. Las dos mujeres tradujeron su rostro relleno de impotencia. No preguntaron nada.

     ¡Hijo de la gran china! ¡Qué habilidad! gruñó la madre.

     ¡Como estratega un diez! exclamó Javier. Es que ni por un instante se me ha pasado por la cabeza que no fuera amigo de su hija.

     ¡Seguro que no es la primera vez que lo hace! replicó la hija. Como me lo tropiece por ahí, le voy a montar un pollo del tamaño de un avestruz. ¡Será imbécil!

               En ese escenario, como todos los días, entró don Agapito, alias “heredero de Séneca”, que venía a convidarse.

     ¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Son impresiones mías o está revuelto el gallinero? preguntó.

     Nada, don Agapito, que nos acaban de hacer un “simpa” delante de nuestras narices y no hemos podido evitarlo masculló la madre. Vamos a tener que cobrar primero y luego servir o bien servir con una mano y cobrar –en simultáneo- con la otra.

     ¡Hay gente pa tó! ¿Y ha sido mucho el daño? susurró el recién llegado.

     Poca cosa: un bocata de jamón aclaró Javier.

    De poca cosa nada replicó la encargada, que era jamón ibérico y, al pensar que era amigo de mi hija, lo cargué un poco más.

     ¿Hablamos de diez o doce euros? preguntó el abuelete. ¡Eso es poca cosa!

María, la madre, se encabritó y dijo:

     Mire, don Agapito, ciertamente la cantidad no es mucha, pero… la calidad del acto es importante. Me siento engañada y humillada por un niñato pícaro y sinvergüenza. Ha utilizado a mi hija como cebo en un anzuelo y yo he picado por la atmósfera que el “pájaro” ha creado con tino y habilidad. Nos ha hecho colaborar a los tres: Javier, mi hija y yo. Ahora ya, de nada vale lamentarse.

     María, te conozco desde hace años y eres una profesional como la copa de un pino. No me gusta verte así. ¡Olvídalo! Tanto amor propio no conduce a nada bueno. Ahora eres rehén del bocadillo y del sinvergüenza. Era Santa Teresa la que decía: “Nada te turbe, nada te espante…” Así que calma. Si ya no tiene arreglo, ¿de qué te preocupas? El otro se habrá comido el bocadillo y estará tan feliz. No merece la pena.

     ¡Claro, como a usted no se lo han hecho!… espetó María.

    No me digas eso… Cuando alguien muere, tú mueres un poquito; cuando alguien roba, tú sufres alguna consecuencia del robo aunque no te des cuenta; cuando alguien nace, tú vuelves a nacer; cuando alguien es feliz, algo de su felicidad te llega… porque nadie somos una isla del todo… todos estamos conectados. Formamos parte de la energía del universo y todo nos afecta a todos… explicó don Agapito.

     ¡Ay, don Agapito, que bien habla usted! Las cosas que dice… Con razón le apodan “el heredero de Séneca”. ¿Le apetece otra copita? dijo María con un tono de voz irresistible.

     Viniendo de usted, no le puedo negar la invitación. Con tal de satisfacer sus deseos soy capaz de tomarme la botella respondió el abuelo.

     No me diga usted esas cosas que me ruboriza —apuntó la mujer titubeando.

     No se lo digo para que se ruborice. Se lo digo porque es la verdad. Ah, y le tengo que decir que no soy “el heredero de Séneca”. En todo caso, y como mucho, seré “un heredero más del prestigioso filósofo cordobés”.

     Pues para mí es usted la reencarnación del célebre maestro –apostilló la mujer.

     En ocasiones así, es conveniente tener a mano un buen bote de sonrisas. Dejémoslo: Ya es demasiado tarde —remachó el invitado.

               Rafael, en su rincón, estaba rindiendo sin haberlo pretendidoun imprevisto homenaje al convidado de piedra.

               Primer final: Pasadas un par de horas, en un bar del extrarradio, la hija y el melenudo se juntaron para preparar el segundo “golpe” del día. Engañar al prójimo y comer gratis, se había convertido en un hobby obsesivo. Eran emocionantes ese tipo de experiencias. Toda una secreción de adrenalina de la buena.

               Segundo final: a las pocas semanas, la chica y el “comedor de bocatas de jamón” se encuentran en la verbena de un barrio. Ella monta en cólera y a voces, lo llama ladrón, imbécil, aprovechado,…

     Págame lo que le debes a mi madre o llamo a la policía le chilla.

               La gente se arremolina. El chaval se ve atrapado. La chica con la que va le pregunta:

    ¿Se puede saber qué pasa? ¿Qué número estás montando ahora?

               Superado por el conjunto de circunstancias, con todo el dolor de su corazón, el chico se echa mano al bolsillo trasero del pantalón, saca un billete de diez euros y se los entrega a Lydia diciéndole:

     Toma, para tu madre. Siempre consideré que aquel bocata era una invitación. No volví porque me puse malo de repente y me tuve que ir para mi casa.

     Espero que ya estés recuperado y no te cruces más en mi camino. Aparte de ladrón eres un mentiroso y por favor: ¡Pélate un poco! Estarías mucho más guapo.

23 abril 2025

El libro en su día

 


Desde estas líneas, hoy 23 de abril, “Día del Libro”, quiero rendir mi particular homenaje a este universal y práctico objeto, sea digital o impreso, como elemento vertebrador de la cultura, del desarrollo personal y de la sociedad. ¿Os habéis parado a pensar cómo sería una sociedad sin libros y, por ende, sin escritores, sin poetas? La lengua ha sido, y es, una extraordinaria herramienta; sin duda la mejor desarrollada por el hombre. Como potente ingenio, es complejo y flexible; al mismo tiempo, entra de lleno en el terreno de la creatividad. Hablar y escribir fue una potencialidad; hacerlo bien es un arte. Nuestro cerebro tiene áreas especializadas que lo predisponen para adquirir el lenguaje y descifrar diferentes códigos, pero sabemos que en su conjunto no es un sistema rígido, sino que evoluciona con los contextos y la cultura que lo rodean. La flexibilidad del junco aumenta su longevidad. La lengua necesita tiempo para crearse, transmitirse y consolidarse. Un salto lento, pero gigantesco.

            Del lenguaje oral se pasó a la escritura: otro salto propio de gigantes. Newton progresó a hombros de gigantes. Estoy seguro de que el lenguaje y la escritura lo hicieron también. La correspondencia entre sonidos y signos, o dibujos, grabados en una tablilla, roca o pergamino fue una tarea enorme que tuvo su origen en muchos y variados lugares del planeta. La escritura cuneiforme del código de Hammurabi tiene poco que ver con la jeroglífica de las tumbas egipcias. Desconozco cuántos alfabetos existirán en el mundo, pero basta con citar al latino, al árabe, al cirílico, al hebreo o al jemer para concluir en su tremenda variedad.

            Este mundo sin La epopeya de Gilgamesh, primer libro escrito, obra épica de la antigua Mesopotamia que se escribió en tablillas de arcilla antes del 2000 a. C., sin El Quijote de Cervantes, la Biblia de autores varios o el Hamlet de Shakespeare sería distinto.

            Su majestad “El Libro” es el rey más significativo y antiguo de la civilización. Va ligado a la historia y a la naturaleza del hombre. Es un signo de su vida y de su pretendida eternidad. El libro de un autor compite con su alma.

            En estas estamos cuando me tropiezo con que un libro es un conjunto numeroso de hojas de papel unidas por uno de sus cuatro lados. Generalmente contienen un texto impreso que en muchos casos se mezcla con ilustraciones, fotos, tablas, dibujos, etc. Los políticos tienden a colorear los libros que publican. Por el color, no tanto por su contenido, pretenden pasar a la historia. Así nos encontramos con varios libros blancos, el libro rojo o aquel que tintaron de amarillo.

            Existen libros de caballerías, como aquellos que enloquecieron a Don Quijote; libros de cabecera, que son aquellos que se consultan con frecuencia; libros de coro, normalmente de gran tamaño que tienen escritos los salmos y las antífonas que se cantan en el coro; libros de familia, que recogen el estado civil de los esposos y el nacimiento de los hijos; libros de cocina, rellenos de recetas para preparar postres y comidas; libros de texto, que son los que se siguen a lo largo de un curso y se refieren a una asignatura; libros de estilo, que contienen las normas de redacción que deben seguirse en un medio de comunicación; libros de escolaridad, los cuales informan sobre las calificaciones logradas por los alumnos en cada curso escolar; libros de actas, dónde se registran los acuerdos alcanzados en una reunión; libros de contabilidad, en los cuales se anotan los gastos e ingresos de una empresa o institución, etc, etc. Además de todos estos están las novelas, los libros de poesía, libros de cuentos, los diccionarios, los libros electrónicos, biografías, libros de referencia, monografías, libros de autoayuda, memorias, tesis, partituras,…

            Un libro es compañero fiel, fuente de inspiración, manual de aprendizaje, llave que abre insospechados caminos, alimento del espíritu, maestro silencioso, remedio alternativo y eficaz contra el aburrimiento, sanador de soledades, reductor del estrés, gimnasio del cerebro, seductor de la imaginación y de la creatividad, afianzador del pensamiento crítico… Es de libro que un libro, por sus infinitas posibilidades, siempre fue buena cosa. Quizás por eso los enemigos de la civilización y del progreso siempre los detestaron; quizás por eso los prohibieron, los apartaron, los encarcelaron o los mandaron a la hoguera. Quizás por eso, sigamos celebrando a fecha de hoy el Día del Libro. Protejamos al libro, cuidémosle, porque una vez en la calle es un ser indefenso.

Desde este rincón quiero unirme al homenaje al libro y aporto mis dos últimos títulos, dos minúsculos granos de arena en la monumental montaña que formarían todos los libros del mundo:

(1)Alcaracejos, ocho siglos de historia: se puede recoger en el Ayuntamiento de Alcaracejos.

(2)La bruja de Alcaracejos y otros relatos: se puede adquirir en la Papelería/Librería Ángel López de Pozoblanco; en la Librería 17 Pueblos de Pedroche y en la República de las letras en Córdoba capital.

 

08 abril 2025

El contenedor de envases

 



            Son las siete y media de la mañana. El frescor de la noche entra por la ventana, semiabierta. Estoy sentado frente al ordenador que encendido me espera. Me muevo entre coser o hilvanar algunos pensamientos, hijos de reflexiones, lecturas, creencias, experiencias y escuchas. Desde la ventana, abajo, en la calle, atisbo tres enormes contenedores de residuos. En sus entrañas debieran de albergar —por separado— envases, orgánica y papel, pero tengo la seguridad de que eso no es así. Como todos los días, como todos los meses desde su nacimiento, los contenedores cargados de paciencia esperan ratos de utilidad: momentos de recibir y minutos periódicos en los que alguien rescate lo que en el interior de sus paredes almacenan, bien sea por los servicios públicos o las expertas manos de algún desconocido.

            A las ocho menos cuarto llega el primer visitante. Es un hombre maduro, delgado, de tez morena; lleva gafas, pantalones de pirata, camiseta floreada de tirantes y calza unas ligeras chanclas. Su barba es de dos o tres días, cabeza rapada. Circula por la acera montado en una vieja bicicleta, síntesis de otras "bicis". Entre su mano y el manillar se deja ver un móvil. Atrás, amarrado al portaequipajes, lleva un cajón de fruta de plástico azul por el que asoman un par de barras metálicas. Una señora con bolso y bolsa de supermercado se tiene que apartar para dejarle paso. Observo que frena y, sin bajarse, para justo a la altura del contenedor de envases, el amarillo. Con pericia abre la tapa, se apoya, mete la cabeza y escruta su interior. No parece interesarle nada. Deja caer la inmensa tapadera y vuelve a pedalear con pesadumbre. Sigue su camino.

            No han pasado ni cinco minutos y el impasible contenedor tiene la segunda visita del día. En este caso se trata de un joven muy desgreñado, con pantalón corto y una camiseta inmaculadamente blanca que deslumbra. Lleva una gorra verde puesta al revés. Por los piñones y las ruedas deduzco que su bicicleta es de montaña. Parada obligatoria en el contenedor amarillo. Se ve que duda, saca el móvil y enciende la linterna. Con un palo largo que debe llevar un cáncamo, puntilla o algo parecido a un gancho de percha, intenta pescar algo dentro. La tapadera levantada me impide ver de qué se trata. Al final lo deja caer. En el contenedor de orgánica no se para casi nadie, pero este joven se detiene en el de papel, el azul. Saca algunas cajas de cartón, dos cajones de madera y una lámpara con pie metálico. Desarma la lámpara y recoge todo el metal dejando fuera lo demás. La bici arrastra un extraño remolque artesanal de marca desconocida, por supuesto sin homologar. Se nota que lo ha hecho él o alguien de su familia con restos de restos. Es basto, poco estético, pero funcional. Las ruedas giran bien y en el cajón que soportan sobresalen por todos lados hierros, barras metálicas y alambres. En ciertos momentos los niños sustituirán a la chatarra. Como elemento de almacenaje y transporte, el remolque es algo sustancial en sus vidas. Se le nota contento.

            La ventana acapara toda mi atención. Tras diez minutos sin incidencia, observo que se detiene un señor: va perfectamente vestido. Lleva un pantalón gris, camiseta gris oscura, gafas de sol y gorra del F. C. Barcelona. Conduce una bici nueva; no es grande, no tiene barra; podría ser la típica de un joven o de una chica. Una mochila marrón le cuelga de la espalda. Parece limpio y sus modales son suaves. Levanta la tapa, pero antes se ha colocado las gafas encima de la gorra para ver mejor. Vistazo general. Nada. Devuelve la tapa a su sitio con una inusitada delicadeza. Antes de continuar, se coloca unos auriculares que los supongo conectados al móvil. En efecto, lo saca, marca un número y comienza a hablar. Reanuda la marcha. Un par de palomas lo observan desde lo alto de una farola. Al fondo, una madre solitaria empuja a su hija en el columpio del parque y dos vagabundos se fuman un pitillo; charlan animadamente sentados en un banco próximo.

            Aún no es media mañana y es el turno de una mujer. Por sus ropas y estilo, estimo que es rumana. Un amplio cintillo a la cabeza le recoge el pelo y, colgado del cuello, por delante, lleva un bebé que parece dormir. Mira los tres contenedores. De su actitud y forma de mirar se desprende poca fe. Mira con ligereza, como diciendo: "Aquí no encontraré nada". "Otros, más madrugadores que yo, habrán mirado ya". En el contenedor de los papeles encuentra una especie de esterilla. La saca, la observa y la extiende sobre el césped. De un enorme pañolón saca un bocata y una botella de agua. Se sienta en la esterilla y le da el pecho al niño mientras ella da cuenta del bocadillo. La gente pasa por la acera, pero no mira. Por indiferencia o por respeto, la intimidad de la mujer con su recién nacido parece quedar a salvo. Un hombre moreno, con abundante pelo negro, ajado pantalón vaquero y con sandalias destrozadas, la interrumpe mediante grandes aspavientos, elevando la voz y diciéndole cosas que yo no puedo oír. Ella, con rapidez felina, recoge su improvisado campamento y lo sigue con el niño, apresurando el paso tras la bicicleta en la que él va montado.

            La mañana avanza y el número de echadores y recogedores va en aumento. Una mujer y una jovencita, a las que no conozco, arrojan varias bolsas al contenedor de envases. La ventana abierta —ahora sí- me permite escuchar lo que la mujer dice: "Hace tiempo que teníamos que haber hecho esto. "No se pueden acumular tantísimos trastos". La joven, antes de tirar su última bolsa, saca un perro de peluche y le pide a la mujer que le permita conservarlo: ¡Este no! Dice. — ¡Vaaaaleee! —responde la mujer, que supongo es su madre. Al rato llega un hombre muy delgado. Viste de oscuro con una mascota negra. Bicicleta adaptada con caja atrás no muy grande. Mira en el contenedor amarillo y su cara refleja cierta satisfacción. Empieza a sacar todas las bolsas que hace unos minutos han depositado las dos mujeres. Vuelca su contenido en la acera y procede a elegir objetos. Las baldosas cubiertas de rotuladores, juguetitos, muñecos, cuentos, cochecitos, cintas de casete, cajitas, DVDs, agendas, estuches, etc. se han transformado en un espacio multicolor parecido a un top manta. El hombre sigue separando piezas con sus manos y va metiendo en una mochila lo que le parece mejor. Una pareja de jóvenes pasa por su lado y tiene que pisar el césped porque transitar por la acera es imposible. Miran, pero no dicen nada. Una señora que baja con el carrito de la compra, ante la murallita de objetos y la nula intención del hombre de levantarse, decide cruzar la calle y cambiar de acera. De pronto, el buscador se levanta, coge sus bártulos y desaparece de la escena con rapidez. Allí ha dejado, a ojos vista, todo lo que no le ha interesado. Podría haberlo devuelto al interior del contenedor, pero no lo hizo. La imagen resulta desoladora. Hasta mañana por la mañana que pasen los barrenderos, todo aquello estará allí desperdigado y dando la negativa imagen del contenedor violado. Me pregunto si estas situaciones se arreglarán algún día. El soterramiento de contenedores evitaría la alteración que supone vaciar y dejar, pero por ahora es lo que hay mientras los exploradores de estos depósitos de objetos ya no queridos no aumenten su conciencia cívica.

            Son casi las ocho y media de la tarde/noche y mi perplejidad tiende a infinito: se para una furgoneta y de ella salen un hombre y un niño. Podría deducir que son padre e hijo. "Abre la puerta y ayúdame desde arriba", le indica el hombre. El chico entra en la furgoneta y por su puerta trasera asoma una bicicleta estática enorme. Al verla, me viene a la mente la imagen de un búfalo metálico salvaje de esos de la feria, ya que la forma de sus manillares me recuerda sus cuernos. La máquina, desde lejos, da la impresión de ser pesada. "Empuja", le dice el padre mientras él tira hacia fuera. Tras gran esfuerzo, la bici aterriza en el suelo, golpeándolo. Entre los dos la arrastran un poco y la sitúan al lado del contenedor de envases. Tienen prisa, la dejan allí y se van. La secuencia que acabo de ver me hace reflexionar con tristeza porque a cinco minutos del lugar hay un centro de recogida selectiva de basuras, mobiliario, escombros, etc. Por otra parte, esa persona mayor ha hecho cómplice al niño de su dejadez y desconsideración por lo colectivo, de su insolidaridad y de su malísima educación ambiental. Además, abandonar una bici de esa categoría en plena vía pública da una imagen de nuevos ricos que detesto. Seguramente no tenían dónde colocarla o se aburrieron de ella. La bici parece sentirse abatida al lado del contenedor. Es como si sintiera vergüenza de los dueños que ha tenido y esperara que alguien la recoja. No parece gustarle mucho el sitio en el que la han dejado.

            Un niño desciende por la calle cogido de la mano de su madre. Seis, siete años. Habla en voz alta y parece sentirse muy feliz. Al llegar a la altura de la bici desechada, se suelta y, cuando la madre se quiere dar cuenta, ya está encaramado en el asiento de la estática. Los pies no le llegan al suelo.

— ¡Qué guay, mamá!

—Baja de ahí. ¡Cualquiera sabe quién se habrá sentado en ese sillín!

-¿Nos la podemos llevar?

—Ni pensarlo… Es demasiado grande y seguro que no funciona. Cuando la han tirado, por algo será.

—Pues a mí me gusta. Parece un caballo.

—Vámonos. Tu padre nos está esperando.

— Ajuuu… Mamá… pues yo la quiero.

La madre tira del niño calle abajo y los dos desaparecen de mi vista.

            Durante un rato la gente sigue pasando por la acera y nadie toma en cuenta a la aparatosa bicicleta. En eso una señora mayor se detiene. Con parsimonia echa mano del bolso, saca sus gafas, se las coloca y observa con detenimiento la bici sin ruedas. La mira y la remira. Se agacha y con la mano hace girar los pedales. Aparentemente van bien. Vuelve a la acera y rastrea en el interior de su bolso. Toma su móvil y hace una llamada. Pasados unos minutos, aparece una camioneta con un 4x4 impreso en su costado. Está como partida por la mitad de manera que, delante, permite viajar a dos personas y en la parte de atrás – caja de carga, batea, cama, platón o palangana – se pueden transportar objetos grandes. Se bajan dos mozalbetes. Ambos llevan la cabeza afeitada, pantalones bombachos, camiseta negra de tirantes y chanclas. Sus brazos delatan el uso de las pesas en el gimnasio. La mujer les indica con la mano y, en un plis-plas, la plúmbea bicicleta —que parece tener alas— vuela por los aires y se posa suavemente en la batea de la camioneta.

— ¡Listo! —dice uno de ellos.

Me la dejáis en la terraza acristalada que da al jardín —aclara la señora.

            Desde mi ventana-observatorio, me digo: "Lo que se va por lo que se viene". El contenedor a veces actúa como escaparate de ocasión para dejar o para recoger, sin intermediarios, sin publicidad, sin discusión por el precio. Otras veces es un auténtico basurero donde mucha gente deja fuera lo que le da la gana.

            Los jóvenes se van y la señora, con alguna dificultad para andar, sigue su camino subiendo por la calle. El desplazamiento alternativo de sus caderas, primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha, indica cierta descompensación que generó el paso de los años.

            Entretanto, junto al contenedor de papel y cartón, se ha parado una furgoneta. Se bajan dos jóvenes armados con sus respectivos cúteres en la mano. Con asombrosa habilidad deshacen unas cuantas cajas de cartón que estaban fuera y las van colocando en la furgo. Sondean el contenedor azul y extraen los cartones que alcanzan. Como parece haber más material, uno de ellos rebusca en la furgoneta y vuelve con una especie de arpón para pescar los cartones del fondo. Sus movimientos son tan mecánicos y certeros que me recuerdan a los robots. "Deben de estar muy acostumbrados", pienso.

            El escenario de los contenedores parece no tener límites. No doy crédito a tanta afluencia de visitantes. Llega un carro de tres ruedas empujado por una mujer que claramente tiene pinta de extranjera: Faldón largo de colorines, de piel totada, pañuelo medio caído a media cabeza, bastante delgada… El carro que empuja está medio lleno o medio vacío, da lo mismo. La calificación no alterará el contenido de los hierros que lleva. A una distancia prudencial la sigue un hombre montado en una bicicleta que habla por el móvil sin perder de vista a la mujer. Deduzco que será su pareja, seguramente su marido. La dama rebusca en los contenedores. A veces se inclina tanto –dentro de ellos- que parece que se caerá dentro. Sin saber muy bien cómo lo hace, siempre cae de lado de la acera. Aparca su “tres ruedas”, saca una pequeña bolsa de su mochila y comienza a dar bocados a una manzana que transportaba. El marido hace lo propio: bocata, móvil, litrona y a sentarse en el césped al lado de su mujer. Se nota cierta jerarquía en la relación. Pienso que son valores absorbidos sin que nos demos demasiada cuenta. La fuerza de la costumbre es la mayor fuerza conocida. Así son las cosas.

            No ha pasado un cuarto de hora y en escena aparece un hombre de mediana edad y mediana estatura. Rubio, con cara redonda, gafas oscuras, barba de hace unos días, camiseta amarilla rayada de líneas verdes y una gorrilla roja. Empuja un supercarro que tiene por paredes somieres oxidados. Con paso lento, pero rítmicamente, desciende por la acera. Apacigua su marcha, aunque no se detiene del todo y, de forma magistral, empuja hacia arriba la tapadera del contenedor. Antes de que esta caiga, ha examinado el interior y decide continuar su recorrido. Tengo el tiempo justo para reconocer lo que acarrea y que a través de los somieres puedo ver. Transporta cuatro ruedas que están encima del colchón que ocupa el fondo. Distingo dos maletas que parecen estar en buen estado. A su lado, un viejo radiador. Varias mochilas cuelgan del tramo superior de los somieres. De pronto el hombre se detiene, saca unos auriculares del bolsillo y con ellos se tapa los oídos. Los conecta a su móvil e intenta buscar algo deslizando su dedo por la pantalla táctil. Frunce el ceño. Intenta concentrarse. Por la expresión del rostro deduzco que ha empezado a oír. ¿Música? ¿Un partido de fútbol? Quién sabe. Se guarda el móvil y prosigue su camino.

            El desfile por los contenedores parece no tener fin. Mi sorpresa impotente e incrédula me acosa cuando veo que un buscador, con toda su tranquilidad, abre la tapadera del contenedor y mete a un niño que esperaba en la acera. Me quedo estupefacto. El chiquillo es menudo y ágil. Seis, siete años quizás. Lleva ropa muy amplia, como prestada, y unas zapatillas de deporte que en un tiempo fueron blancas. Gorra de cazador. Se le ve feliz. Desde fuera, el adulto le indica con un palo las bolsas y los objetos que quiere mirar. Mi posición solo me alcanza a ver una pequeña mano que entra y sale. Al menos, estos devuelven a las entrañas del contenedor lo que no les atrae.

            Concluyo en que contar historias de los contenedores es un buen medidor del consumismo de la comunidad[1]. Sería como una especie de despilfarrómetro: por un lado está lo que se tira, quién lo tira, en qué estado está lo que se tira y dónde lo tira. De otra parte están las personas que lo recogen, sean empleados del ayuntamiento, trabajadores de alguna asociación de interés público o emigrantes de Europa que viven de lo que tiramos. Tanto los que aportamos como los que recogen, formamos parte de una inmensa galaxia de curiosos actores con una historia por contar. Nunca pensé en el contenedor como punto de encuentro de culturas y de ciudadanía. La psicología de todas estas personas y sus sentimientos quedan por ahora fuera de nuestro alcance, pero me inclino a pensar en la existencia de una Vía Láctea de anécdotas y de un libro con millones de páginas repletas de asombrosas respuestas. Un universo social por descubrir. ¡Vivir para ver!, que dirían mis abuelas.

            Los contenedores son un magnífico escenario para evaluar la educación de la ciudadanía, ya que separar la basura en casa, no depositar la orgánica antes de su hora, no dejar nada fuera de los contenedores, utilizar los centros de recogida selectiva de muebles, electrodomésticos, escombros, etc… son acciones propias de una sociedad preocupada por el medio ambiente y por la imagen de tu ciudad.

 



[1] Sería de gran interés socio- cultural que alguien elaborara una tesis doctoral sobre este tema.