Juan abandonó la tienda de electrodomésticos sin mirar atrás. Olía mucho a plástico y su ropa se impregnó de aquel olor. Nada más salir, una mosca se le colocó detrás de la oreja. No era estar mosqueado o pendiente de algo; fue que, físicamente, una pequeña mosca se le quedó pegada a su piel. La quitaba, volaba un poco y regresaba a la nariz, a la comisura de los labios, a la calva... Juan no dejaba de mover sus manos para ahuyentarla. Hacía movimientos muy extraños, como si estuviera poseído por un demonio o por un mal.
Tantas veces se posó en la
cara y en los brazos que, aunque la mosca desaparecía a ratos, Juan seguía
agitando manos y brazos en modo de espantamoscas. Ya no quería evitar que se le
posaran o no, quería evitar que se le acercaran.
Pasó por un restaurante
chino que tenía la puerta abierta. De él salieron tres moscas pequeñitas. Las
tres siguieron la estela de Juan con continuas amenazas de aterrizar en su
cuerpo. Es como si lo hubieran estado esperando. El tamaño de las moscas era
inversamente proporcional a su perseverancia, así que no le dieron ni un
momento de reposo.
— Qué pesadas —dijo,
y siguió andando.
Al volver la esquina, se tropezó
con una amiga. Al verlo agitado, le preguntó:
— ¿Te pasa
algo?
—
Pues sí —respondió Juan. Llevo casi
media hora espantando moscas. Me dan un asco horrible y además son muy
molestas... Es como si mis hormonas las atrajeran... No me dejan en paz ni un
segundo. Igual es mi sudor o el olor a plástico que arrastro desde la tienda de
Miguel.
— Los humanos
somos muy atractivos para las moscas... —le comentó Irene. Las atraen el sudor,
los restos de comida sobre la piel y la humedad. Por otra parte, como son
insectos de sangre fría, nuestro calor corporal les ayuda a mantener su
temperatura.
— ¡Vaya! No
sabía que eras tan experta en moscas —expresó Juan.
— Tuve un buen
profesor de Biología y le encantaban estas curiosidades. Si lo piensas, es de
sentido común —manifestó la amiga. A veces, también se posan en la piel por
casualidad.
— Mira, Irene,
ya está bien de explicaciones —refunfuñó Juan. Yo lo que quiero es que me dejen
en paz. Me importan un bledo las moscas y su comportamiento, pero me gustaría
saber por qué hoy, precisamente hoy, no me dejan en paz. ¿Tienen las moscas
manías persecutorias? —preguntó.
— Igual eres
diabético y no lo sabes. Las moscas tienen tendencia a instalarse en ambientes
azucarados. Lo dulce, como por ejemplo la miel, las atrae sin remisión, siguió
explicando Irene.
— Sí, afirmó
Juan. Yo aprendí en la escuela aquella famosa poesía, y fábula a la vez, de
Samaniego que decía:
“A un panal de rica miel
dos mil moscas acudieron,
que por golosas murieron
presas de patas en él.
Otra, dentro de un pastel
enterró su golosina.
Así, si bien se examina,
los humanos corazones
perecen en las prisiones
del vicio que los domina.
Juan estuvo todo el rato intentando
despegarse de su cuerpo a las tres moscas. Al finalizar la conversación que
mantuvo con su amiga, se habían convertido en trece. Realmente era insoportable
y el continuo movimiento de sus extremidades superiores le estaba resultando
agotador.
—
Me
voy —le dijo. ¡Menuda historia me ha caído encima!
—
Haga
algo —le exigieron al dueño.
Ante la llamada de atención de este,
Juan le explicó al patrono que no podía hacer nada. Solo mover sus manos y
darse manotazos que apenas tenían efecto.
—
Me
puede pedir un taxi, por favor —imploró Juan al señor de la barra.
Este, con tal de quitarse aquella
situación de encima, accedió y a los pocos minutos llegaba un taxi a la puerta.
Juan salió corriendo y consiguió quitarse algunas moscas de encima, pero más de
la mitad se metieron en el taxi con él. Juan empezó a sentir pequeños
mordisquitos en su cara. Las moscas lo estaban devorando en vida. Eran moscas
de establo que muerden para obtener sangre. Pero ¿qué relación tenían las moscas
de establo con él?
El taxista estaba esperando que le
dijera la dirección del destino. Miró por el espejo retrovisor y se horrorizó
al ver una cabeza casi cubierta por las moscas. Juan intentaba hablar, pero
tenía miedo de abrir la boca ante el peligro de que aquellas malditas moscas se
instalaran en su garganta. Recordó lo feliz que sería el papamoscas cerrojillo,
pájaro que abre el pico para que entren las moscas. Aunque, quién sabe, igual
se atragantaba con la presencia de tanto insecto. Este consumado insectívoro es
de pequeño tamaño, cuerpo compacto, cabeza ancha y pico fino. Tiene una
llamativa mancha blanca en la frente. En la catedral de Burgos, un autómata
llamado Papamoscas abre la boca a todas las horas en punto y con su mano
derecha acciona el badajo de una campana. Él, en cambio, no podía abrir la boca
ni un segundo. Con la mano izquierda se tapó la nariz para impedir el paso a
unas atrevidas y aventureras moscas que amenazaban con invadirlo. Por fin tomó
un papel y escribió la dirección de su casa. El camino se le hizo largo,
larguísimo, con un taxista que no dejaba de vigilarlo por el espejo retrovisor.
Al llegar a su casa, pagó como pudo
y se bajó del coche. Manos y cara, únicas partes al destapadas de su cuerpo,
seguían cubiertas por cientos de moscas que casi no le dejaban respirar. El
taxi se alejó con rapidez. Para el taxista el trayecto había sido una
pesadilla. Al bajarse Juan, por fortuna, todas las moscas se bajaron con él.
Entró en su casa y fue directo al
cuarto de baño; tenía náuseas y vómitos. Se sentía fatal. Un intenso y
repentino dolor abdominal le obligó a inclinarse para paliar en algo el dolor
de la tripa. No tenía ganas de comer. Las moscas seguían revoloteando a su
alrededor y se turnaban para posarse en él. Encontró unos guantes. Con apuros
se los colocó en las manos. Tener las manos libres de moscas le reportó un gran
consuelo. ¿Qué podría hacer? Recordó que en la cochera tenía un resto de tela
de mosquitera. Buscó unas tijeras y una grapadora. Tenía la esperanza de
fabricarse una especie de bolsa protectora que lo aislara de la nube de moscas
que no dejaban de darle mordisquitos y más mordisquitos. Su abdomen estaba hinchado,
lo que le hacía sentir una tremenda sensación de estar lleno. Como si se
hubiera comido una vaca. Siguió confeccionando una bolsa que cosió con la
grapadora. Vestido, sin zapatos, desesperado, se metió en la ducha. Le dio a
tope al agua fría, cosa que detestaba. Las moscas, sorprendidas y molestas por
la frialdad del agua, salieron disparadas. Juan sintió su rostro liberado. Con
rapidez se colocó en la cabeza la bolsa que había fabricado, la cual amarró en
su parte inferior con una cuerdecita que tenía preparada. Estaba empapado, pero
sin moscas sobre su cuerpo, que ahora, como locas, deambulaban por la
habitación. Con cuidado, abrió la puerta. Salió y la cerró de prisa, aunque
algunas moscas lo siguieron. Esto impedía que se quitara la reciente protección
de su cabeza. Recordó un documental sobre Kenya. Aparte de las maravillosas
maravillas naturales que el país encierra, tenía en la mente fotogramas de niños llenos
de moscas. Nadie, ni siquiera ellos mismos, se molestaban en apartarlas. Todos
estaban sonrientes mostrando unos dientes más que blancos.
El dolor abdominal, las náuseas y
vómitos no remitían. Cada minuto se sentía peor. Tendría que llamar al 061,
emergencias sanitarias, y pedir ayuda. Se sentía débil y desanimado, pero antes
tendría que ponerse ropa seca. Su aspecto lo suponía horroroso y poco digno.
Las moscas seguían zumbando a su alrededor, pero al no poder posarse sobre su
cuerpo, sintió cierto alivio. Guantes y bolsa mosquitera habían funcionado. Se
sintió destemplado. Buscó un paracetamol de 600 y se lo tomó con un poco de
agua.
Uno de los médicos se dirigió a Juan
y le dijo que sería conveniente contar con la presencia de un familiar, que
estaba demasiado solo. Tendría que quedarse en observación. Juan llamó a su
hermano Alberto, que vivía a cuatro horas de allí. Le contó todo lo ocurrido y que
se quedaría en observación, que no era urgente, pero que si podía, que se
viniera.