26 julio 2025

Juan y las moscas

 


Juan abandonó la tienda de electrodomésticos sin mirar atrás. Olía mucho a plástico y su ropa se impregnó de aquel olor. Nada más salir, una mosca se le colocó detrás de la oreja. No era estar mosqueado o pendiente de algo; fue que, físicamente, una pequeña mosca se le quedó pegada a su piel. La quitaba, volaba un poco y regresaba a la nariz, a la comisura de los labios, a la calva... Juan no dejaba de mover sus manos para ahuyentarla. Hacía movimientos muy extraños, como si estuviera poseído por un demonio o por un mal.

            Tantas veces se posó en la cara y en los brazos que, aunque la mosca desaparecía a ratos, Juan seguía agitando manos y brazos en modo de espantamoscas. Ya no quería evitar que se le posaran o no, quería evitar que se le acercaran.

            Pasó por un restaurante chino que tenía la puerta abierta. De él salieron tres moscas pequeñitas. Las tres siguieron la estela de Juan con continuas amenazas de aterrizar en su cuerpo. Es como si lo hubieran estado esperando. El tamaño de las moscas era inversamente proporcional a su perseverancia, así que no le dieron ni un momento de reposo.

    Qué pesadas —dijo, y siguió andando.

            Al volver la esquina, se tropezó con una amiga. Al verlo agitado, le preguntó:

    ¿Te pasa algo?

    Pues sí —respondió Juan. Llevo casi media hora espantando moscas. Me dan un asco horrible y además son muy molestas... Es como si mis hormonas las atrajeran... No me dejan en paz ni un segundo. Igual es mi sudor o el olor a plástico que arrastro desde la tienda de Miguel.

    Los humanos somos muy atractivos para las moscas... —le comentó Irene. Las atraen el sudor, los restos de comida sobre la piel y la humedad. Por otra parte, como son insectos de sangre fría, nuestro calor corporal les ayuda a mantener su temperatura.

    ¡Vaya! No sabía que eras tan experta en moscas —expresó Juan.

    Tuve un buen profesor de Biología y le encantaban estas curiosidades. Si lo piensas, es de sentido común —manifestó la amiga. A veces, también se posan en la piel por casualidad.

    Mira, Irene, ya está bien de explicaciones —refunfuñó Juan. Yo lo que quiero es que me dejen en paz. Me importan un bledo las moscas y su comportamiento, pero me gustaría saber por qué hoy, precisamente hoy, no me dejan en paz. ¿Tienen las moscas manías persecutorias? —preguntó.

    Igual eres diabético y no lo sabes. Las moscas tienen tendencia a instalarse en ambientes azucarados. Lo dulce, como por ejemplo la miel, las atrae sin remisión, siguió explicando Irene.

    Sí, afirmó Juan. Yo aprendí en la escuela aquella famosa poesía, y fábula a la vez, de Samaniego que decía:

A un panal de rica miel
dos mil moscas acudieron,
que por golosas murieron
presas de patas en él.
Otra, dentro de un pastel
enterró su golosina.

Así, si bien se examina,
los humanos corazones
perecen en las prisiones
del vicio que los domina.

            Juan estuvo todo el rato intentando despegarse de su cuerpo a las tres moscas. Al finalizar la conversación que mantuvo con su amiga, se habían convertido en trece. Realmente era insoportable y el continuo movimiento de sus extremidades superiores le estaba resultando agotador.

    Me voy —le dijo. ¡Menuda historia me ha caído encima!

             Se despidió sin más, acompañado de un enjambre de moscas que casi le tapaban la cara y no le dejaban ver. Agobiadísimo, entró en un bar. Las moscas lo siguieron. Los escasos clientes se quedaron estupefactos. Juan era una persona con la cabeza rodeada de moscas por todas partes. Parecía un cabezudo, salvando las distancias. La gente empezó a protestar ante la presencia de tanto insecto.

    Haga algo —le exigieron al dueño.

            Ante la llamada de atención de este, Juan le explicó al patrono que no podía hacer nada. Solo mover sus manos y darse manotazos que apenas tenían efecto.

    Me puede pedir un taxi, por favor —imploró Juan al señor de la barra.

            Este, con tal de quitarse aquella situación de encima, accedió y a los pocos minutos llegaba un taxi a la puerta. Juan salió corriendo y consiguió quitarse algunas moscas de encima, pero más de la mitad se metieron en el taxi con él. Juan empezó a sentir pequeños mordisquitos en su cara. Las moscas lo estaban devorando en vida. Eran moscas de establo que muerden para obtener sangre. Pero ¿qué relación tenían las moscas de establo con él?

            El taxista estaba esperando que le dijera la dirección del destino. Miró por el espejo retrovisor y se horrorizó al ver una cabeza casi cubierta por las moscas. Juan intentaba hablar, pero tenía miedo de abrir la boca ante el peligro de que aquellas malditas moscas se instalaran en su garganta. Recordó lo feliz que sería el papamoscas cerrojillo, pájaro que abre el pico para que entren las moscas. Aunque, quién sabe, igual se atragantaba con la presencia de tanto insecto. Este consumado insectívoro es de pequeño tamaño, cuerpo compacto, cabeza ancha y pico fino. Tiene una llamativa mancha blanca en la frente. En la catedral de Burgos, un autómata llamado Papamoscas abre la boca a todas las horas en punto y con su mano derecha acciona el badajo de una campana. Él, en cambio, no podía abrir la boca ni un segundo. Con la mano izquierda se tapó la nariz para impedir el paso a unas atrevidas y aventureras moscas que amenazaban con invadirlo. Por fin tomó un papel y escribió la dirección de su casa. El camino se le hizo largo, larguísimo, con un taxista que no dejaba de vigilarlo por el espejo retrovisor.

            Al llegar a su casa, pagó como pudo y se bajó del coche. Manos y cara, únicas partes al destapadas de su cuerpo, seguían cubiertas por cientos de moscas que casi no le dejaban respirar. El taxi se alejó con rapidez. Para el taxista el trayecto había sido una pesadilla. Al bajarse Juan, por fortuna, todas las moscas se bajaron con él.

            Entró en su casa y fue directo al cuarto de baño; tenía náuseas y vómitos. Se sentía fatal. Un intenso y repentino dolor abdominal le obligó a inclinarse para paliar en algo el dolor de la tripa. No tenía ganas de comer. Las moscas seguían revoloteando a su alrededor y se turnaban para posarse en él. Encontró unos guantes. Con apuros se los colocó en las manos. Tener las manos libres de moscas le reportó un gran consuelo. ¿Qué podría hacer? Recordó que en la cochera tenía un resto de tela de mosquitera. Buscó unas tijeras y una grapadora. Tenía la esperanza de fabricarse una especie de bolsa protectora que lo aislara de la nube de moscas que no dejaban de darle mordisquitos y más mordisquitos. Su abdomen estaba hinchado, lo que le hacía sentir una tremenda sensación de estar lleno. Como si se hubiera comido una vaca. Siguió confeccionando una bolsa que cosió con la grapadora. Vestido, sin zapatos, desesperado, se metió en la ducha. Le dio a tope al agua fría, cosa que detestaba. Las moscas, sorprendidas y molestas por la frialdad del agua, salieron disparadas. Juan sintió su rostro liberado. Con rapidez se colocó en la cabeza la bolsa que había fabricado, la cual amarró en su parte inferior con una cuerdecita que tenía preparada. Estaba empapado, pero sin moscas sobre su cuerpo, que ahora, como locas, deambulaban por la habitación. Con cuidado, abrió la puerta. Salió y la cerró de prisa, aunque algunas moscas lo siguieron. Esto impedía que se quitara la reciente protección de su cabeza. Recordó un documental sobre Kenya. Aparte de las maravillosas maravillas naturales que el país encierra, tenía en la mente fotogramas de niños llenos de moscas. Nadie, ni siquiera ellos mismos, se molestaban en apartarlas. Todos estaban sonrientes mostrando unos dientes más que blancos.

            El dolor abdominal, las náuseas y vómitos no remitían. Cada minuto se sentía peor. Tendría que llamar al 061, emergencias sanitarias, y pedir ayuda. Se sentía débil y desanimado, pero antes tendría que ponerse ropa seca. Su aspecto lo suponía horroroso y poco digno. Las moscas seguían zumbando a su alrededor, pero al no poder posarse sobre su cuerpo, sintió cierto alivio. Guantes y bolsa mosquitera habían funcionado. Se sintió destemplado. Buscó un paracetamol de 600 y se lo tomó con un poco de agua.

     Me sentará bien —dijo.

             No habían pasado un par de minutos cuando vomitó el agua y el paracetamol. Mala cosa eso de los vómitos. Con enorme dificultad, yendo de habitación en habitación, consiguió despistar a todas las moscas. Se secó bien, se puso ropa limpia y volvió a colocarse la bolsa mosquitera y los respectivos guantes. Si una mosca más se posara sobre su rostro, se volvería loco. Era un enorme martirio, del tipo de la gota malaya. Exhausto por tanto vómito, el dolor de vientre, la fiebre y las moscas, llamó al 061. Les dio abundantes detalles sobre su situación, incluidas las perseverantes moscas.

             El equipo de sanitarios se presentó con todo tipo de precauciones. No faltó una enorme bolsa mosquitera de cuerpo entero. Juan pensó que era similar a una de esas bolsas que esconden los cadáveres, aunque con agujeritos para poder respirar. Embolsado, lo trasladaron al hospital. Todas las moscas se quedaron en la casa. El cuadro clínico no era bueno. El médico del equipo diagnosticó un infarto intestinal. Cuando llegaron al hospital, lo llevaron directamente a hacerle un TAC. En media hora tenían los resultados. La necrosis intestinal, debida a la interrupción del flujo sanguíneo, era demasiado amplia para remediar la situación con medidas quirúrgicas.

            Uno de los médicos se dirigió a Juan y le dijo que sería conveniente contar con la presencia de un familiar, que estaba demasiado solo. Tendría que quedarse en observación. Juan llamó a su hermano Alberto, que vivía a cuatro horas de allí. Le contó todo lo ocurrido y que se quedaría en observación, que no era urgente, pero que si podía, que se viniera.

     El intestino es un segundo cerebro —comentó un enfermero.

             Juan moriría en pocas horas. Poco a poco fue perdiendo conciencia hasta entrar en coma. Su hermano no llegaría a tiempo. Las moscas actuaron como genuinas señales de alarma. Su agudo sentido del olfato había detectado que Juan se estaba pudriendo en vida. Sus antenas, a modo de nariz, cubiertas de receptores quimiosensoriales, les permitían identificar sustancias volátiles que emana la materia orgánica en descomposición. La primera mosca que acudió, reveló que Juan llevaba muriéndose ya varias horas.