25 noviembre 2022

El sueño de Federico

 

Obra de Miguel L. Navarrete (Alcaracejos, 2022). Colección "Sensaciones"


               ¿Se puede soñar que te despiertas en mitad de un sueño mientras tu cuerpo sigue dormido? Parece ser que sí. Al menos eso es lo que le pasó a Federico Tornero aquella noche lluviosa de noviembre: En su sueño, fue testigo despierto de su propio sueño.

               Se soñó despierto. Estaba en Costanilla del Mar. Lo sabía porque delante de él leyó un letrero que daba la bienvenida. El pueblo estaba en feria. A su espalda, dos casetas invitaban al personal a divertirse: en cada una de ellas actuaba un grupo musical con el encargo de amenizar las fiestas desde el mediodía. En ambas sonaba la música muy alta. Uno era un conjunto de rock duro, una peña con cuatro componentes vestidos con ropa cara rota, con tatuajes y piercings. En la carpa de al lado, elegante y de gala, cantaba una mujer morena, con una voz potente, canciones españolas. El compañero, con corbatón y smoking, tocaba un piano eléctrico. En la pista, una pareja de personas mayores bailaban agarrados. Sus caras reflejaban una triste alegría. Sonreían impregnados de ausencia, sin saber bien por qué. Sus pasos traslucían constantes de rutina, prestos pero mecánicos y con muy poca estética. Era una danza huérfana de sentido, regada con el hábito y la repetición, producto de haberla practicado muchas veces a lo largo del tiempo.

               Federico, en su perplejidad, se dio cuenta de que tenía que ser un sueño porque recordaba perfectamente que anoche se acostó en su casa de Cuenca ¿Cómo podía ser que se estuviera viendo en la feria de Costanilla? ¿Qué había hecho para llegar allí? Caminó. Se alejó del bullicio siguiendo a una mujer que vestía un estampado a la que no le pudo ver la cara porque andaba más deprisa que él. La mujer tiraba de un niño con una gorra roja. Cogido de su mano daba enormes chupetones a una bola de fresa helada que culminaba el cucurucho.

               De pronto, Federico se encontró ante un enorme muro de piedras muy talladas. A su lado yacían descomunales trozos. A modo de un complot de largo recorrido, el tiempo y la falta de mantenimiento habían unido fuerzas para derribar algunas de sus partes. Estaba delante de una gran abertura a través de la cual se podía observar, abajo, el centenario puerto costanillés. Dos inmensos brazos, curvos y desiguales, de piedra y hormigón, como dos grandes hoces enfrentadas a diferente altura, encerraban una especie de mar menor dejando libre la bocana del puerto: A la derecha pudo ver el dique de abrigo. En él se diferenciaba con claridad un paseo inferior protegido de los vientos y el agua. Cada cierta distancia unos escaloncitos permitían subir a la parte de arriba, una especie de púlpito alargado de hormigón donde la plenitud y la extensión de un mar de color cielo, extrañamente en calma, te hacían su prisionero. Al final, elevado sobre una construcción cilíndrica, muy sólida, se encontraba el viejo faro observador de cúpula redonda, vidriera transparente, con una balconada circular y pretil protector, en apariencia frágil. Desde allí un horizonte lejano y nítido, como si fuera recto, era el lugar del encuentro ficticio del cielo con el agua.

               En el puerto, en la hoz de la izquierda, siglos atrás, se había construido una pequeña fortaleza con dos esbeltas torres y un recinto cuadrado, amurallado, para defender la ciudad ante invasores y piratas. Por sus almenas asomaban las bocas de unos viejos cañones, hoy con seguridad decorativos. Un mástil huérfano, vertical, de madera, crecía como si fuera un árbol sin sus ramas: quería pinchar una nube violeta de algodón. En su extremo, una gaviota, sin vértigo, con vista de Linceo, vigilaba la costa. La marea, ahora baja, dejaba ver los cimientos en rampa, cubiertos de algas, de la vieja muralla defensora. En la arena, de una minúscula playa lateral, unas rocas tranquilas esperaban volver a ser cubiertas por el agua.

               Federico pensó en esos enormes brazos de hormigón: nunca llegarían a encontrarse del todo, nunca abrazarían nada. Estaban hechos para proteger sin tocarse. Su éxito estaba en su calculada y obligatoria separación. Eso sí: podrían mirar en su interior y observar su mutuo desgaste; comprobarían como el agua y el tiempo modelaban las piedras del vecino, una batalla lenta con vencedor seguro. Podrían escuchar los bramidos de un viento atronador y un mar embravecido, pero nunca se enlazarían por sus extremos. Sólo sus desprendidos y pequeños granos de arena entrarían en contacto, al mezclarse, en las poco profundas aguas de la ensenada.

               Un brusco encuentro ocurrió en aquel sueño real. Sucedió que Federico Tornero, perito mecánico de titulación y profesor de Electrotecnia en la Universidad, se tropezó de repente con Mª Ángeles Glaciar, compañera en el departamento de Electrónica.

               El caso es que Costanilla[1], un término en desuso[2], debía su nombre a la presencia de numerosas calles cortas y en cuesta, rodeadas de otras con menor inclinación. Al estar enclavada en un relieve irregular, próximo al mar, resultaba un pueblo pintoresco y atractivo.

               La profe visitaba con alumnos las particularidades urbanísticas de Costanilla[3] del Mar, tras la instructiva visita a la fábrica de microchips avanzados situada en sus proximidades. El repentino encuentro agitó sus corazones y la respuesta fue un abrazo de larga duración. Era la salida natural y lógica a la inexplicable atracción que ambos sentían, nunca dicha y menos concretada. Ella con melenita, pelo castaño oscuro y gafas de sol. Él con barba de talibán y cabeza rapada.

-        ¿Estamos demasiado cerca? preguntó él.

-        No. Estamos bien, respondió ella.

               Federico siempre que saludaba, besando a una mujer, procuraba mantenerse inclinado hacia fuera para no rozar su pecho. Le resultaba entre violento y aprovechado ese tipo de contacto…. En su sueño lo intentó, pero esta vez no fue así. Su compañera se pegó a él a lo largo de toda su vertical y entre los dos cuerpos no había el más mínimo resquicio que pudiera atravesar la luz. Le preguntó que hacía por allí y ella le respondió que estaba de excursión con sus alumnos, dando una vuelta al pueblo. Tras el abrazo más largo y apretado del mundo, un alumno le espetó: ¡Seño, que tenemos que irnos! La pareja parecía soldada por todos sus puntos de contacto. Una ambulancia que pasaba deprisa, con su sirena devolvió a Federico a la soñada realidad. ¡Se separaron!

               Ya solo, el sueño continuó en la habitación de un hotel. Estaba pintada de azul. Allí estaba su jaula. Él, en Cuenca, tenía un pájaro, pero observó que dentro había dos pajarillos más. ¿Cómo es posible que hayan entrado esos dos con la puerta cerrada? En su ensoñación pudo ver como su pájaro abría la puerta de la jaula con un extraño movimiento de palanca del pico. Atónito, confirmó lo que había sospechado: “Los animales son bastante más listos de lo que parecen y sólo en los sueños podemos comprobar algunos de sus poderes especiales”. La puerta de la jaula se abrió y los dos pajarillos remontaron el vuelo. El suyo quedó dentro después de volver a cerrar la portezuela.

               Al permanecer despierto en el sueño, Federico Tornero lo estaba disfrutando de lo lindo pero en su subconsciente quería volver a Cuenca y fue a buscar su coche. Al aproximarse se tropezó con una chica joven muy bonita: pelo recogido con raya central de la que salen dos rayas a izquierda y a derecha a distintas alturas, cejas finas depiladas, grandes y profundos ojos verdes, nariz pequeña insinuada, labios carnosos, cuello largo, camisa verde rayada -con bolsillo- en la que destacaban cinco botones de un verde más oscuro. Federico la reconoció enseguida: Era la chica del cuadro que presidía la entrada del Museo de arte abstracto español en las Casas Colgadas …. pero de carne y hueso. Su esbeltez y aquella forma de andar lo dejaron abrumado. Parecía que flotaba en el aire.

               Entonces pudo pensar y se dijo: ¡Qué sueño más potente y más real estoy teniendo! La chica le habló pero no entendió nada de lo que le dijo. Era un idioma desconocido para él. Se acercó a ella pero esta se alejó caminando hacia atrás, sin perderle la cara….la distancia hizo que cada vez la viera más pequeña hasta que desapareció de su vista.

               Quiso entrar en el coche pero no encontró la llave. Las únicas que llevaba encima eran las llaves de su casa. ¿Cómo es posible que su coche estuviera en Costanilla del Mar y las llaves en Cuenca? Su cabeza le estaba gastando una mala pasada. El ring del despertador lo sacudió de verdad. Aún estuvo un rato en duermevela. Al poco tiempo sonó el teléfono. Era su compañera de la universidad Mª Ángeles Glaciar. Lo estaba esperando abajo, en la puerta.

 Nota: las citas a pie de página no tienen nada que ver con el relato. Se trata simplemente de un desahogo complementario del autor que pudiera ser de interés para los lectores.

 

 

 

 

 

 



[1] En Madrid existe la calle de la Costanilla, citada por Galdós, que posteriormente tomaría el nombre de Costanilla de los Capuchinos. Costanillas, plural, nombra a barrios históricos de ciudades como Córdoba, Sevilla o Segovia.

[2]  Cita literal de Wikipedia: “Igual olvido han sufrido otros términos en desuso como alameda, adarve, altozano, espolón, portillo, travesía o travesera,... Interesado por el tema, en 1840, Fermín Caballero, siendo alcalde de Madrid, reunió una lista de los nombres genéricos de las vías urbanas, recopilando un total de catorce maneras de denominar una calle: carrera, corredera, callejón, cuesta, costanilla, pretil, portal, arco, pasadizo, plaza, plazuela, campillo, puerta y postigo. En el siglo XXI, el callejero de Madrid añade a la lista del alcalde romántico otros diecisiete términos de urbanismo: avenida, cañada, cava, escalinata, glorieta, galería, gran vía, pasaje, paseo, paso, plazoleta, ribera, ronda, senda, vereda y vía".

[3] En la calle Costanilla de Valladolid, luego calle de la Platería, nacería el que fuera tercer amo del Lazarillo de Tormes y de ello presume ante Lázaro en el “Tratado tercero” de la obra.

 

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