03 noviembre 2025

Dolores Redondo y yo

 

Dolores Redondo y su nueva obra (2025)

Por casualidad ha pasado por mis manos un ejemplar de “Planeta de libros”, la revista que también escribes tú, según la publicidad de la editorial. Ojeando su contenido me detengo en una entrevista con Dolores Redondo[1] (Donosti, 1969), escritora que cuenta sus lectores por millones y tiene obras traducidas a más de treinta idiomas.

         Aparco mi atención en la entrevista por el entrecomillado que la encabeza: “Yo fui narradora mucho antes de ser escritora”. La frase me hace pensar y aclara que narrador debe ser una fase previa -no quiere decir la inmediata anterior- a la de escritor. Por lo visto, Dolores tiene un género propio al que denomina mystic noir, especialidad que combina las claves clásicas de la novela negra con elementos del folclore navarro y vasco. Algún día intentaré meter el folclore de los Pedroches en mis relatos.

         Pero no es ese el camino que quiero recorrer. Mi deseo es detenerme en los matices y coincidencias que se desprenden de la entrevista —salvando las lógicas distancias— entre Dolores y yo.

         En su nueva novela, “Las que no duermen NASH”, retorna a la naturaleza de Navarra con la ayuda de su nuevo personaje, Nash Elizondo, psicóloga forense. Lo frecuente en relatos de crímenes es que el asesino se convierta en el protagonista, pero en este caso no es así. Dolores, llevada por su pensamiento divergente, convierte en protagonista a la persona asesinada. Todo es porque Nash, la investigadora de la muerte, “no llega a casa de la gente y les hace preguntas, no tiene una comisaría a dónde llevarlos y presionarlos, tiene que conseguir información desde la exploración de la víctima, infiltrarse en su muerte, entenderla, reconstruirla por medio de la gente que conocía, de sus preferencias, de su carácter, de sus aficiones, de sus rutinas”. Este investigar más a la víctima que al posible asesino, con el fin de encontrarlo, me sorprendió. Me llamó la atención porque en ciencias el pensamiento divergente es una genuina herramienta para comprender lo que converge.

         En otro pasaje de la entrevista cita textualmente que “es apasionante que tu propio deseo por hacer cosas te desvele”, opinión y tendencia que puedo corroborar. Desde hace años disfruto de amaneceres que me han pillado trabajando: corregir, preparar clases o bien escribir y leer. La noche, sin llamadas, sin interrupciones para comer, con las tiendas cerradas y mientras la familia duerme es fascinante para terminar con algunas obligaciones y desarrollar devociones. La ausencia de ruidos ayuda a la concentración y a la eficacia siempre que la somnolencia no te acorrale.

         Otra de mis coincidencias con Dolores es que procuro escribir todos los días. Es cierto que las circunstancias me obligan a no poder tener un horario fijo, pero es muy raro el día que no añado algún comentario a noticia, lectura o experiencia o completo algún párrafo en una narración no terminada o inicio líneas nuevas en un viejo relato. En este sentido, mi capacidad de concentración y de memoria crece y se renueva. Tengo que decir con claridad que me gusta mucho más escribir que leer. Mi espíritu, en este aspecto, es un campo de batalla: sé que si no leo no alimento mi capacidad de narrar y si no escribo, mi espíritu se atrofia y termina asfixiándose. Así que intento buscar un equilibrio que no consigo siempre. Escribir, de todas formas, forma parte de un esfuerzo consciente por mi parte que a veces resulta agotador, pero, así son estas cosas.

         La lectura y la escritura, como a Lola, me generan problemas, pero es una atracción fatal. Ella tiene que realizar un sobreesfuerzo por su dislexia; a mí, me generan problemas porque no dejo tiempo para otras cosas y esa obsesión no es buena. Con frecuencia me molesta comer, atender el teléfono o tener que salir. Pero soy consciente de que hay que refrescar la mente y cambiar de actividad. En este sentido, considero que la literatura se alimenta de saltos en tu vida, pero al mismo tiempo, para desarrollar esas transiciones necesitas la fuerza que recibes de escribir y leer. Seguramente todo requiere un equilibrio que es lo que busco cada vez que amanece, pero la armonía es escurridiza, terreno resbaloso y no resulta gratuita: hay que cultivarla como un campo de fresas.

         Dolores Redondo, en su entrevista, me ha despejado una duda que me viene persiguiendo desde hace un tiempo. Tengo dificultades para definirme en el ámbito de la literatura, porque escritor no soy; juntapalabras, tampoco; poeta, para nada; de autor algo tendré; ensayista, quizás una liviana proporción… Decididamente, creo que lo que más me cuadra es narrador, contador de historias. Sí, creo acertar y apuesto por esa categoría. No estoy seguro de si es un marco demasiado amplio, ligeramente estrecho o queda bien para describir lo que hago, pero lo de narrar me va, sin confundirlo con cuentacuentos, faceta que no cultivo.

Otro punto de encuentro con Dolores es que se le suelen acumular las novelas. En la entrevista asegura tener hasta diez en la cabeza. Salvando las distancias, eso me ocurre también a mí con los relatos: hoy 31 de octubre del 2025 estoy escribiendo hasta cinco relatos a la vez y tengo anotado el título y unas líneas de otros tres o cuatro más. Es evidente que no dispondré de vida suficiente para escribirlos todos. El asunto es que, al escribir, me vienen, con claridad, otro tipo de historias que no tienen nada que ver con el tema que trato. En cierta forma es como si tuviera varias cabezas y en cada una de ellas anidaran recuerdos, necesidades o ficciones que me impulsan al boli y al papel. El fenómeno es vertiginoso y caótico, imprevisible. Además, dura poco. Si no apunto, lo olvido. Es por esto por lo que siempre llevo un bloc de notas y bolígrafos o bien me autoenvío un email que me ayude a recordar. Como a Lola, son muchos los intereses que me atraviesan y, al escribir, son varios los que intentan aprovechar la ocasión para manifestarse y ponerse en la cola de los nacimientos.

Igual que a Dolores, es casi inenarrable la forma en que me llega la decisión de escribir. Decía Norman Mailer que la escritura es un arte abstracto, espectral. Mi proceso no es técnico, es decir, no necesito unas etapas para dar a luz a unas páginas. Félix Modroño dice que un autor elige el tema sobre el que quiere escribir, luego se documenta y después, escribe. A los narradores, el relato nos nace por dentro: en un determinado momento, todas las cosas que han ido llegando a tu vida forman un cuerpo, algo las une y les da vida propia. Entonces agarras el papel y lo cuentas.

Sigue Dolores con soberbia claridad: “No sabes cómo ha ocurrido. A veces es una canción lo que te inspira o una noticia que escuché en la radio o una anécdota que alguien relató a mi alrededor. La mente todo lo guarda, se acumula y el cerebro realiza extrañas conexiones. Llega un momento en que te avisa y recibes la señal de que está preparado. Entonces, te pones a escribir y sin darte cuenta rellenas quince o veinte páginas de un tirón. Con frecuencia, como el cerebro sigue con su marcha, en medio del relato te asalta una nueva ocurrencia, un matiz no previsto y el relato toma otros derroteros, descarrila, y tú no puedes hacer otra cosa que seguirlo sin saber dónde te llevará”.

         Escribir es montarte en un auto con un conductor fantasma. Al principio, la carretera está marcada, pero de repente comienzan a salir bifurcaciones. Puedes parar un poco y reflexionar hacia donde girarás, pero no puedes detenerte del todo. El relato debe continuar. Estás obligado a terminarlo. Sigues encontrando nuevas desviaciones que no sabes a dónde van. Pero tú sigues y sigues… llega un momento en el que tropiezas con un final que jamás pensaste. Sabes que es el final y entonces dejas de escribir porque ya lo has contado todo. Se te agotó el manantial de las palabras.



[1] Los imprescindibles de Dolores Redondo: “Las que no duermen Nash -Ediciones Destino”. “Esperando al diluvio -Ediciones Destino”. “Trilogía de Baztán -Booket”.

21 octubre 2025

Día de las Bibliotecas

 

Noticias sobre “la bruja

Una biblioteca supera cualquier otra cosa que una comunidad

pueda hacer para beneficiar a su gente. Es una primavera

lluviosa que nunca falla en el desierto”. Andrew Carnegie.

Con motivo de la celebración, el próximo 24 de octubre, del Día de las Bibliotecas 2025, participaré en dos actos de carácter cultural y literario.

El próximo jueves, día 23, tendrá lugar en la Biblioteca Pública de Alcaracejos la presentación del libro “La bruja de Alcaracejos y otros relatos”, del cual soy autor. El acto se iniciará a las 18 horas.

El azar y sus circunstancias han querido que, al día siguiente, el 24, repitamos la misma presentación -algo adaptada al municipio- en la Biblioteca Municipal de Villanueva del Duque. El evento comenzará a las 17:30 horas. El libro se puede adquirir en la tienda multiprecio de Natalia.

         En la organización de ambos eventos han tenido mucho que ver las respectivas concejalías de Cultura y las personas responsables de las bibliotecas, Nieves en Alcaracejos y Bibiana en Villanueva del Duque. Tengo que reconocer que compartir estos actos en dos pueblos vecinos y pequeños de Los Pedroches es motivo de enorme satisfacción. Con anterioridad, el libro fue presentado en las Bibliotecas Municipales de Pozoblanco y de Dos Torres y en Radio Luna de Villanueva de Córdoba.


La fecha del 24 de octubre como Día de las Bibliotecas se estableció en 1997 para recordar la importancia de estos espacios como puentes de acceso a la cultura, al conocimiento y a las profundidades del ser humano. Esta efeméride tiene como propósito conmemorar el legado de las bibliotecas, incluyendo la historia de la Biblioteca de Sarajevo, cuya destrucción en 1992 fue el motivo original de la instauración de esta celebración.

En 1992, la Biblioteca Nacional y Universitaria de Sarajevo, capital de Bosnia y Herzegovina bañada por el rio Miljacka y rodeada por los Alpes Dináricos, fue bombardeada e incendiada por el ejército serbio-bosnio. Este inmoral ataque destruyó la mayor parte de sus fondos y del edificio. En él se perdieron unos siete millones de fichas, manuscritos e incunables, y simbolizó una grave ofensa a la ciudad, al país y al patrimonio mundial. Los hechos ocurrieron la noche del 25 al 26 de agosto de 1992, durante la guerra de Bosnia. Los daños fueron infinitos e irreparables. Trabajadores de la biblioteca y ciudadanos anónimos trataron de salvar documentos a pesar del fuego y de los francotiradores. El ataque se interpretó no solo como una catástrofe física, sino como un acto premeditado con la intención de borrar la historia y la identidad de Sarajevo, atacando un símbolo de tolerancia y diversidad cultural.

El músico Vedran Smailović tocó su violonchelo en las ruinas de la biblioteca para protestar con música contra la guerra, imagen que dio la vuelta al mundo. La biblioteca fue reconstruida con fondos de la Unión Europea, Qatar, España y Austria. Se reabrió en el 2014.

     En este 2025, según indica el Ministerio de Cultura, se ha optado por la frase “Aptas para todos los públicos” como lema anual.

Para terminar, quería comunicar que habrá una nueva edición de “La bruja de Alcaracejos y otros relatos” bajo el sello de Mascarón de Proa, con la Editorial Almuzara. Se han vuelto a revisar los textos -algo han mejorado- y en cada relato se ha incorporado una o varias ilustraciones de José Antonio Gómez Valera, alias GOVAL, compañero y amigo desde hace décadas al que mostramos nuestro agradecimiento público. Se espera que esta nueva edición vea la luz antes de que finalice el presente año. Avisaremos por aquí cuando aparezca esta nueva edición.

         Por todo ello consideramos que “La bruja” está de enhorabuena y por ahora goza de buena salud. Gracias a todos-as por vuestro tiempo y vuestro seguimiento. ¡Feliz Día de las Bibliotecas!

07 octubre 2025

La muerte

 

Imagen generada por IA

Hoy me vino la imagen de una caída firme y continua hacia un agujero negro para esbozar la muerte. Era de madrugada cuando me desperté. La estampa del eterno descenso hacia un lugar grande y oscuro atrapó todo mi cerebro, obsesivamente. Sé que la única forma de liberarme es escribir, darle cancha a la imaginación y dejar que fluya, solo limitada por las reglas de la ortografía, una redacción clara y la frontera de una página en blanco. Me levanté. Buceé en la escombrera de recuerdos que los sueños dejaron en la mente y empecé a teclear.

La inmensidad del agujero negro nos atrae, inevitablemente. Empezamos a caer sin darnos cuenta desde el momento de nuestro nacimiento y ya nadie ni nada nos detiene. El reloj se puso en marcha, el marcador comenzó su carrera; los números avanzan irremediablemente.

Sabemos que la velocidad de caída no es uniforme. Cuando hay salud y cosas por hacer, el tiempo parece transcurrir bastante más deprisa. En los malos ratos, en la enfermedad o en el dolor, el tiempo muestra su parsimonia con premeditación y alevosía y los minutos se transforman en horas, las horas se convierten en días y los días en periodos oscuros de eternidad. La rutina nos hace imperceptible la vida y –aunque nunca dejamos de caer, de reducir distancias- casi despilfarramos los momentos. Aunque, sobre el despilfarro del tiempo, hay que reconocer diversas teorías: para unos, la felicidad son los viajes; para otros, el silencio en un campo de encinas y granito; para algunos, la soledad viciosa del rincón de su casa escuchando TikToks y, para los abuelos, rodearse de sus nietos y observar cómo crecen. Ya lo dijo el torero: ¡Hay gente para todo!

Aunque el avance hacia el agujero negro es imparable, no es malo detenerse a pensarlo a pesar de que el misterio siga hasta el final del tiempo. Pensar en el paso del tiempo no lo detiene, pero parece que ayuda a aprovecharlo más. Es como darse más cuenta, un tomar en conciencia, percatarse de su etérea presencia y estrujar los instantes. Y otra vez aparece la diversidad, la pluralidad de visiones y opiniones: ¿Cómo se estruja o se exprime un instante?

La caída hasta el fin continúa. A veces, una incidencia imprevista -accidente o enfermedad-, a pesar de nuestra percepción lenta del tiempo, acorta la distancia una barbaridad: el tiempo parece adormecido mientras que la distancia disminuye vertiginosamente. A esa singular paradoja la llaman los ancianos “las cosas de la vida”. Por cierto, ahora no hay ancianos, y mucho menos viejos, ahora solo hay mayores. ¡Menuda imbecilidad!

Por suerte o por desgracia, no somos conductores de nuestro imparable viaje hacia el infinito que esconde el agujero negro en sus entrañas. Los antojos de un caprichoso e incomprensible AZAR mandan, pero sí podemos trabajar, organizarnos un poco las etapas, elegir compañías amigables y llenar el viaje de oportunidades que nos lo hagan algo más llevadero. Si a todo lo anterior lo aliñamos con gotitas de amor y chispas de amistad, a pesar de la muerte, la vida tiene su sentido.

         Una vez cruzado el horizonte de eventos del agujero negro, no sale nada. Todo queda atrapado por su tremenda fuerza gravitatoria. Los científicos sí pueden observar chorros de materia y “ecos luminosos” generados por la materia que rodea al agujero negro a causa de la extremada gravedad que la perturba. De la misma forma, nada regresa de nosotros una vez cruzado el umbral de la muerte, pero dada la intensidad emocional de los momentos próximos, pueden observarse —tanto en el difunto como en acompañantes— huellas de trascendencia y espiritualidad. Además de señales luminosas en el final de un túnel, una paz interior que te hipnotiza o misteriosas frases que alumbran la ocasión y la hacen especial.

 

25 agosto 2025

La poliédrica aprendiza




Para Pedro y Platecor: Su trabajo y dedicación me inspiraron.

 A sus cuarenta años, Antonia vivía sola. Trabajaba en una asesoría que estaba especializada en solucionar cualquier tipo de trámites, todos los trámites. El papeleo era la columna vertebral de aquel negocio. Lo mismo se defendía un pleito con un banco, que arreglaban herencias, que se solicitaba permiso para un coto de caza. Las fronteras de aquellos despachos las marcaban los clientes, pues el equipo de compañeros y compañeras —todos con gran experiencia en su sector— eran conocedores de rincones y vericuetos relativos a la declaración de la renta, fueran de particulares o de empresas; permisos de armas; administración de fincas; alquileres de viviendas y locales, urbanos o rurales; seguridad social; contabilidad de PYMES, etc.

          Ella gozaba de gran prestigio como administradora de fincas. No había comunidad de vecinos, ni de propietarios, que se le resistiera a sus prudentes observaciones ni a sus acertadas soluciones presupuestarias. Tenía útiles, y múltiples, contactos con electricistas, albañiles, cerrajeros, pintores, empresas de limpieza, aseguradoras y cooperativas de mantenimiento, en general. En este particular terreno de la empresa, el jefe no daba un paso sin su consentimiento o su consejo. Se conocía a los presidentes de todas las comunidades —llevaba casi noventa— por nombre y apellidos y, en sus archivos, disponía de una ficha con el perfil de cada colectivo. A las comunidades las calificaba con variados adjetivos: tranquila, conflictiva, pamplinosa, exigente, participativa, molesta, problemática, educada, etc., y a los presidentes o presidentas los trataba como si fueran alcaldes de una pequeña aldea. De todos tenía el número de teléfono y dirección de correo electrónico. Los problemas de convivencia eran la mayor fuente de conflictos, para los cuales había que tener una psicología especial que daban la experiencia y los años. Las quejas, por incómodos ruidos o por la suciedad que generaban algunas obras, estaban a la orden del día, sobre todo en escaleras y ascensores.

          En una ficha elaborada por ella, anotaba la edad del edificio, número de plantas y cantidad de pisos; población estimada del bloque; número de ascensores y de trasteros; cuarto de bicicletas; cuarto de contadores de agua y de luz; calefacción central o individual; cocheras; patios de luz; azoteas; locales comerciales en planta baja; pisos en alquiler o en venta, etc. Cualquier reparación —por pequeña que fuera— quedaba anotada en el apartado de incidencias. Las obras de cierta envergadura tenían su propia carpeta donde constaban los presupuestos pedidos, los aceptados, plazo de ejecución, pagos a cuenta, liquidación, etc.

 
     
Así que, cuando asistía a una junta, disponía de un exhaustivo dossier informativo que la hacía salir airosa de cualquier situación, por difícil y pantanosa que fuera. En su trabajo era una mujer muy segura de sí misma y una excelente profesional.

          Particular atención prestaba —siempre fuera de su horario laboral— a las transacciones de inmuebles, fueran compras, ventas, alquileres o herencias, faceta que en ocasiones excedía al ámbito de su empresa. Su excelente fama como administradora le facilitó muy buena imagen como intermediaria. Conocedora de todos los pormenores de las comunidades, siempre con una discreción encomiable y un tacto similar al de un topo de nariz estrellada, participaba con soltura en tratos de compra-venta y alquileres. Ganaba un dinerillo extra como comercial de asuntos inmobiliarios —corredora en otros tiempos—, pero siempre con una profesionalidad madura y exigente. Su jefe lo sabía, pero la dejaba hacer. Era consciente de que para Antonia lo primero era la empresa. Lo otro, su negocio particular, era una actividad colateral que a él no le perjudicaba para nada.

          Con ese dinero extra, y con la información privilegiada asociada a su contexto socio-laboral, compró un local de cien metros cuadrados en una esquina perfecta de un buen barrio, muy bien comunicado con el centro. La empresa propietaria, dedicada a la venta de flores, abandonaba el negocio por dificultades familiares. Su idea era arreglarlo y transformarlo en un apartamento familiar dedicado al turismo. Una buena amiga tenía una empresa que —por un precio módico— se ocuparía de todo una vez terminada la obra.

    La obra es cosa tuya —le había dicho su amiga. Llámame cuando la tengas terminada y con los muebles puestos.

          Antonia arregló todo el papeleo para iniciar la obra. Buscó entre sus albañiles, pero todos estaban ocupados. No tenía prisa, aunque el gusanillo de empezar la carcomía por dentro. Terminó buscando un albañil, con su ayudante, amigo de un amigo. El albañil era un polifacético que hacía de todo, pero con el síndrome del pato. El pato corre, vuela, nada y canta, pero bien, bien, lo que se dice bien, no hace nada. El albañil no iba del todo bien. La obra progresaba, pero lo hacía despacio y faltaban muchos remates en algunas cosas: grifos que goteaban, falta de una segunda mano de pintura en algunas habitaciones, luces que no encendían y la línea recta era una quimera entre los azulejos de la cocina. La solería, como era para pisarla en palabras del albañil, pues tampoco tenía que ser perfecta. Cada semana Antonia le daba una cantidad de dinero como sueldo y como pago de los materiales. Todo, claro está, con sus correspondientes facturas y recibos.

          Un día el albañil le comentó que si le podía adelantar los 35.000 euros que faltaban para terminar… había encontrado un chollo de materiales, pero exigían pagar al contado y ¡ya! Antonia accedió a ello. A los dos días se pasó por la obra para echar un vistazo y se encontró todo aquello vacío: allí no había ni rastro de los albañiles, ninguna herramienta y, prácticamente, ningún material. Encima de medio saco de cemento encontró las llaves y una nota: “Lo siento”, decía.

          La primera reacción fue de una impotencia absoluta. Lloró, gritó; lloró y gritó. Los 35.000 dolían, pero el mayor agobio era ver todo aquello sin terminar. Antonia tenía guardada una pequeña cantidad para comprar los muebles en AKIAY, lo cual podría esperar, pero buscar otro albañil polifacético que terminara y cubriera los flecos pendientes le resultaba superior a sus debilitadas fuerzas y a su pobre ánimo. Decepcionada, se fue a su casa con los hombros caídos y las piernas pesadas. Esa noche, se acostó sin cenar. No pudo dormir. Solo podía pensar en cómo salir de aquel atolladero. Estaba rota por dentro.

          Pasaron las semanas repletas de rutina y con el ánimo bajo mínimos. Hablaba poco. Buscaba la soledad ensimismada en sus penosos pensamientos. Una tarde, tras la jornada de trabajo, estaba en casa viendo la televisión. De repente, el enchufe de la estufa pegó un chispazo. Saltó el diferencial: se fue la luz.

          Con la energía vital por los suelos, desenchufó la estufa:

    Vaya mierda, pensó.

          Conectó el diferencial y colocó la estufa en otro enchufe.

    Si es problema de la estufa, volverá a saltar —se dijo. Si no se corta la luz, el problema está en el enchufe.

          La luz no se cortó. La estufa volvió a calentar. Tocó el enchufe —presunto problemático— y notó que estaba suelto y algo caliente.

          Antonia, conocedora de los tutoriales de tuyoube, se metió en internet y buscó cómo solventar los problemas que podría dar un enchufe. Lo primero era cortar la corriente, el interruptor general y luego quitar los tornillos y adentrarse en el dispositivo. Todo parecía bastante fácil. Encontró que uno de los cables del interior se había soltado. Analizó con sumo interés los vídeos y dedujo que aquello no debía tener mucho problema. Colocó bien los cables y apretó los tornillos. ¡Todo debía quedar bien sujeto! Le pareció que la reparación tenía buena pinta, así que volvió a enganchar el interruptor general y conectó la estufa en el enchufe recién arreglado. ¡Perfecto!

          Aquel mínimo paso fue una reducida gran satisfacción. Nunca había sido una “manitas”, pero ese arreglo le subió su disminuida autoestima. La hizo sentir bien. Fue al frigorífico y cogió una cerveza. Se preparó un aperitivo. El primer sorbo le encendió la bombilla: Ella terminaría el local que el albañil dejó a medias. Preguntaría a su red de empresas colaboradoras de mantenimiento; con vídeos de tuyoube y los consejos de algún comerciante, completaría poco a poco todo lo que quedaba por hacer. Aparte de salirle más económico, se entretendría. Aprendería fontanería, electricidad, carpintería, albañilería, etc. Pintaría y hasta diseñaría algún mueble. ¡Todo lo iba a hacer ella!

          Estaba convencida de que el mejor aprendizaje sería la práctica, así que se puso manos a la obra. Lo primero que hizo fue cambiarse el nombre: de ahora en adelante se llamaría Toñi. Antonia había pasado a la historia. Cada día, después de la jornada intensiva, se dedicaba a sus chapuzas. Aleccionada por compañeros, compró una serie de herramientas básicas. Empezó por los enchufes y los interruptores que daban problemas. Estos pequeños arreglos, debido a la ubicación de los mismos, llevaban aparejadas labores, también pequeñas, de albañilería o de carpintería. Con cuidado y muy despacio culminó la instalación de lámparas, apliques y plafones. Combinó luces cálidas con blancas, consiguiendo una iluminación ambiental adecuada para cada estancia. Para la revisión definitiva del diferencial, solicitó la ayuda de un técnico. Las puertas, todas blancas, se las puso un compañero y la cocina la compró en una empresa que cerraba por liquidación. En ambos casos actuó de peona aprendiza. La fontanería la resolvió por el método de ensayo–error. La ducha la tuvo que colocar hasta cinco veces, pero al final quedó perfecta. Para la instalación del termo eléctrico, contrató a una empresa. No era cuestión de arriesgar. Los asuntos de carpintería metálica y cristales, por fortuna, los había terminado el sentido estafador. Todos estos remates le llevaron varios meses, pero al cabo de un año su piso lo sentía más suyo; las cosas se habían hecho a su gusto y se había ahorrado un buen dinero. Además, había aprendido una barbaridad. La pintura final no tendría ningún problema. Midió todas las habitaciones y, sabiendo el destino de cada una de ellas, encaminó sus pasos al “Palacio de las Pinturas”, empresa experta en el asunto. Cada dormitorio llevaría un color; la cocina tendría su propia personalidad con un color diferente. El salón y los pasillos irían en un tono beige, muy clarito. Con las recomendaciones que le dio la firma comercial y su gran sentido común, dejó su casa hecha un primor. Pero lo esencial fue que se sintió satisfecha consigo misma. Con esfuerzo y tesón, había conseguido tornar en muy positiva una situación que, en principio, calificó como desastrosa.

          Al final, aprendió tanto que se dedicó a modificar pisos, hacer reformas, rediseñar habitaciones, mejorar cuartos de baño… Abandonó su trabajo y creó una empresa constructora de innovaciones y mejoras. Todo por su cuenta. Trabajaba como una operaria más, aparte de ser la directora de obras. Nunca sospechó que tuviera esa pasión por el mantenimiento, la modificación y la restauración de viviendas. Diariamente, daba las gracias al cielo y al destino por haber puesto aquel albañil en su camino, albañil que sin querer le dio la oportunidad de conocer una vocación que la colmó de felicidad y la mejoró como persona. El azar había manifestado, una vez más, su enorme capacidad para cambiar el rumbo de la vida. Azar, esfuerzo y capacidad de adaptación, motores y escultores eternos de personas y situaciones.


26 julio 2025

Juan y las moscas

 


Juan abandonó la tienda de electrodomésticos sin mirar atrás. Olía mucho a plástico y su ropa se impregnó de aquel olor. Nada más salir, una mosca se le colocó detrás de la oreja. No era estar mosqueado o pendiente de algo; fue que, físicamente, una pequeña mosca se le quedó pegada a su piel. La quitaba, volaba un poco y regresaba a la nariz, a la comisura de los labios, a la calva... Juan no dejaba de mover sus manos para ahuyentarla. Hacía movimientos muy extraños, como si estuviera poseído por un demonio o por un mal.

            Tantas veces se posó en la cara y en los brazos que, aunque la mosca desaparecía a ratos, Juan seguía agitando manos y brazos en modo de espantamoscas. Ya no quería evitar que se le posaran o no, quería evitar que se le acercaran.

            Pasó por un restaurante chino que tenía la puerta abierta. De él salieron tres moscas pequeñitas. Las tres siguieron la estela de Juan con continuas amenazas de aterrizar en su cuerpo. Es como si lo hubieran estado esperando. El tamaño de las moscas era inversamente proporcional a su perseverancia, así que no le dieron ni un momento de reposo.

    Qué pesadas —dijo, y siguió andando.

            Al volver la esquina, se tropezó con una amiga. Al verlo agitado, le preguntó:

    ¿Te pasa algo?

    Pues sí —respondió Juan. Llevo casi media hora espantando moscas. Me dan un asco horrible y además son muy molestas... Es como si mis hormonas las atrajeran... No me dejan en paz ni un segundo. Igual es mi sudor o el olor a plástico que arrastro desde la tienda de Miguel.

    Los humanos somos muy atractivos para las moscas... —le comentó Irene. Las atraen el sudor, los restos de comida sobre la piel y la humedad. Por otra parte, como son insectos de sangre fría, nuestro calor corporal les ayuda a mantener su temperatura.

    ¡Vaya! No sabía que eras tan experta en moscas —expresó Juan.

    Tuve un buen profesor de Biología y le encantaban estas curiosidades. Si lo piensas, es de sentido común —manifestó la amiga. A veces, también se posan en la piel por casualidad.

    Mira, Irene, ya está bien de explicaciones —refunfuñó Juan. Yo lo que quiero es que me dejen en paz. Me importan un bledo las moscas y su comportamiento, pero me gustaría saber por qué hoy, precisamente hoy, no me dejan en paz. ¿Tienen las moscas manías persecutorias? —preguntó.

    Igual eres diabético y no lo sabes. Las moscas tienen tendencia a instalarse en ambientes azucarados. Lo dulce, como por ejemplo la miel, las atrae sin remisión, siguió explicando Irene.

    Sí, afirmó Juan. Yo aprendí en la escuela aquella famosa poesía, y fábula a la vez, de Samaniego que decía:

A un panal de rica miel
dos mil moscas acudieron,
que por golosas murieron
presas de patas en él.
Otra, dentro de un pastel
enterró su golosina.

Así, si bien se examina,
los humanos corazones
perecen en las prisiones
del vicio que los domina.

            Juan estuvo todo el rato intentando despegarse de su cuerpo a las tres moscas. Al finalizar la conversación que mantuvo con su amiga, se habían convertido en trece. Realmente era insoportable y el continuo movimiento de sus extremidades superiores le estaba resultando agotador.

    Me voy —le dijo. ¡Menuda historia me ha caído encima!

             Se despidió sin más, acompañado de un enjambre de moscas que casi le tapaban la cara y no le dejaban ver. Agobiadísimo, entró en un bar. Las moscas lo siguieron. Los escasos clientes se quedaron estupefactos. Juan era una persona con la cabeza rodeada de moscas por todas partes. Parecía un cabezudo, salvando las distancias. La gente empezó a protestar ante la presencia de tanto insecto.

    Haga algo —le exigieron al dueño.

            Ante la llamada de atención de este, Juan le explicó al patrono que no podía hacer nada. Solo mover sus manos y darse manotazos que apenas tenían efecto.

    Me puede pedir un taxi, por favor —imploró Juan al señor de la barra.

            Este, con tal de quitarse aquella situación de encima, accedió y a los pocos minutos llegaba un taxi a la puerta. Juan salió corriendo y consiguió quitarse algunas moscas de encima, pero más de la mitad se metieron en el taxi con él. Juan empezó a sentir pequeños mordisquitos en su cara. Las moscas lo estaban devorando en vida. Eran moscas de establo que muerden para obtener sangre. Pero ¿qué relación tenían las moscas de establo con él?

            El taxista estaba esperando que le dijera la dirección del destino. Miró por el espejo retrovisor y se horrorizó al ver una cabeza casi cubierta por las moscas. Juan intentaba hablar, pero tenía miedo de abrir la boca ante el peligro de que aquellas malditas moscas se instalaran en su garganta. Recordó lo feliz que sería el papamoscas cerrojillo, pájaro que abre el pico para que entren las moscas. Aunque, quién sabe, igual se atragantaba con la presencia de tanto insecto. Este consumado insectívoro es de pequeño tamaño, cuerpo compacto, cabeza ancha y pico fino. Tiene una llamativa mancha blanca en la frente. En la catedral de Burgos, un autómata llamado Papamoscas abre la boca a todas las horas en punto y con su mano derecha acciona el badajo de una campana. Él, en cambio, no podía abrir la boca ni un segundo. Con la mano izquierda se tapó la nariz para impedir el paso a unas atrevidas y aventureras moscas que amenazaban con invadirlo. Por fin tomó un papel y escribió la dirección de su casa. El camino se le hizo largo, larguísimo, con un taxista que no dejaba de vigilarlo por el espejo retrovisor.

            Al llegar a su casa, pagó como pudo y se bajó del coche. Manos y cara, únicas partes al destapadas de su cuerpo, seguían cubiertas por cientos de moscas que casi no le dejaban respirar. El taxi se alejó con rapidez. Para el taxista el trayecto había sido una pesadilla. Al bajarse Juan, por fortuna, todas las moscas se bajaron con él.

            Entró en su casa y fue directo al cuarto de baño; tenía náuseas y vómitos. Se sentía fatal. Un intenso y repentino dolor abdominal le obligó a inclinarse para paliar en algo el dolor de la tripa. No tenía ganas de comer. Las moscas seguían revoloteando a su alrededor y se turnaban para posarse en él. Encontró unos guantes. Con apuros se los colocó en las manos. Tener las manos libres de moscas le reportó un gran consuelo. ¿Qué podría hacer? Recordó que en la cochera tenía un resto de tela de mosquitera. Buscó unas tijeras y una grapadora. Tenía la esperanza de fabricarse una especie de bolsa protectora que lo aislara de la nube de moscas que no dejaban de darle mordisquitos y más mordisquitos. Su abdomen estaba hinchado, lo que le hacía sentir una tremenda sensación de estar lleno. Como si se hubiera comido una vaca. Siguió confeccionando una bolsa que cosió con la grapadora. Vestido, sin zapatos, desesperado, se metió en la ducha. Le dio a tope al agua fría, cosa que detestaba. Las moscas, sorprendidas y molestas por la frialdad del agua, salieron disparadas. Juan sintió su rostro liberado. Con rapidez se colocó en la cabeza la bolsa que había fabricado, la cual amarró en su parte inferior con una cuerdecita que tenía preparada. Estaba empapado, pero sin moscas sobre su cuerpo, que ahora, como locas, deambulaban por la habitación. Con cuidado, abrió la puerta. Salió y la cerró de prisa, aunque algunas moscas lo siguieron. Esto impedía que se quitara la reciente protección de su cabeza. Recordó un documental sobre Kenya. Aparte de las maravillosas maravillas naturales que el país encierra, tenía en la mente fotogramas de niños llenos de moscas. Nadie, ni siquiera ellos mismos, se molestaban en apartarlas. Todos estaban sonrientes mostrando unos dientes más que blancos.

            El dolor abdominal, las náuseas y vómitos no remitían. Cada minuto se sentía peor. Tendría que llamar al 061, emergencias sanitarias, y pedir ayuda. Se sentía débil y desanimado, pero antes tendría que ponerse ropa seca. Su aspecto lo suponía horroroso y poco digno. Las moscas seguían zumbando a su alrededor, pero al no poder posarse sobre su cuerpo, sintió cierto alivio. Guantes y bolsa mosquitera habían funcionado. Se sintió destemplado. Buscó un paracetamol de 600 y se lo tomó con un poco de agua.

     Me sentará bien —dijo.

             No habían pasado un par de minutos cuando vomitó el agua y el paracetamol. Mala cosa eso de los vómitos. Con enorme dificultad, yendo de habitación en habitación, consiguió despistar a todas las moscas. Se secó bien, se puso ropa limpia y volvió a colocarse la bolsa mosquitera y los respectivos guantes. Si una mosca más se posara sobre su rostro, se volvería loco. Era un enorme martirio, del tipo de la gota malaya. Exhausto por tanto vómito, el dolor de vientre, la fiebre y las moscas, llamó al 061. Les dio abundantes detalles sobre su situación, incluidas las perseverantes moscas.

             El equipo de sanitarios se presentó con todo tipo de precauciones. No faltó una enorme bolsa mosquitera de cuerpo entero. Juan pensó que era similar a una de esas bolsas que esconden los cadáveres, aunque con agujeritos para poder respirar. Embolsado, lo trasladaron al hospital. Todas las moscas se quedaron en la casa. El cuadro clínico no era bueno. El médico del equipo diagnosticó un infarto intestinal. Cuando llegaron al hospital, lo llevaron directamente a hacerle un TAC. En media hora tenían los resultados. La necrosis intestinal, debida a la interrupción del flujo sanguíneo, era demasiado amplia para remediar la situación con medidas quirúrgicas.

            Uno de los médicos se dirigió a Juan y le dijo que sería conveniente contar con la presencia de un familiar, que estaba demasiado solo. Tendría que quedarse en observación. Juan llamó a su hermano Alberto, que vivía a cuatro horas de allí. Le contó todo lo ocurrido y que se quedaría en observación, que no era urgente, pero que si podía, que se viniera.

     El intestino es un segundo cerebro —comentó un enfermero.

             Juan moriría en pocas horas. Poco a poco fue perdiendo conciencia hasta entrar en coma. Su hermano no llegaría a tiempo. Las moscas actuaron como genuinas señales de alarma. Su agudo sentido del olfato había detectado que Juan se estaba pudriendo en vida. Sus antenas, a modo de nariz, cubiertas de receptores quimiosensoriales, les permitían identificar sustancias volátiles que emana la materia orgánica en descomposición. La primera mosca que acudió, reveló que Juan llevaba muriéndose ya varias horas.

 

 

16 mayo 2025

En un bar cualquiera... ¡un simpa!

 


Todo ocurrió en un bar cualquiera, en un rato cualquiera. Rafael entró y observó tras la barra a un camarero joven y a una mujer madura, la encargada. Ambos vestían de negro. Ella, pelito corto y blanco, con corte muy moderno, como si fuera joven. Él tenía barba poco densa, camiseta ajustada, con bíceps de gimnasio y pelo a lo cepillo. La jerarquía es patente, por años y presencia.

               Al otro lado de la barra, en la parte del público, había una chica joven con moda tipo ETA en pelo y vestimenta. Intercambiaba palabras con un chico muy alto. Este, llevaba un desgastado pantalón vaquero y mochililla a la espalda. Una melena larga y descuidada le tapaba la cara: no la dejaba ver. Tampoco el veía demasiado. El chico no paraba de moverse de un lado para otro mientras pegaba la hebra, embelesadamente, con la chica. Parecía que flirtean alojados en sus risas y abundantes palabras. De pronto, ella cogió el teléfono y puso reguetón a tope de volumen.

               El local es pequeño y, aunque Rafael se sienta en un rincón apartado, no puede distanciarse de lo que está ocurriendo a cuatro metros de él. El diálogo entre los jóvenes es vivo y en directo: emiten con potencia. Los datos que le llegan, irremisiblemente, lo arrastran a implicarse y monta su película: La mujer encargada, con pelo corto y blanco, debe ser la madre de la chica. La joven sale con el chico –seguramente- sin mucho compromiso. Desde su esquina, Rafael intuye que la chavala, inventando una excusa, ha pasado por el bar para que la madre conozca a su pareja o le dé alguna cosa. María, la madre, en su parcela al otro lado de la barra, ha pensado lo mismo.

               La madre se muestra afectuosa y le dice a su hija:

     ¿Quieres que te cocine algo?

    Vale. Prepara lo de siempre le respondió la hija.

     ¿Te refieres a la tortilla de jamón con tomate natural?

    ¡Bingo! contestó la chiquilla.

               En paralelo, el chaval requiere un bocadillo al camarero joven. “¿De qué lo quieres?”, le pregunta al muchacho.

    A mí me da lo mismo, le responde desde su cara oculta.

     Tienes que acostumbrarte a pedir aquello que te gusta. Ese me da lo mismo tienes que concretarlo, matiza el camarero. “Así, sin aclarar, no sé lo que ponerte”.

    Bueno, pues que sea de jamón. Un bocadillo de jamón, indica sin mirarlo.

               La mujer, diligente, se mete en la cocina. Desde la calle, con la música a todo trapo, entran tres jóvenes. Parecen africanos. Van superarreglados, con pantalón vaquero, distintas sudaderas y zapatillas blancas. Uno de ellos, mirando hacia la barra, reclama: “Máquina, por favor”. Se refiere al tabaco. El camarero toma el mando a distancia y activa el mecanismo. La máquina responde con un piloto en verde que guiña sin cesar. Los tres chavales, entre evidentes bromas ruidosas y exteriores, dudan sobre la marca. Al final, optan por un Ducados. Rafael, en su rincón, piensa que son muy pocas las personas que saben que el nombre de Ducados proviene de la moneda de oro que se incorporó al diseño del aspecto inicial. Recuerda que, hace ya muchos años, cuando con dos paquetes no tenía suficiente y buscaba nervioso la compra de un tercero, su nariz y su boca servían de chimeneas. Estaba seguro de que con el alquitrán que acumulaban sus alveolos se podrían asfaltar, al menos, las mesas del despacho.

     Tiene usted los pulmones como un brasero de picón, qué barbaridad le dijo el médico al ver aquella placa vestida de luto riguroso.

               Y claro, tuvo que dejarlo después de varias noches durmiendo en un sillón ante la imposibilidad imposible de hacerlo horizontal.

               La mujer encargada salió de la cocina. Rafael volvió a la realidad. La vio con las dos manos ocupadas por sendos platos. En uno la tortilla; en otro, el bocadillo. María, se dirigió a los jóvenes. Les dijo:

     Espero que estén buenos. ¡Que aproveche!

     El olor resucita a los muertos añadió la mozuela.

     ¡Qué buena pinta tienen! apostilló el chaval.

               Con un movimiento rápido, el chico agarró su bocata y le dijo a la chica:

     Ahora mismito vuelvo.

               Salió muy tranquilo, casi con parsimonia, sin llamar la atención. Nadie le dijo nada. La chica comenzó a dar cuenta de su rica tortilla, aliñada con amor de una madre, y pidió un vaso de agua.

     ¿A dónde ha ido tu amigo? preguntó el camarero.

     No sé. Me ha dicho que ahora viene. Pero que… ¡Amigo mío no es!

     ¿Cómo? ¿Que no conoces a ese chaval con la conversación que teníais? le preguntó la madre.

     ¡Para nada! Se me pegó en la calle. ¡Tiene muy buen rollo! ¡Se empeñó en entrar aquí conmigo! ¡Es divertido! respondió la hija.

     Hija mía, parecemos tontas. Ese chico nos ha utilizado; nos ha hecho una envolvente perfecta y nos ha pagado con un “simpa”. Javier, por fa –le dijo al camarero asómate a la puerta a ver si está ahí todavía.

               Javier, literalmente, voló sin alas. En la calle, mirando a derecha e izquierda, intentaba identificar a alguien que llevara mochila y melena –vertical antifaz y mascarilla a la vez—; buscó el pantalón vaquero…, pero nada. El mozalbete había desaparecido. Con cara de desesperación volvió al bar. Las dos mujeres tradujeron su rostro relleno de impotencia. No preguntaron nada.

     ¡Hijo de la gran china! ¡Qué habilidad! gruñó la madre.

     ¡Como estratega un diez! exclamó Javier. Es que ni por un instante se me ha pasado por la cabeza que no fuera amigo de su hija.

     ¡Seguro que no es la primera vez que lo hace! replicó la hija. Como me lo tropiece por ahí, le voy a montar un pollo del tamaño de un avestruz. ¡Será imbécil!

               En ese escenario, como todos los días, entró don Agapito, alias “heredero de Séneca”, que venía a convidarse.

     ¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Son impresiones mías o está revuelto el gallinero? preguntó.

     Nada, don Agapito, que nos acaban de hacer un “simpa” delante de nuestras narices y no hemos podido evitarlo masculló la madre. Vamos a tener que cobrar primero y luego servir o bien servir con una mano y cobrar –en simultáneo- con la otra.

     ¡Hay gente pa tó! ¿Y ha sido mucho el daño? susurró el recién llegado.

     Poca cosa: un bocata de jamón aclaró Javier.

    De poca cosa nada replicó la encargada, que era jamón ibérico y, al pensar que era amigo de mi hija, lo cargué un poco más.

     ¿Hablamos de diez o doce euros? preguntó el abuelete. ¡Eso es poca cosa!

María, la madre, se encabritó y dijo:

     Mire, don Agapito, ciertamente la cantidad no es mucha, pero… la calidad del acto es importante. Me siento engañada y humillada por un niñato pícaro y sinvergüenza. Ha utilizado a mi hija como cebo en un anzuelo y yo he picado por la atmósfera que el “pájaro” ha creado con tino y habilidad. Nos ha hecho colaborar a los tres: Javier, mi hija y yo. Ahora ya, de nada vale lamentarse.

     María, te conozco desde hace años y eres una profesional como la copa de un pino. No me gusta verte así. ¡Olvídalo! Tanto amor propio no conduce a nada bueno. Ahora eres rehén del bocadillo y del sinvergüenza. Era Santa Teresa la que decía: “Nada te turbe, nada te espante…” Así que calma. Si ya no tiene arreglo, ¿de qué te preocupas? El otro se habrá comido el bocadillo y estará tan feliz. No merece la pena.

     ¡Claro, como a usted no se lo han hecho!… espetó María.

    No me digas eso… Cuando alguien muere, tú mueres un poquito; cuando alguien roba, tú sufres alguna consecuencia del robo aunque no te des cuenta; cuando alguien nace, tú vuelves a nacer; cuando alguien es feliz, algo de su felicidad te llega… porque nadie somos una isla del todo… todos estamos conectados. Formamos parte de la energía del universo y todo nos afecta a todos… explicó don Agapito.

     ¡Ay, don Agapito, que bien habla usted! Las cosas que dice… Con razón le apodan “el heredero de Séneca”. ¿Le apetece otra copita? dijo María con un tono de voz irresistible.

     Viniendo de usted, no le puedo negar la invitación. Con tal de satisfacer sus deseos soy capaz de tomarme la botella respondió el abuelo.

     No me diga usted esas cosas que me ruboriza —apuntó la mujer titubeando.

     No se lo digo para que se ruborice. Se lo digo porque es la verdad. Ah, y le tengo que decir que no soy “el heredero de Séneca”. En todo caso, y como mucho, seré “un heredero más del prestigioso filósofo cordobés”.

     Pues para mí es usted la reencarnación del célebre maestro –apostilló la mujer.

     En ocasiones así, es conveniente tener a mano un buen bote de sonrisas. Dejémoslo: Ya es demasiado tarde —remachó el invitado.

               Rafael, en su rincón, estaba rindiendo sin haberlo pretendidoun imprevisto homenaje al convidado de piedra.

               Primer final: Pasadas un par de horas, en un bar del extrarradio, la hija y el melenudo se juntaron para preparar el segundo “golpe” del día. Engañar al prójimo y comer gratis, se había convertido en un hobby obsesivo. Eran emocionantes ese tipo de experiencias. Toda una secreción de adrenalina de la buena.

               Segundo final: a las pocas semanas, la chica y el “comedor de bocatas de jamón” se encuentran en la verbena de un barrio. Ella monta en cólera y a voces, lo llama ladrón, imbécil, aprovechado,…

     Págame lo que le debes a mi madre o llamo a la policía le chilla.

               La gente se arremolina. El chaval se ve atrapado. La chica con la que va le pregunta:

    ¿Se puede saber qué pasa? ¿Qué número estás montando ahora?

               Superado por el conjunto de circunstancias, con todo el dolor de su corazón, el chico se echa mano al bolsillo trasero del pantalón, saca un billete de diez euros y se los entrega a Lydia diciéndole:

     Toma, para tu madre. Siempre consideré que aquel bocata era una invitación. No volví porque me puse malo de repente y me tuve que ir para mi casa.

     Espero que ya estés recuperado y no te cruces más en mi camino. Aparte de ladrón eres un mentiroso y por favor: ¡Pélate un poco! Estarías mucho más guapo.