Son
las siete y media de la mañana. El frescor de la noche entra por la ventana,
semiabierta. Estoy sentado frente al ordenador que encendido me espera. Me
muevo entre coser o hilvanar algunos pensamientos, hijos de reflexiones,
lecturas, creencias, experiencias y escuchas. Desde la ventana, abajo, en la
calle, atisbo tres enormes contenedores de residuos. En sus entrañas debieran
de albergar —por separado— envases, orgánica y papel, pero tengo la seguridad
de que eso no es así. Como todos los días, como todos los meses desde su
nacimiento, los contenedores cargados de paciencia esperan ratos de utilidad:
momentos de recibir y minutos periódicos en los que alguien rescate lo que en
el interior de sus paredes almacenan, bien sea por los servicios públicos o las
expertas manos de algún desconocido.
A
las ocho menos cuarto llega el primer visitante. Es un hombre maduro, delgado,
de tez morena; lleva gafas, pantalones de pirata, camiseta floreada de tirantes
y calza unas ligeras chanclas. Su barba es de dos o tres días, cabeza rapada.
Circula por la acera montado en una vieja bicicleta, síntesis de otras
"bicis". Entre su mano y el manillar se deja ver un móvil. Atrás,
amarrado al portaequipajes, lleva un cajón de fruta de plástico azul por el que
asoman un par de barras metálicas. Una señora con bolso y bolsa de supermercado
se tiene que apartar para dejarle paso. Observo que frena y, sin bajarse, para
justo a la altura del contenedor de envases, el amarillo. Con pericia abre la
tapa, se apoya, mete la cabeza y escruta su interior. No parece interesarle
nada. Deja caer la inmensa tapadera y vuelve a pedalear con pesadumbre. Sigue
su camino.
No
han pasado ni cinco minutos y el impasible contenedor tiene la segunda visita
del día. En este caso se trata de un joven muy desgreñado, con pantalón corto y
una camiseta inmaculadamente blanca que deslumbra. Lleva una gorra verde puesta
al revés. Por los piñones y las ruedas deduzco que su bicicleta es de montaña.
Parada obligatoria en el contenedor amarillo. Se ve que duda, saca el móvil y
enciende la linterna. Con un palo largo que debe llevar un cáncamo, puntilla o
algo parecido a un gancho de percha, intenta pescar algo dentro. La tapadera
levantada me impide ver de qué se trata. Al final lo deja caer. En el
contenedor de orgánica no se para casi nadie, pero este joven se detiene en el
de papel, el azul. Saca algunas cajas de cartón, dos cajones de madera y una
lámpara con pie metálico. Desarma la lámpara y recoge todo el metal dejando
fuera lo demás. La bici arrastra un extraño remolque artesanal de marca
desconocida, por supuesto sin homologar. Se nota que lo ha hecho él o alguien
de su familia con restos de restos. Es basto, poco estético, pero funcional.
Las ruedas giran bien y en el cajón que soportan sobresalen por todos lados
hierros, barras metálicas y alambres. En ciertos momentos los niños sustituirán
a la chatarra. Como elemento de almacenaje y transporte, el remolque es algo
sustancial en sus vidas. Se le nota contento.
La
ventana acapara toda mi atención. Tras diez minutos sin incidencia, observo que
se detiene un señor: va perfectamente vestido. Lleva un pantalón gris, camiseta
gris oscura, gafas de sol y gorra del F. C. Barcelona. Conduce una bici nueva;
no es grande, no tiene barra; podría ser la típica de un joven o de una chica.
Una mochila marrón le cuelga de la espalda. Parece limpio y sus modales son
suaves. Levanta la tapa, pero antes se ha colocado las gafas encima de la gorra
para ver mejor. Vistazo general. Nada. Devuelve la tapa a su sitio con una
inusitada delicadeza. Antes de continuar, se coloca unos auriculares que los
supongo conectados al móvil. En efecto, lo saca, marca un número y comienza a
hablar. Reanuda la marcha. Un par de palomas lo observan desde lo alto de una
farola. Al fondo, una madre solitaria empuja a su hija en el columpio del
parque y dos vagabundos se fuman un pitillo; charlan animadamente sentados en
un banco próximo.
Aún
no es media mañana y es el turno de una mujer. Por sus ropas y estilo, estimo
que es rumana. Un amplio cintillo a la cabeza le recoge el pelo y, colgado del
cuello, por delante, lleva un bebé que parece dormir. Mira los tres
contenedores. De su actitud y forma de mirar se desprende poca fe. Mira con
ligereza, como diciendo: "Aquí no encontraré nada". "Otros, más
madrugadores que yo, habrán mirado ya". En el contenedor de los papeles
encuentra una especie de esterilla. La saca, la observa y la extiende sobre el
césped. De un enorme pañolón saca un bocata y una botella de agua. Se sienta en
la esterilla y le da el pecho al niño mientras ella da cuenta del bocadillo. La
gente pasa por la acera, pero no mira. Por indiferencia o por respeto, la
intimidad de la mujer con su recién nacido parece quedar a salvo. Un hombre
moreno, con abundante pelo negro, ajado pantalón vaquero y con sandalias
destrozadas, la interrumpe mediante grandes aspavientos, elevando la voz y
diciéndole cosas que yo no puedo oír. Ella, con rapidez felina, recoge su
improvisado campamento y lo sigue con el niño, apresurando el paso tras la
bicicleta en la que él va montado.
La
mañana avanza y el número de echadores y recogedores va en aumento. Una mujer y
una jovencita, a las que no conozco, arrojan varias bolsas al contenedor de
envases. La ventana abierta —ahora sí- me permite escuchar lo que la mujer
dice: "Hace tiempo que teníamos que haber hecho esto. "No se
pueden acumular tantísimos trastos". La joven, antes de tirar su
última bolsa, saca un perro de peluche y le pide a la mujer que le permita
conservarlo: ¡Este no! Dice. — ¡Vaaaaleee! —responde la mujer, que supongo es
su madre. Al rato llega un hombre muy delgado. Viste de oscuro con una mascota
negra. Bicicleta adaptada con caja atrás no muy grande. Mira en el contenedor
amarillo y su cara refleja cierta satisfacción. Empieza a sacar todas las
bolsas que hace unos minutos han depositado las dos mujeres. Vuelca su
contenido en la acera y procede a elegir objetos. Las baldosas cubiertas de
rotuladores, juguetitos, muñecos, cuentos, cochecitos, cintas de casete, cajitas,
DVDs, agendas, estuches, etc. se han transformado en un espacio multicolor
parecido a un top manta. El hombre sigue separando piezas con sus manos y va
metiendo en una mochila lo que le parece mejor. Una pareja de jóvenes pasa por
su lado y tiene que pisar el césped porque transitar por la acera es imposible.
Miran, pero no dicen nada. Una señora que baja con el carrito de la compra,
ante la murallita de objetos y la nula intención del hombre de levantarse,
decide cruzar la calle y cambiar de acera. De pronto, el buscador se levanta,
coge sus bártulos y desaparece de la escena con rapidez. Allí ha dejado, a ojos
vista, todo lo que no le ha interesado. Podría haberlo devuelto al interior del
contenedor, pero no lo hizo. La imagen resulta desoladora. Hasta mañana por la
mañana que pasen los barrenderos, todo aquello estará allí desperdigado y dando
la negativa imagen del contenedor violado. Me pregunto si estas situaciones se
arreglarán algún día. El soterramiento de contenedores evitaría la alteración que
supone vaciar y dejar, pero por ahora es lo que hay mientras los exploradores
de estos depósitos de objetos ya no queridos no aumenten su conciencia cívica.
Son
casi las ocho y media de la tarde/noche y mi perplejidad tiende a infinito: se
para una furgoneta y de ella salen un hombre y un niño. Podría deducir que son
padre e hijo. "Abre la puerta y ayúdame desde arriba", le
indica el hombre. El chico entra en la furgoneta y por su puerta trasera asoma
una bicicleta estática enorme. Al verla, me viene a la mente la imagen de un
búfalo metálico salvaje de esos de la feria, ya que la forma de sus manillares
me recuerda sus cuernos. La máquina, desde lejos, da la impresión de ser
pesada. "Empuja", le dice el padre mientras él tira hacia
fuera. Tras gran esfuerzo, la bici aterriza en el suelo, golpeándolo. Entre los
dos la arrastran un poco y la sitúan al lado del contenedor de envases. Tienen
prisa, la dejan allí y se van. La secuencia que acabo de ver me hace
reflexionar con tristeza porque a cinco minutos del lugar hay un centro de
recogida selectiva de basuras, mobiliario, escombros, etc. Por otra parte, esa
persona mayor ha hecho cómplice al niño de su dejadez y desconsideración por lo
colectivo, de su insolidaridad y de su malísima educación ambiental. Además,
abandonar una bici de esa categoría en plena vía pública da una imagen de
nuevos ricos que detesto. Seguramente no tenían dónde colocarla o se aburrieron
de ella. La bici parece sentirse abatida al lado del contenedor. Es como si
sintiera vergüenza de los dueños que ha tenido y esperara que alguien la
recoja. No parece gustarle mucho el sitio en el que la han dejado.
Un
niño desciende por la calle cogido de la mano de su madre. Seis, siete años.
Habla en voz alta y parece sentirse muy feliz. Al llegar a la altura de la bici
desechada, se suelta y, cuando la madre se quiere dar cuenta, ya está
encaramado en el asiento de la estática. Los pies no le llegan al suelo.
— ¡Qué guay, mamá!
—Baja de ahí. ¡Cualquiera sabe quién se habrá
sentado en ese sillín!
-¿Nos la podemos llevar?
—Ni pensarlo… Es demasiado grande y seguro
que no funciona. Cuando la han tirado, por algo será.
—Pues a mí me gusta. Parece un caballo.
—Vámonos. Tu padre nos está esperando.
— Ajuuu… Mamá… pues yo la quiero.
La madre tira del niño calle abajo y los dos
desaparecen de mi vista.
Durante
un rato la gente sigue pasando por la acera y nadie toma en cuenta a la
aparatosa bicicleta. En eso una señora mayor se detiene. Con parsimonia echa
mano del bolso, saca sus gafas, se las coloca y observa con detenimiento la
bici sin ruedas. La mira y la remira. Se agacha y con la mano hace girar los
pedales. Aparentemente van bien. Vuelve a la acera y rastrea en el interior de
su bolso. Toma su móvil y hace una llamada. Pasados unos minutos, aparece una
camioneta con un 4x4 impreso en su costado. Está como partida por la mitad de
manera que, delante, permite viajar a dos personas y en la parte de atrás –
caja de carga, batea, cama, platón o palangana – se pueden transportar objetos
grandes. Se bajan dos mozalbetes. Ambos llevan la cabeza afeitada, pantalones
bombachos, camiseta negra de tirantes y chanclas. Sus brazos delatan el uso de
las pesas en el gimnasio. La mujer les indica con la mano y, en un plis-plas,
la plúmbea bicicleta —que parece tener alas— vuela por los aires y se posa
suavemente en la batea de la camioneta.
— ¡Listo! —dice uno de ellos.
—Me la dejáis en la terraza acristalada que
da al jardín —aclara la señora.
Desde
mi ventana-observatorio, me digo: "Lo que se va por lo que se viene".
El contenedor a veces actúa como escaparate de ocasión para dejar o para
recoger, sin intermediarios, sin publicidad, sin discusión por el precio. Otras
veces es un auténtico basurero donde mucha gente deja fuera lo que le da la
gana.
Los jóvenes se van y la señora, con alguna dificultad para andar, sigue su camino subiendo por la calle. El desplazamiento alternativo de sus caderas, primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha, indica cierta descompensación que generó el paso de los años.
Entretanto,
junto al contenedor de papel y cartón, se ha parado una furgoneta. Se bajan dos
jóvenes armados con sus respectivos cúteres en la mano. Con asombrosa
habilidad deshacen unas cuantas cajas de cartón que estaban fuera y las van
colocando en la furgo. Sondean el contenedor azul y extraen los cartones que
alcanzan. Como parece haber más material, uno de ellos rebusca en la furgoneta
y vuelve con una especie de arpón para pescar los cartones del fondo. Sus
movimientos son tan mecánicos y certeros que me recuerdan a los robots. "Deben
de estar muy acostumbrados", pienso.
El
escenario de los contenedores parece no tener límites. No doy crédito a tanta
afluencia de visitantes. Llega un carro de tres ruedas empujado por una mujer
que claramente tiene pinta de extranjera: Faldón largo de colorines, de piel totada,
pañuelo medio caído a media cabeza, bastante delgada… El carro que empuja está
medio lleno o medio vacío, da lo mismo. La calificación no alterará el
contenido de los hierros que lleva. A una distancia prudencial la sigue un
hombre montado en una bicicleta que habla por el móvil sin perder de vista a la
mujer. Deduzco que será su pareja, seguramente su marido. La dama rebusca en
los contenedores. A veces se inclina tanto –dentro de ellos- que parece que se
caerá dentro. Sin saber muy bien cómo lo hace, siempre cae de lado de la acera.
Aparca su “tres ruedas”, saca una pequeña bolsa de su mochila y
comienza a dar bocados a una manzana que transportaba. El marido hace lo
propio: bocata, móvil, litrona y a sentarse en el césped al lado de su mujer.
Se nota cierta jerarquía en la relación. Pienso que son valores absorbidos sin
que nos demos demasiada cuenta. La fuerza de la costumbre es la mayor fuerza
conocida. Así son las cosas.
No
ha pasado un cuarto de hora y en escena aparece un hombre de mediana edad y
mediana estatura. Rubio, con cara redonda, gafas oscuras, barba de hace unos
días, camiseta amarilla rayada de líneas verdes y una gorrilla roja. Empuja un
supercarro que tiene por paredes somieres oxidados. Con paso lento, pero
rítmicamente, desciende por la acera. Apacigua su marcha, aunque no se detiene
del todo y, de forma magistral, empuja hacia arriba la tapadera del contenedor.
Antes de que esta caiga, ha examinado el interior y decide continuar su
recorrido. Tengo el tiempo justo para reconocer lo que acarrea y que a través
de los somieres puedo ver. Transporta cuatro ruedas que están encima del
colchón que ocupa el fondo. Distingo dos maletas que parecen estar en buen
estado. A su lado, un viejo radiador. Varias mochilas cuelgan del tramo
superior de los somieres. De pronto el hombre se detiene, saca unos auriculares
del bolsillo y con ellos se tapa los oídos. Los conecta a su móvil e intenta
buscar algo deslizando su dedo por la pantalla táctil. Frunce el ceño. Intenta
concentrarse. Por la expresión del rostro deduzco que ha empezado a oír.
¿Música? ¿Un partido de fútbol? Quién sabe. Se guarda el móvil y prosigue su
camino.
El
desfile por los contenedores parece no tener fin. Mi sorpresa impotente e
incrédula me acosa cuando veo que un buscador, con toda su tranquilidad, abre
la tapadera del contenedor y mete a un niño que esperaba en la acera. Me quedo
estupefacto. El chiquillo es menudo y ágil. Seis, siete años quizás. Lleva ropa
muy amplia, como prestada, y unas zapatillas de deporte que en un tiempo fueron
blancas. Gorra de cazador. Se le ve feliz. Desde fuera, el adulto le indica con
un palo las bolsas y los objetos que quiere mirar. Mi posición solo me alcanza
a ver una pequeña mano que entra y sale. Al menos, estos devuelven a las
entrañas del contenedor lo que no les atrae.
Concluyo
en que contar historias de los contenedores es un buen medidor del consumismo
de la comunidad[1].
Sería como una especie de despilfarrómetro: por un lado está lo que se tira,
quién lo tira, en qué estado está lo que se tira y dónde lo tira. De otra parte
están las personas que lo recogen, sean empleados del ayuntamiento,
trabajadores de alguna asociación de interés público o emigrantes de Europa que
viven de lo que tiramos. Tanto los que aportamos como los que recogen, formamos
parte de una inmensa galaxia de curiosos actores con una historia por contar. Nunca pensé en el contenedor como punto de encuentro de culturas y de ciudadanía. La psicología de todas estas personas y sus sentimientos quedan por ahora fuera
de nuestro alcance, pero me inclino a pensar en la existencia de una Vía Láctea
de anécdotas y de un libro con millones de páginas repletas de asombrosas
respuestas. Un universo social por descubrir. ¡Vivir para ver!, que dirían mis
abuelas.
Los
contenedores son un magnífico escenario para evaluar la educación de la
ciudadanía, ya que separar la basura en casa, no depositar la orgánica antes de
su hora, no dejar nada fuera de los contenedores, utilizar los centros de
recogida selectiva de muebles, electrodomésticos, escombros, etc… son acciones
propias de una sociedad preocupada por el medio ambiente y por la imagen de tu
ciudad.