25 agosto 2025

La poliédrica aprendiza




Para Pedro y Platecor: Su trabajo y dedicación me inspiraron.

 A sus cuarenta años, Antonia vivía sola. Trabajaba en una asesoría que estaba especializada en solucionar cualquier tipo de trámites, todos los trámites. El papeleo era la columna vertebral de aquel negocio. Lo mismo se defendía un pleito con un banco, que arreglaban herencias, que se solicitaba permiso para un coto de caza. Las fronteras de aquellos despachos las marcaban los clientes, pues el equipo de compañeros y compañeras —todos con gran experiencia en su sector— eran conocedores de rincones y vericuetos relativos a la declaración de la renta, fueran de particulares o de empresas; permisos de armas; administración de fincas; alquileres de viviendas y locales, urbanos o rurales; seguridad social; contabilidad de PYMES, etc.

          Ella gozaba de gran prestigio como administradora de fincas. No había comunidad de vecinos, ni de propietarios, que se le resistiera a sus prudentes observaciones ni a sus acertadas soluciones presupuestarias. Tenía útiles, y múltiples, contactos con electricistas, albañiles, cerrajeros, pintores, empresas de limpieza, aseguradoras y cooperativas de mantenimiento, en general. En este particular terreno de la empresa, el jefe no daba un paso sin su consentimiento o su consejo. Se conocía a los presidentes de todas las comunidades —llevaba casi noventa— por nombre y apellidos y, en sus archivos, disponía de una ficha con el perfil de cada colectivo. A las comunidades las calificaba con variados adjetivos: tranquila, conflictiva, pamplinosa, exigente, participativa, molesta, problemática, educada, etc., y a los presidentes o presidentas los trataba como si fueran alcaldes de una pequeña aldea. De todos tenía el número de teléfono y dirección de correo electrónico. Los problemas de convivencia eran la mayor fuente de conflictos, para los cuales había que tener una psicología especial que daban la experiencia y los años. Las quejas, por incómodos ruidos o por la suciedad que generaban algunas obras, estaban a la orden del día, sobre todo en escaleras y ascensores.

          En una ficha elaborada por ella, anotaba la edad del edificio, número de plantas y cantidad de pisos; población estimada del bloque; número de ascensores y de trasteros; cuarto de bicicletas; cuarto de contadores de agua y de luz; calefacción central o individual; cocheras; patios de luz; azoteas; locales comerciales en planta baja; pisos en alquiler o en venta, etc. Cualquier reparación —por pequeña que fuera— quedaba anotada en el apartado de incidencias. Las obras de cierta envergadura tenían su propia carpeta donde constaban los presupuestos pedidos, los aceptados, plazo de ejecución, pagos a cuenta, liquidación, etc.

 
     
Así que, cuando asistía a una junta, disponía de un exhaustivo dossier informativo que la hacía salir airosa de cualquier situación, por difícil y pantanosa que fuera. En su trabajo era una mujer muy segura de sí misma y una excelente profesional.

          Particular atención prestaba —siempre fuera de su horario laboral— a las transacciones de inmuebles, fueran compras, ventas, alquileres o herencias, faceta que en ocasiones excedía al ámbito de su empresa. Su excelente fama como administradora le facilitó muy buena imagen como intermediaria. Conocedora de todos los pormenores de las comunidades, siempre con una discreción encomiable y un tacto similar al de un topo de nariz estrellada, participaba con soltura en tratos de compra-venta y alquileres. Ganaba un dinerillo extra como comercial de asuntos inmobiliarios —corredora en otros tiempos—, pero siempre con una profesionalidad madura y exigente. Su jefe lo sabía, pero la dejaba hacer. Era consciente de que para Antonia lo primero era la empresa. Lo otro, su negocio particular, era una actividad colateral que a él no le perjudicaba para nada.

          Con ese dinero extra, y con la información privilegiada asociada a su contexto socio-laboral, compró un local de cien metros cuadrados en una esquina perfecta de un buen barrio, muy bien comunicado con el centro. La empresa propietaria, dedicada a la venta de flores, abandonaba el negocio por dificultades familiares. Su idea era arreglarlo y transformarlo en un apartamento familiar dedicado al turismo. Una buena amiga tenía una empresa que —por un precio módico— se ocuparía de todo una vez terminada la obra.

    La obra es cosa tuya —le había dicho su amiga. Llámame cuando la tengas terminada y con los muebles puestos.

          Antonia arregló todo el papeleo para iniciar la obra. Buscó entre sus albañiles, pero todos estaban ocupados. No tenía prisa, aunque el gusanillo de empezar la carcomía por dentro. Terminó buscando un albañil, con su ayudante, amigo de un amigo. El albañil era un polifacético que hacía de todo, pero con el síndrome del pato. El pato corre, vuela, nada y canta, pero bien, bien, lo que se dice bien, no hace nada. El albañil no iba del todo bien. La obra progresaba, pero lo hacía despacio y faltaban muchos remates en algunas cosas: grifos que goteaban, falta de una segunda mano de pintura en algunas habitaciones, luces que no encendían y la línea recta era una quimera entre los azulejos de la cocina. La solería, como era para pisarla en palabras del albañil, pues tampoco tenía que ser perfecta. Cada semana Antonia le daba una cantidad de dinero como sueldo y como pago de los materiales. Todo, claro está, con sus correspondientes facturas y recibos.

          Un día el albañil le comentó que si le podía adelantar los 35.000 euros que faltaban para terminar… había encontrado un chollo de materiales, pero exigían pagar al contado y ¡ya! Antonia accedió a ello. A los dos días se pasó por la obra para echar un vistazo y se encontró todo aquello vacío: allí no había ni rastro de los albañiles, ninguna herramienta y, prácticamente, ningún material. Encima de medio saco de cemento encontró las llaves y una nota: “Lo siento”, decía.

          La primera reacción fue de una impotencia absoluta. Lloró, gritó; lloró y gritó. Los 35.000 dolían, pero el mayor agobio era ver todo aquello sin terminar. Antonia tenía guardada una pequeña cantidad para comprar los muebles en AKIAY, lo cual podría esperar, pero buscar otro albañil polifacético que terminara y cubriera los flecos pendientes le resultaba superior a sus debilitadas fuerzas y a su pobre ánimo. Decepcionada, se fue a su casa con los hombros caídos y las piernas pesadas. Esa noche, se acostó sin cenar. No pudo dormir. Solo podía pensar en cómo salir de aquel atolladero. Estaba rota por dentro.

          Pasaron las semanas repletas de rutina y con el ánimo bajo mínimos. Hablaba poco. Buscaba la soledad ensimismada en sus penosos pensamientos. Una tarde, tras la jornada de trabajo, estaba en casa viendo la televisión. De repente, el enchufe de la estufa pegó un chispazo. Saltó el diferencial: se fue la luz.

          Con la energía vital por los suelos, desenchufó la estufa:

    Vaya mierda, pensó.

          Conectó el diferencial y colocó la estufa en otro enchufe.

    Si es problema de la estufa, volverá a saltar —se dijo. Si no se corta la luz, el problema está en el enchufe.

          La luz no se cortó. La estufa volvió a calentar. Tocó el enchufe —presunto problemático— y notó que estaba suelto y algo caliente.

          Antonia, conocedora de los tutoriales de tuyoube, se metió en internet y buscó cómo solventar los problemas que podría dar un enchufe. Lo primero era cortar la corriente, el interruptor general y luego quitar los tornillos y adentrarse en el dispositivo. Todo parecía bastante fácil. Encontró que uno de los cables del interior se había soltado. Analizó con sumo interés los vídeos y dedujo que aquello no debía tener mucho problema. Colocó bien los cables y apretó los tornillos. ¡Todo debía quedar bien sujeto! Le pareció que la reparación tenía buena pinta, así que volvió a enganchar el interruptor general y conectó la estufa en el enchufe recién arreglado. ¡Perfecto!

          Aquel mínimo paso fue una reducida gran satisfacción. Nunca había sido una “manitas”, pero ese arreglo le subió su disminuida autoestima. La hizo sentir bien. Fue al frigorífico y cogió una cerveza. Se preparó un aperitivo. El primer sorbo le encendió la bombilla: Ella terminaría el local que el albañil dejó a medias. Preguntaría a su red de empresas colaboradoras de mantenimiento; con vídeos de tuyoube y los consejos de algún comerciante, completaría poco a poco todo lo que quedaba por hacer. Aparte de salirle más económico, se entretendría. Aprendería fontanería, electricidad, carpintería, albañilería, etc. Pintaría y hasta diseñaría algún mueble. ¡Todo lo iba a hacer ella!

          Estaba convencida de que el mejor aprendizaje sería la práctica, así que se puso manos a la obra. Lo primero que hizo fue cambiarse el nombre: de ahora en adelante se llamaría Toñi. Antonia había pasado a la historia. Cada día, después de la jornada intensiva, se dedicaba a sus chapuzas. Aleccionada por compañeros, compró una serie de herramientas básicas. Empezó por los enchufes y los interruptores que daban problemas. Estos pequeños arreglos, debido a la ubicación de los mismos, llevaban aparejadas labores, también pequeñas, de albañilería o de carpintería. Con cuidado y muy despacio culminó la instalación de lámparas, apliques y plafones. Combinó luces cálidas con blancas, consiguiendo una iluminación ambiental adecuada para cada estancia. Para la revisión definitiva del diferencial, solicitó la ayuda de un técnico. Las puertas, todas blancas, se las puso un compañero y la cocina la compró en una empresa que cerraba por liquidación. En ambos casos actuó de peona aprendiza. La fontanería la resolvió por el método de ensayo–error. La ducha la tuvo que colocar hasta cinco veces, pero al final quedó perfecta. Para la instalación del termo eléctrico, contrató a una empresa. No era cuestión de arriesgar. Los asuntos de carpintería metálica y cristales, por fortuna, los había terminado el sentido estafador. Todos estos remates le llevaron varios meses, pero al cabo de un año su piso lo sentía más suyo; las cosas se habían hecho a su gusto y se había ahorrado un buen dinero. Además, había aprendido una barbaridad. La pintura final no tendría ningún problema. Midió todas las habitaciones y, sabiendo el destino de cada una de ellas, encaminó sus pasos al “Palacio de las Pinturas”, empresa experta en el asunto. Cada dormitorio llevaría un color; la cocina tendría su propia personalidad con un color diferente. El salón y los pasillos irían en un tono beige, muy clarito. Con las recomendaciones que le dio la firma comercial y su gran sentido común, dejó su casa hecha un primor. Pero lo esencial fue que se sintió satisfecha consigo misma. Con esfuerzo y tesón, había conseguido tornar en muy positiva una situación que, en principio, calificó como desastrosa.

          Al final, aprendió tanto que se dedicó a modificar pisos, hacer reformas, rediseñar habitaciones, mejorar cuartos de baño… Abandonó su trabajo y creó una empresa constructora de innovaciones y mejoras. Todo por su cuenta. Trabajaba como una operaria más, aparte de ser la directora de obras. Nunca sospechó que tuviera esa pasión por el mantenimiento, la modificación y la restauración de viviendas. Diariamente, daba las gracias al cielo y al destino por haber puesto aquel albañil en su camino, albañil que sin querer le dio la oportunidad de conocer una vocación que la colmó de felicidad y la mejoró como persona. El azar había manifestado, una vez más, su enorme capacidad para cambiar el rumbo de la vida. Azar, esfuerzo y capacidad de adaptación, motores y escultores eternos de personas y situaciones.


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